México: la primera crisis del siglo XXI
Roberto Salinas León
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Se cumplen treinta años de la crisis económica de 1994, el famoso “efecto tequila”. Más allá del eterno debate sobre las causas de la devaluación, sobre si fue consecuencia de heredar una “economía sostenida con alfileres”, o sobre si fue el “error de diciembre”, este dramático episodio en la historia moderna de la economía mexicana arroja lecciones capitales, tanto para el entorno actual como para el futuro del sistema financiero nacional e, incluso, internacional.
La crisis cambiaria de 1994 fue caracterizada como “la primera crisis del siglo XXI”. Los capitales que sustentaban el frágil marco financiero de nuestro país, el cual sufrió una tormenta perfecta de choques externos durante ese trágico año (el asesinato de Colosio, el asesinato de Ruiz Massieu, el aumento de las tasas de interés en EUA, el levantamiento armando en Chiapas), se esfumaron con una rapidez no antes vista, ante el anuncio de un ajuste en el techo de la banda de flotación cambiaria. Las reservas internacionales desaparecieron, lo que obligó a las autoridades monetarias a la flotación del peso contra el dólar.
Ello fue posible gracias a la sofisticación de sistemas de comunicación financiera, que hizo factible el movimiento “violento y virulento” de divisas. Y, por lo mismo, el “efecto tequila” trascendió las fronteras nacionales contaminando el sistema financiero internacional. El sistema de tipo de cambio ultra-fijo en Argentina estuvo a punto de caer. Varios otros países sintieron los efectos del terremoto cambiario. La credibilidad se colapsó y se cumplió la profecía de López Portillo: “presidente que devalúa, se devalúa”. Vaya ironía tan exquisita pero cruel.
Una lección fundamental de la crisis cambiaria mexicana fue descrita por el semanario The Economist: para el marco de políticas públicas de un mercado emergente (como el nuestro), un nuevo flujo de capital externo debe ser considerado, siempre, como un episodio transitorio; en contraste, una salida de capitales debe ser interpretada como un fenómeno permanente. Esta idea conduce a una filosofía del manejo de políticas públicas como un delicado ejercicio de risk-management: esperar lo mejor pero estar preparados para lo peor. A la vez, este enfoque nos obliga a considerar la confianza como la base para la estabilidad y futura prosperidad del país.
En la práctica, ello se traduce en mantener finanzas públicas sanas, emplear criterios rigurosos de costo-beneficio para el ejercicio del gasto público, mantener la máxima transparencia en el quehacer diario del gobierno y, sobre todo, garantizar los derechos de propiedad de los individuos así como los contratos entre agentes económicos. La prudencia de políticas económicas así concebidas incrementa la probabilidad de que la captación de capitales sea permanente y limita la posibilidad de que esos mismos capitales huyan a otros destinos.
La realidad actual, sin embargo, es diferente. La economía mexicana está dejando grandes cantidades de capitales sobre la mesa al repudiar este marco de políticas públicas como legados nefastos de la “larga noche neoliberal” y, a la vez, emprender fantasías nacionalistas como Mexicana de Aviación, el Tren Maya o la refinería Dos Bocas.
Una segunda lección importante de la crisis del “efecto tequila” es no interferir con el tipo de cambio. Los avances en la tecnología financiera a partir del nuevo milenio han generado un nuevo consenso cambiario: si se adopta un tipo de cambio fijo tiene que ser ultra-fijo; pero si se adopta un esquema de flotación, esta debe ser lo más limpia y transparente posible. Unas voces (me incluyo entre ellas) abogaban a principios del siglo por una dolarización de la economía mexicana; o su equivalente, implementar una moneda común en la región norteamericana. Varios estudios confirmaban, en ese entonces, que aun suponiendo volatilidad cero en los tipos de cambio de México, EUA y Canadá, el costo de transacción para todas las operaciones intra-comerciales en la región sería menor con una moneda en común que con tres unidades propias.
Empero, con el beneficio de la retrospectiva, a pesar del colapso de confianza en las instituciones monetarias en 1994, el esquema cambiario de flotación ha resultado ser muy exitoso. Sabemos una sola cosa a ciencia cierta: el tipo de cambio peso-dólar se puede ir arriba o se puede ir abajo. La pretensión de vaticinar un nivel cambiario con exactitud supone la vanidad cuasi-divina de saber cómo se comportarán todos los movimientos de capitales dentro y fuera del país. La gran virtud de la flotación cambiaria es que la paridad peso-dólar la determinan los agentes que participan en el mercado de oferta y demanda: inversiones, reparticiones, turismo, remesas, futuros y operaciones cotidianas de compra-venta de divisas.
