Ignacio Marván. La política de la amistad
José Antonio Aguilar Rivera
…la suya era una política de izquierda que evitaba el resentimiento. Nunca le escuché uno solo de los lugares comunes –ahora moneda corriente entre los interventores del CIDE– sobre el carácter “neoliberal” de la institución que fue su casa por más de un cuarto de siglo. Creía en la comunidad de la diferencia.
Creo que la gran fortuna de Ignacio Marván Laborde, muerto hace unos meses a los 70 años, fue no haber tenido éxito en la política. El fracaso hizo posible que se dedicara a la academia. Gracias a ello tuve un colega excepcional por 27 años en el CIDE. Nacho y yo llegamos el mismo año a una institución que entonces se reinventaba. Creo ahora que Marván fue ejemplar en el sentido estricto de la palabra: fue un ejemplo de que la política comprometida no tenía que ser una política de la enemistad. Nos tocó observar desde la misma atalaya episodios de polarización política en el país: la alternancia en el 2000, las divisivas elecciones de 2006 y, finalmente, el arribo al poder de su opción ideológica en 2018. Sin embargo, jamás se nos ocurrió pensarnos como enemigos o adversarios. Nunca tuvimos un altercado; no porque nos evitáramos sino todo lo contrario. No fuimos amigos íntimos, pero nos tuvimos afecto y respeto irrestrictos. Éramos, sobre todo, colegas y amigos que conversaban, discutían y aprendían uno del otro. Y no menos importante: que se reían. Lo excepcional era que la suya era una política de izquierda que evitaba el resentimiento. Nunca le escuché uno solo de los lugares comunes –ahora moneda corriente entre los interventores del CIDE– sobre el carácter “neoliberal” de la institución que fue su casa por más de un cuarto de siglo. Creía en la comunidad de la diferencia. No se sintió marginado, relegado ni rechazado a pesar de no compartir la misma formación de otros colegas y tener otra historia de vida. Rechazó el discurso del victimismo y la alienación. Hasta el último día de su vida Nacho fue un ciudadano orgulloso y comprometido de nuestra pequeña y vilipendiada república. Cuando hace tres lustros la División de Estudios Políticos estaba sumida en un agudo conflicto interno fue Marván quien logró reconciliarla con sobriedad y realismo. Hasta antes de que la pandemia destruyera lo que quedaba de vida colegial en el CIDE, Nacho pasaba con frecuencia a mi cubículo para discutir sobre historia y política. Esa disposición socrática le ganó tantos entrañables amigos con quienes disentía profundamente en términos políticos e ideológicos. A diferencia de la política de la mezquindad que triunfó en el 2018 y se hizo ortodoxia oficial en el gobierno y sus adláteres Marván no escatimó el mérito donde lo encontró.
Recuerdo que una mañana hace siete años recibí un correo electrónico de un colaborador del entonces ministro de la Suprema Corte de Justicia, José Ramón Cossío. De manera amable, pero imperativa, preguntaba cuándo entregaría mi capítulo sobre Emilio Rabasa para el libro sobre constitucionalistas que debía publicarse en el aniversario de la carta de 1917. Miré con asombro la pantalla porque hasta ese momento ignoraba que existiera un libro en el que yo sería colaborador. Después de un extraño intercambio de correos descubrí que en una reunión preparativa para ese volumen Nacho Marván había propuesto que yo escribiera el capítulo sobre Rabasa.[1] La propuesta fue aceptada… pero se olvidaron de avisarme. Recuerdo las carcajadas de Marván cuando se lo conté. Naturalmente, escribí el texto.
Nacho era la negación en persona del sectarismo. Jamás renegó de sus convicciones, pero no creyó que ellas le impidieran conversar con otros. La suya era una izquierda dialogante que exigía el debate y que se nutría del desacuerdo: no como combustible de la indignación sino como un genuino vehículo del entendimiento. Era un verdadero creyente del valor del pluralismo. La convicción no significaba la negación del disenso: por el contrario. Ahí, en ese espacio, Marván y yo nos encontramos. Por ello apreció a cabalidad la misión educativa e intelectual de la universidad a la que perteneció: una institución del Estado mexicano cuyo propósito trasciende las cortas miras ideológicas de los gobiernos en turno.
La obra de Marván como historiador político es una contribución muy notable al constitucionalismo. Sin embargo, me interesa el hombre y su ejemplo. Tal vez, lo más importante –no sólo para la izquierda, sus amigos o sus correligionarios– sea su ejemplo. El camino que tomó en los últimos años –sus decisiones en el momento del triunfo de su tribu– es significativo. Lo que hizo –y lo que no hizo– habla muchísimo de él. Otros carecieron de la dignidad y de la sobriedad de Marván. No echó por la borda su obra ni su prestigio. De ahí que en el homenaje que le rindió un atribulado CIDE estuvieran tirios y troyanos. Las decisiones de Nacho, que probablemente lo relegaron a los márgenes en el momento mismo del éxito político, lo hacen hoy central. Es una verdadera tragedia –y una ironía– que la opción política que apoyó toda su vida fuera, en tantos sentidos, la negación misma de lo que él encarnó como académico, como colega y como amigo. A diferencia del régimen actual que explota la política del rencor, Ignacio Marván fue un creyente en la política de la amistad.
Nota
[1] José Ramón Cossío Díaz, Jesús Silva-Herzog Márquez (eds) Lecturas de la Constitución: El constitucionalismo mexicano frente a la Constitución de 1917, México, Fondo de Cultura Económica, 2017
José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1
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Posted: September 30, 2022 at 8:27 am