Teorías contemporáneas de la historia
Edgardo Bermejo Mora
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Cuatro paseos por el bosque de la teoría contemporánea de la historia
Para mi profesor Alfredo Ruiz Islas
Letras puras,
constelación de signos, incisiones
en la carne del tiempo, ¡oh escritura!.
OCTAVIO PAZ, Arcos.
- Eppur si muove
En el libro Creer en la historia (2016), François Hartog postula nuevamente y actualiza su célebre noción de régimen de historicidad, es decir, la manera en las que la interrelación entre pasado, presente y futuro han articulado la producción de conocimiento histórico –y el entendimiento de la historia misma y sus funciones– en las sociedades contemporánea y pasadas.
Una historia producida y entendida como magistra vitae, de la que se extraían lecciones morales que iluminaban y orientaban el desempeño de sociedades, gobernantes e individuos, correspondería para Hartog al régimen antiguo de historicidad; mientras que la historia como arena y testimonio de un trazo lineal y progresivo del tiempo, en su avance inexorable hacia un futuro predeterminado e inteligible (y para lo cual era posible extraer del pasado vetas de verdad científica incrustadas en la mina inagotable de los acontecimientos), le fue propio y natural al régimen de historicidad moderno que habitó en el siglo XIX y la mayor parte del XX. El primero enseña, juzga y predica. El segundo postula, comprueba y explica, desde la confianza de la certeza científica, las leyes de la evolución histórica y una pizca de cierta arrogancia racionalista.
El cuestionamiento de todas aquellas verdades que, desde la filosofía, la cultura o la historia, se preguntaron por los fundamentos de la modernidad en las postrimerías del siglo XX y en adelante, abrieron el paso, sostiene Hartog, a un nuevo régimen de historicidad: el presentista. Por el cual se transitó “de la omnipotencia (de la historia moderna) a la impotencia (de la historia presente)”, es decir, el aparente agotamiento o crisis identitaria del saber histórico de nuestro tiempo, que trajo como resultado su incapacidad para atrapar en un sólo discurso unificador y discernible la condición elusiva, polisémica y no binaria de una realidad marcada por un presente continuo, carente de promesas a futuro, y por lo tanto inasible. Un tiempo despojado de las brújulas –pedagógicas, ideológicas o científicas– de los dos regímenes anteriores.
Al haber pasado de la confianza en las evidencias de Clío a una suerte de desconfianza generalizada del saber histórico contemporáneo, heredero de un siglo bélico y catastrófico como en muchos sentidos lo fue la centuria pasada, Hartog se pregunta si aún es posible “creer en la historia”. Para lo cual, a su noción del presentismo la acompaña el reconocimiento de ciertas mutaciones del saber histórico tradicional hacia nuevos modelos que parten de la noción de la memoria, el patrimonio o la identidad, así como un “regreso al acontecimiento” a contracorriente de la desvaloración –tanto braudeliana como estructuralista– de la coyuntura, los hechos del diario vivir, o los requiebros y afanes del individuo.
Pasamos entonces de la “historia como jueza” a la “historia juzgada”, que en tanto constructo social (Michel de Certeau) puede aun ser reivindicada después de que se le desacreditó y bajó del pedestal moderno. Tal es la tesis principal de Hartog, una defensa de la disciplina siempre y cuando se le reconozcan sus nuevos rostros, enfoques y múltiples redactores: el giro lingüístico y conceptual, la historia global o conectada, los estudios subalternos, decoloniales o de género, entre otros nuevos constructores de los relatos historiográficos post hegemónicos. Clío revisitada.
Un reparo y una duda de salida: no estoy seguro si hemos, en efecto, abdicado de toda nación de futuro en el siglo XXI. Más allá del fin de las teleologías marxistas o los credos del progreso: del cambio climático a la promesa neoliberal de bienestar, el futuro sigue siendo guía y brújula del presente. La duda: ¿Cómo entender al régimen presentista de historicidad desde el mirador de las historiografías mexicanas (resalto el plural) del último cuarto de siglo?
