Sobre “Encaminador de almas”, de Ernesto Lumbreras
Mayco Osiris Ruiz
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• Ernesto Lumbreras: Encaminador de almas (Tedium Vitae Editores, 2023)
En el canto xxv del Infierno, entre nudos de yáculos y anfisibenas, el Peregrino contempla uno de los sucesos que, por sí solo, acertaría a explicar la acepción de estupor y espanto desmedidos que tiene en nuestra lengua el término dantesco: el cambio —obra del contrapasso y de la ley divina— que hará corresponderse las figuras de un hombre y un reptil hasta formar con ellas una imagen que no era “dos ni uno” pues, a decir del poeta, “a ninguno de ambos parecía”:
Già eran li due capi un divenuti,
quando n’apparver due figure miste
in una faccia, ov’ eran due perduti…
Ogne primaio aspetto ivi era casso:
due e nessun l’imagine perversa
parea; e tal sen gio con lento passo.
Muchos siglos después, libre de pretensiones anagógicas, pero, indudablemente, formado en la lección del maestro florentino, Ernesto Lumbreras replicaría el pasaje desde una perspectiva cuya muy aparente sencillez cifraba, inocultable, una poética, un modo de entender y de abrir el poema hacia la exploración de algunos límites que, una vez traspasados, producirían imágenes y ritmos casi tan inquietantes como la alegoría en la que se fundaban:
Hace tiempo sorprendí a unos niños jugando en un jardín. El juego era muy sencillo. Consistía en formar nuevas especies. Así fueron surgiendo la hormiga con dorso de ciempiés, la oruga con cabeza de chapulín, la lombriz con extremidades de avispa.
De los participantes del juego, había una niña que se demoraba en presentar su espécimen. Con una pequeña navaja, absorta y mordiéndose el labio inferior, cortaba no sé qué cosas. Por fin y ante la expectación de todos, nos permitió ver su creación: un diente de león con aguijón de alacrán.
Encaminador de almas —la más reciente muestra de su obra poética— es un claro reflejo del sendero que ha debido seguir lo mismo como artista que como forjador de un espacio expresivo. Espacio, hay que decirlo, poco convencional, pues fiel a los principios de la correspondencia y la trasmutación, persigue desmontar la esencia del poema mediante el desajuste de sus estructuras, esto es, mediante el desarrollo de una forma imbricada en la que se solapan, sin que impere ninguno, lo prosaico y lo lírico, la narración en verso o el verso narrativo: “El cielo es un sauce desbordado. Entre sus ramas el sol es una oropéndola”.
Es esa libertad de no ser dos ni uno, de tomar para sí no tanto la potencia de la imagen dantesca como su contextura, lo que da a su poesía un carácter disperso entre la transgresión y la prudencia. Por supuesto, como una remembranza inevitable, acude aquel arrojo con el que el florentino le mandará callar, unos versos después, a Lucano y a Ovidio, a pesar del respeto con que, seguramente, debió haber estudiado sus volúmenes. Lo que intento decir con todo esto es que una escritura equiparable “al hecho de romper una piedra de carbón” y en la cual se ambiciona apenas “lo legible del golpe de mazo sobre ese mineral”, no puede construirse sino desde esa mezcla de osadía y humildad que debiera imponerse a la creación y perdurar incluso una vez agotada dicha empresa.
Así es como imagino la armonía de un arte que entrevé en esta palabra el principio vital del misterio poético: “Me seduce esta definición…: lo armónico. Aclaro, no estoy hablando de orden”. Y, en efecto, se trata de algo más que dispositio, aun cuando sus poemas sean, ante todo, forma, formas del himeneo de una sintaxis clásica con el largo resuello de una lengua poblada de aberturas y de las rispideces del habla popular:
Copular y llover me recuerdan
la noche blanca de un sauce.
No siempre fue así. Antes po-
seía un deseo de piedras fósi-
les cuando la eyaculación (ojos
de hormiga) anunciaba para
mí una flama de alcohol.
Ahora el culo de Hele-
na (una alusión más festiva
del cielo) me turba con su fue-
lle: espiral de petirrojo/grifo
sin vocación. Ahora la penetro
dormida con una lumbre de ro-
sas. Ahora la penetro despierta
con un aguacero. No siempre
fue así. Copular y llover, en un
tiempo lejano, no alumbraban
recuerdos de ninguna noche
blanca en ningún sauce.