Existen reglas claras para le intervención directa del banco central. Si la paridad se deprecia en forma súbita y acelerada se pueden usar hasta un cierto nivel de reservas (por día), lo cual sirve únicamente para “suavizar” el ajuste más no para frenar un episodio de depreciación. Por otro lado, existe una forma en la que el banco central sí “interviene” en el mercado cambiario por medio de la acumulación de reservas internacionales. Ello genera una demanda adicional (y algo tramposa) de dólares, lo que evita una apreciación del tipo de cambio si esos dólares circularan libremente en el mercado cambiario. Para neutralizar el impacto inflacionario de la compra de dólares, el banco central emite un instrumento de deuda a tasa de interés local (digamos 10% en los niveles actuales) para comprar dólares a precios de subasta preferenciales, pero los invierte en un portafolio “conservador” que, a lo mucho, rinde entre 3% y 4%. Se trata, en palabras de una reconocida personalidad, un “arbitraje a lo pendejo”.
En estricto sentido, un sistema de flotación no requiere reservas internacionales. Estas sirven más para una buena imagen de solvencia financiera, lo que sin duda apoya en temas como el grado de inversión o la participación en mercados de capital. Empero, en el momento que un político decida “meterle mano” a las reservas, ya sea para sostener la paridad, o peor, para financiar otra lista de ocurrencias, estaremos en la antesala de otro cínico episodio de política cambiaria con dimensiones caninas.
México se vio obligado a realizar la transición a la flotación debido a que “no había de otra”. Se acabaron las reservas requeridas para sostener el tipo de cambio en una banda predeterminada. Pero, a tres décadas, podemos afirmar que aquello fue una bendición en la desgracia. Al precio de la paridad, sobre todos los demás, que “no le metan mano”.
Una tercera lección fundamental es que no se debe vincular el tema cambiario con las exportaciones. Es común, y ciertamente lo fue después del desastre cambiario del 94, que la depreciación cambiaria es necesaria para fomentar la competitividad de las exportaciones. Este es, por mucho, el gran mito genial de la crisis del “efecto tequila”. En materia cambiaria, la confianza es todo. A partir de la devaluación surgieron múltiples casos en el sector de pequeña y mediana empresa que se quejaban sobre las altas tasas de interés, el repunte de la inflación y la severa contracción económica ocasionada por la crisis. En 1995, sin embargo, las autoridades presumían de haber logrado un superávit comercial, lo que era predecible: ante la caída de la demanda interna y la nueva estanflación las importaciones sufrieron una fuerte contracción, mientras que la acumulación de inventarios se colocó en mercados al exterior. El “saldo favorable” en la balanza comercial fue, pues, una vil posverdad.
Además, la tesis de que las exportaciones requieren de una paridad débil constituye un espejismo. México ha presenciado un aumento casi espectacular en el nivel de exportaciones, pero esto se ha dado tanto en episodios de volatilidad cambiaria como en épocas de “super peso”. El año pasado se alcanzó una cifra récord en ventas al exterior, además de un portafolio de ventas altamente diversificado, aun con una paridad peso-dólar que llegó a romper la barrera sicológica de 16 pesos por dólar. Si se deprecia la paridad, cambia la contabilidad que mide las ventas al exterior: los salarios de los trabajadores, por ejemplo, disminuyen, medidos en dólares; y las utilidades aumentan, también medidos en dólares. La “competitividad” o calidad del producto vendido no cambia en absolutamente nada.
Un país nunca se fortalece, o aumenta su competitividad, con una moneda débil. El tipo de cambio, en una economía abierta es, en el largo plazo, un espejo de la confiabilidad del régimen de inversión.
Hay, sin duda, varias otras lecciones que arroja este dramático momento en la historia económica del país. Existe una lección final, sin embargo, que es poco comentada: el efecto tequila en los mercados financieros generó un efecto corolario en la imagen de las reformas pro-mercado como causantes de crisis inevitables. Este fenómeno se repitió a nivel mundial en la Gran Recesión en 2008-2009. Es un caso por excelencia de delito por asociación: una devaluación o crisis financiera también genera una dramática devaluación de ideas—cuyas consecuencias en la vida cotidiana de los mexicanos estamos sufriendo ahora, casi en su totalidad.
Roberto Salinas León (Ph.D. en Filosofía y Teoría Política, Universidad de Purdue) es director de asuntos internacionales de la Universidad de la Libertad y presidente de Alamos Alliance, uno de los coloquios económicos más importantes en América Latina. Ha publicado en diversos medios como El Economista, Forbes, Nexos, The Wall Street Journal, Investor’s Business Daily, y varios otros. X: @rsalinasleon
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Posted: January 29, 2025 at 8:26 pm