- Fábula del arquitecto, el albañil y el ingeniero
En el capítulo titulado “Distinción y relación entre la teoría de la historia, la historiografía y la historia” que Carlos Mendiola Mejía incluyó en su libro La historiografía una observación de observaciones (2019), el autor desarma al aparato de la historia en tres de sus componentes esenciales –aislados o autónomos sólo en apariencia–: la historia misma (como práctica que genera conocimientos específicos del pasado); la teoría de la historia (que fundamenta dicha práctica) y la historiografía que (verifica la validez o naturaleza de las dos anteriores). Practicar, fundamentar, verificar, tres verbos colindantes e interdependientes. Tres herramientas fundamentales en el taller del historiador.
Cada una de estas tres categorías, nos advierte Mendiola, construyen sus propios discursos de posibilidad y legitimidad, sin que ninguna cancele o anule a la otra, toda vez que se requieren en una relación de dependencia mutua.
A la manera de un relojero, el autor desarma el artefacto de Cronos para mostrarnos sus piezas, sólo para ensamblarlo de nuevo y demostrarnos que es necesario que todos sus engranajes funcionen de manera coordinada y precisa, si acaso queremos que el reloj cuente las horas inasibles del pasado, y sus manecillas registren el tiempo transcurrido, una vez traducido dicho tiempo al lenguaje de un relato historiográfico, ya no digamos “objetivo”, sino al menos verificable.
De manera que, si la teoría de la historia pretende fundamentar a la práctica de la historia, y la historiografía verifica tanto lo practicado como lo fundamentado para evaluar si aquello que se afirma tiene algún tipo de legitimidad epistémica, acaso nos sirva para distinguir una de la otra una triple metáfora:
La teoría de la historia es el arquitecto que diseña la casa historiográfica, que proyecta los pilares, columnas y trabes que habrán de sostenerla; la práctica de la historia es el albañil que la construye; mientras que la historiografía es el ingeniero sismólogo que pone prueba la capacidad de resistencia de la construcción, ante los cambios incesantes y las sacudidas telúricas, que hacen válido en un momento determinado lo que en otro podría dejar de serlo.
“La historiografía -nos dice el autor- pretender reconstruir la manera en que se escribió la historia en una época, poniendo particular atención en cómo pretendió ser válida o cómo podía ser verificada”. De regreso a la metáfora, al ingeniero-historiógrafo, le toca explicar por qué una construcción determinada se derrumbó -pongamos por ejemplo las narrativas teleológicas postuladas y puestas en práctica en el siglo XIX y XX-, determinar qué de esos escombros tras la sacudida son aún reutilizables, qué resulta ya a todas luces inservible, y estar atento en todo momento a la construcción o reconstrucción de las nuevas edificaciones en el barrio inestable de la historia, situado en la falla de San Heródoto. El historiógrafo como inspector y como perito.
Una distinción más: para el autor, la teoría de la historia tendrá siempre e inevitablemente como arena de acción al presente, es el presente la única materia prima disponible para fabricar aquí y ahora sus fundamentaciones; mientras que la historiografía se dedica en cuerpo y alma al pasado, depende para su acción de lo que ya se escribió, dijo, o relató. “Su objeto de estudio está en el pasado”, nos dice Mendiola. En suma, podemos imaginar a la tres como una muy singular cebolla, cuyas capas se superponen, unifican y traslapan. La historia, la teoría de la historia y la historiografía: un artefacto para medir al tiempo, cuya materia prima e instrumentos no es el metal de los relojes y sus manecillas, sino el tiempo mismo.
- Pintar al tiempo
Debemos al viejo maestro taoísta Chuang-Tzu (siglo IV a.C.) la siguiente expresión: “siempre que vemos algo, contemplamos algo que está cambiando; y casi siempre, al ver eso que cambia, no nos damos cuenta de nuestros propios cambios. El arte de ver los cambios es también el arte de quedarse inmóvil”.
La expresión aplica para el caso de la historia, y específicamente para el alegato a favor de la cientificidad de la historia que nos propone John Lewis Gaddis en El paisaje en la historia (2004). Como observador del paisaje nebuloso del pasado, el historiador se propone pintar al tiempo, un objeto en constante movimiento, sólo en apariencia detenido e inmóvil en una temporalidad anterior, a capricho del historiador y sus instrumentos de medición. Aspira pues el historiador como el observador de Chuang-Tzu a la quietud analítica de la observación (la objetividad) pero inevitablemente él mismo se transforma al momento de la observación (en tanto sujeto que habita en esa sucesión incesante de acontecimientos que es la historia). Este proceso es justamente del que se encargará la historiografía: el estudio del paso del tiempo en la observación del tiempo.