Se trata, dije, de una conciencia estética donde la simetría es apenas el rostro “más legible, evidente de todos”. Un oficio gradual que entiende el equilibrio como una limadura no tanto de asperezas, sino del espesor que separa al poeta de la revelación: “Quitar aquí y allá, desnudar el interior y el contorno, volver al mundo casi como llegamos”. Ciertamente, en esa operación de desmontaje, caben también los movimientos de una voluntad que no teme asumir la tradición —acordarse con ella en búsqueda y propósito— pero, tampoco, valerse del humor (otra posible cara de lo armónico) para morigerar las “ideas fijas” y todo ese aparato encaminado “a enaltecer al yo y a la posteridad, esas veneradas majestades de cartón piedra de los carnavales y las ferias”:
Jorge Luis Borges: “trato de sobornarte con la incertidumbre”.
Blanca Varela: “persigo toda sagrada inexactitud”.
Rafael Cadenas: “Quiero exactitudes aterradoras”.
Las tres citas anteriores tienen una confluencia común que no logro enunciar del todo con palabras. Está lo convulso que los surrealistas consideraban como indispensable en la belleza. Asimismo, aparece la presencia de lo divino en los hábitos del hombre que ha matado a sus dioses, la escala de la simetría, pero también la trama sin equilibrio, la intensidad del relámpago y de la luciérnaga, el deseo y la seducción de los demonios por mostrar caminos serpenteantes y ocultos, la epifanía de lo inacabado y de lo impreciso. Tal vez, como quien guarda una carta hasta el momento final de la partida, me reservo una palabra capaz de dar nombre a esa desembocadura común donde Borges, Varela y Cadenas concluyen. ¿Cuál es esa palabra? ¿Acaso esa palabra no existe y todo es un “blofeo” para seguir en el argot de las cartas? Sin embargo, me doy cuenta, como ese improbable jugador que quizás, también se da cuenta, que no tiene ningún sentido denominar lo que no tiene dominio o lo que es indomable; tirar esa carta sobre la mesa, por lo mismo, no se entendería como una revelación. Con esa carta al descubierto el misterio, la tensión y el juego se acaban. Con ese mínimo conocimiento me guardo la palabra (porque sí existe) para una situación más comprometedora: cuando un veneno despierte en mi pupila, cuando unas vacas esqueléticas quieran entrar en el sueño de mi hija.
Antes, al postular el vínculo que la poesía comparte con el juego y las prerrogativas de la mente infantil, describió un minucioso proceso de ensamblaje en donde el resultado, “un diente de león con aguijón de alacrán”, aportaba señales y principios aptos para explicar la hibridez del espacio enunciativo. De un modo más sutil esa misma metáfora prefigura la idea de una palabra que ilumina tan sólo en la medida de su destrucción, es decir, entre más hondo cala en lo que nombra, entre más aniquila sus excesos y plétoras verbales. Por supuesto, la virulencia es interior y exterior, como una picadura vuelta contra sí misma. Y de ese movimiento de doble lanzadera, que le da su eficacia y su complejidad, nace también la fuerza para resquebrajar lo establecido, para —a imagen del Lizalde que encontró entre los puercos una prueba fehaciente “de que el amor /no es cosa tan extraordinaria”— cargar contra el oficio y el amaneramiento o sobreestimación de su misterio:
Mientras un surtidor riega nuestro jardín descomunal,
mi perro —raza pug, pelaje arena, máscara de carbonero—
vuelve tras sus huellas, las de ayer y las del pasado diciembre,
rubricando muros y postes, muñecas y balones incrédulos,
penumbras y fantasmas, azucenas de amor y geranios de miedo.
Pero lo suyo es bautizar, otra vez, este planeta que se borra
tras cada salto de astronauta en la frontera del misterio.
¿Acaso su orina crepuscular muestra sus colmillos lunares
a los nombres de las cosas —esas hebras de sol o garfios de hielo—
que han perdido sus ovejas a la mitad de una corriente oscura?
Después de anegar la materia de sentidos, oculta su secreto
con sus patas traseras, ladra a los arcanos de la usura
y emprende sin filosofía la carrera de todo su alfabeto.
Poesía, entonces, sin aditamentos ni concesiones, Encaminador de almas bien pudiera leerse como una antología que es también un espejo de la ambición poética del escritor, puesto que se presenta y (re)construye desde el sentido extenso que admite esa palabra. Quiero decir: como aquello que resta o que pervive al desmantelamiento de una Obra y que ha sido elegido para entregarse al mundo: “Sumas y restas, casas levantadas y destruidas”. O, dicho en otras palabras, “‘el ordenamiento de lo muerto y de lo vivo’, la quietud y la movilidad necesarias para habitar ‘otra intensidad’ y ‘una comunión más profunda’”.
Mayco Osiris Ruiz (Xalapa, Veracruz, 1988). Poeta y crítico. Ha publicado en revistas como Sibila, Palimpsesto, Literal. Latin American Voices y Letras Libres. Es autor de El revés de esta luz (Taller Ditoria, 2015). Twitter: @MaycoOsirisRuiz
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Posted: January 10, 2024 at 10:41 pm
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