El historiador, nos dice Gaddis, esboza paisajes metafóricos como lo son el mapa para el cartógrafo (una representación a escala de la realidad geográfica), sólo que el resultado no se visualiza en un plano unidimensional, sino en todo caso se lee desde las tres dimensiones de la realidad objetiva y una cuarta dimensión agregada: la del tiempo. En el historiador, el paisaje del tiempo es un artefacto de palabras que aspira a construir imágenes y conceptos.
Curiosamente el equivalente en China a nuestro vocablo “paisaje” es una delicada pieza verbal que une dos caracteres: 山 (shan) y 水 (shui), que literalmente significan “montaña-agua”. La unión de la montaña y el agua hacen al paisaje en mandarín. La unión del tiempo (el agua) y la observación (la montaña), construyen el paisaje del historiador, con una peculiaridad que anota Gaddis –y para lo cual recurre a una nueva metáfora–: “los historiadores se encuentran en la difícil situación del funcionario judicial que lucha por reconstruir un crimen del que no ha sido testigo”.
En un espacio liminar localizado entre lo que puede y lo que no puede hacer el historiador con su objetivo estudio, se encuentra para Gaddis el lugar singular y único de la historia como saber científico. Una ciencia, la de la historia, que no puede hacer suyo ni al laboratorio experimental de otras ciencias empíricas, ni acudir a los instrumentos de medición al que recuren otros saberes de las ciencias naturales y sociales.
No podrá, como lo haría un sociólogo en el presente, aplicar una encuesta para conocer con información estadística certera el porcentaje de campesinos franceses, entre 18 y 35 años de edad, que estuvieron de acuerdo con la decapitación de Luis XVI. Ni podrá ensayar la repetición experimental de los ratones de Pávlov, para comprender desde la mesa de un laboratorio las causas y determinantes de las revueltas populares. No obstante, puede ayudarnos a entender todo aquello que nos explique en el tiempo presente a la Revolución Francesa
A la manera del geólogo, que para comprender lo que ocurre en el centro de la tierra le bastan con excavar unos pocos kilómetros por debajo de la superficie; del paleontólogo, que le son suficientes un par de restos fósiles para imaginar un escenario ocurrido millones de años atrás; del astrónomo que puede dibujar un mapa del universo sin haber salido de la tierra; o del biólogo que postula la teoría de la evolución sin haber observado a un primate transformase en Homo sapiens, ni a ninguna otra especie en su proceso evolutivo, la historia –nos dice Gaddis– practica como estas ciencias: “la sensibilidad remota de los fenómenos”.
¿Es ciencia la historia? quisiera decir por esta vez que acude a tantas metáforas para la construcción y legitimización de sus discursos y para la exposición de sus resultados y hallazgos, que se acerca mucho a la poesía. Homero, no Heródoto, nuestro primer historiador en Occidente.
- El revés de la trama
Quizá el nombre más afortunado que podríamos darle a la práctica de la historia no se lo debamos a un historiador, sino a la traducción que se le dio al título en español de una novela de Graham Greene de 1948: El revés de la trama. Mientras que la trama evoca un tejido narrativo o una red de acontecimientos, el término “revés” sugiere la parte oculta, compleja, o inesperada de dicha trama. Lo que de lo ocurrido no aparece a primera vista. Ese espacio inexplorado –u oculto–, es el territorio de la historia y de su vocación narrativa.
Todo aquello que no resulte aparente del hecho histórico, la sombra de una verdad, su lado oscuro, su revés, no sólo merece ser contado, es decir, encapsulado en una narración necesariamente sinóptica (algo dotado de un principio, un desarrollo y un deslace), sino que es condición necesaria para que resulte inteligible a los demás.
A diferencia del sueño, espacio que rompe con toda lógica narrativa, la historia es al mismo tiempo dependiente, esclava y dueña de una trama sinóptica, de un discurso necesariamente narrativo, de una fabulación congruente. La historia no es el chamán que mira al cielo para encontrar en las estrellas una explicación mágica del mundo, sino el fabulador de la tribu que cuenta anécdotas alrededor de fuego, y le dota a los suyos de una memoria y de una identidad, pasada y presente.
De estos temas, de la mano de Paul Ricoeur y su célebre Tiempo y narración, se nutre el artículo de Luis Vergara Anderson, “Discusiones contemporáneas en torno al carácter narrativo del discurso histórico”, publicado en 2005 en la revista Historia y Grafía. En el texto se propone someter a juicio y a debate el carácter narrativo del discurso histórico en los territorios pantanosos de la posmodernidad (otro gran meta relato, por cierto), a fin de delimitar la frontera que hoy en día la historiografía puede establecer entre ficción y verdad, entre la ciencia del saber histórico y el arte de narración literaria, en busca de un punto de encuentro, de su necesaria reconciliación.
No hay que darle más vueltas. Lo dijo Aristóteles, y lo dijo Ricoeur y lo dice Vergara: “la función de la trama es la conformar un todo, una unidad, una concordancia, a partir de una serie de elementos discordantes entre sí, una unidad con principio, medio (o desarrollo) y fin”. Anverso y reverso del tejido del tiempo, conjunciones y disyunciones entre el pasado y el presente, no hay manera, me parece, de cuestionar o de negar a estas alturas “el carácter necesariamente narrativo del discurso histórico”.
Si en 1929 la escuela de los Annales emprendió la narración de la larga duración, un hueso estructural despojado de la carnita de los acontecimientos mundanos, humanos y seculares, el siglo XXI representó para la historia una “retorno al acontecimiento”, un volver a prender los reflectores en el teatro de las acciones humanas, que necesitan y exigen de un relato para ser contadas, comprendidas y compartidas en su infinita diversidad.
Hace cien años los poetas surrealistas se dieron a la tarea de otorgarle al territorio de los sueños las credenciales de una verdad estética, entregándose al mero goce creativo que prescinde de la racionalidad del relato, para habitar desde otro lugar simbólico la casa de las palabras. Acaso los historiadores del siglo XXI han despertado de ese otro sueño que fueron las grandes narraciones teleológicas, o las cordilleras agrestes e inescalables de la verdad rankeana, para arrimarse nuevamente a la hoguera de las simples narraciones sobre el pasado, que congregan y seguirán congregando a la tribu en la gran noche de los tiempos.
Colofón
Moralista arrepentido, que le dio la espalda a su antiguo vocación magisterial; hasta hace unas décadas dueño de una verdad absoluta que lo hacía carcajearse como el científico loco que ha dado con la fórmula para destruir al mundo (el historiador moderno no lo quiso destruir, pero si dominar con leyes y estructuras predeterminadas, con el ímpetu del vaquero que monta al potro salvaje para domeñarlo); el siglo XXI de alguna manera le ha permitido al historiador no darle por completo la espalda a la historia como maestra de vida, o como saber científico. ¿Es posible reconciliarnos al menos en parte con estas dos antiguas pretensiones?
Sus verdades son ahora más modestas y sus enseñanzas menos grandilocuentes, pero en ambos casos –ya como científico sin bata o como profeta sin báculo– es en la narración, en el lenguaje, y por lo tanto en la palabra escrita, donde habrá de reconciliarse con su vocación. Ello sin aun aspira a recuperar un lugar -no ya “el lugar” sino apenas “un lugar”–como custodio de la memoria de la humanidad.
Un fabulador de relatos verificables, sentado a la derecha del narrador de ficciones -quien mejor domina el balón de la imaginación-, del ensayista –orfebre y maestro en el arte de la prosa–, y del poeta -amo y señor de la metáfora, exégeta y demiurgo del lenguaje-.
Alejado de sus viejos mecenas, o verdugos: el poder político, los ideólogos universales y sus dogmas, la nación y sus ficciones, los militantes y sus credos.
Y, finalmente, en diálogo con las otras disciplinas y saberes de su tiempo, siempre y cuando se reserve para si el último paso de esa colaboración interdisciplinar: la escritura documentada, rigurosa, y creativa del tiempo transcurrido. En ese orden.
A mi entender, a ciertas escrituras de la historia en el presente más que un filósofo hegeliano, un diván en el consultorio del hermeneuta crítico, u otro legajo por revisar en el Aleph inagotable de los archivos, les hace falta un diccionario. Para que al final de su jornada el historiador pueda afirmar, como se apunta en el célebre poema de Octavio Paz: “…también soy escritura, y en este mismo instante, alguien me deletrea”. (Hermandad).
Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo
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Posted: December 18, 2024 at 11:55 pm