Del legado de Goethe, o cuando el mundo existe más allá de las propias narices
Efraín Villanueva
MacGregor compara la revolución provocada por Las penas con la de La naranja mecánica de Anthony Burgess, en cuanto “puso la violencia en un nuevo e impactante contexto, obligando a la gente a enfrentarse a un aspecto del comportamiento humano que preferirían evitar”.
En su cuarto cumpleaños, en 1753, Johann Wolfgang von Goethe recibió un teatro de marionetas. A través de las obras que recreaba con aquel juguete, el pequeño aprendió la posibilidad de escenarios imperceptibles por los sentidos, que surgen y se desarrollan en la mente y son capaces de romper los límites de la realidad. Esos títeres fueron su primer contacto con la ficción, su semilla literaria, como el Goethe escritor afirmaría muchos años después.
Para Johann Caspar, su padre, en cambio, las marionetas serían el origen de preocupaciones. Añoraba que sus hijos adquirieran habilidades que le permitieran asegurar seguridad social y financiera y aspiraba a que su hijo se convirtiera en abogado A regañadientes, Goethe inició sus estudios jurídicos en la Universidad de Leipzig, a la que su padre también había asistido. La insatisfacción de malgastar su vida en un objetivo en el que no creía contribuyó a su carácter rebelde. Abandonaba las clases de derecho para asistir a las de poesía y derrochaba su tiempo libre con amigos.
No todo fue negativo. Fue en Leipzig en donde Goethe se atrevió a sus primeros intentos creativos: poemas dedicados a Kätchen Schönkopf, su primera novia. Sin embargo, nunca estuvo satisfecho con su calidad literaria. Para el historiador británico Neil MacGregor, la razón de su inconformidad tenía que ver con los referentes a su disposición. Goethe deseaba encontrar maneras directas de expresar sensaciones que experimentaba con pasión severa. Pero la literatura alemana de la época “estaba modelada en el estilo francés –refinado y restringido por convenciones clásicas”, como afirma MacGregor.
Luego de tres años de estancamiento universitario, su padre le pidió regresar a Frankfurt. Pero como no perdía la ilusión de verlo convertido en abogado, volvió a inscribirlo a la escuela de leyes; esta vez, en la Universidad de Estrasburgo. Una decisión que se convirtió en un acierto para su padre, para Goethe y para la literatura universal. En Estrasburgo, Goethe se tropezó con las obras de Shakespeare y nada volvió a ser igual para él: “la primera página que leí me cambió para el resto de la vida. Salté por los aires y, por primera vez, sentí que tenía manos y pies”.
La condición humana
Animado por su descubrimiento, Goethe se embarcó en la escritura de su obra prima, Las penas del joven Werther, un adolescente que sucumbe al suicidio luego de enamorarse de una mujer comprometida. El libro fue un éxito y se convirtió en una especie de culto entre los jóvenes lectores, quienes no solo adoptaron el estilo de moda de Werther, sino que también, en no pocas ocasiones, decidieron tomar su vida con sus propias manos, como el protagonista de la historia.
MacGregor compara la revolución provocada por Las penas con la de La naranja mecánica de Anthony Burgess, en cuanto “puso la violencia en un nuevo e impactante contexto, obligando a la gente a enfrentarse a un aspecto del comportamiento humano que preferirían evitar”. Con Las penas, y gracias a lo que aprendió de Shakespeare, Goethe encontró la forma de reflejar la esencia y crudeza de los pensamientos, sentimientos y emociones humanas y transmitirlas con la fiabilidad y transparencia que no había logrado anteriormente.
Su éxito literario también le trajo fama y lo convirtió en lo que hoy llamaríamos una celebridad. Weimar, la ciudad a la que se mudó luego de la publicación de Las penas, recibía turistas entusiasmados con la idea tropezarse con el eminente autor alemán o de conocer, así fuese por fuera, su residencia –hoy es considerada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Su popularidad llegó a oídos de Napoleón, con quien Goethe llegó a reunirse en una ocasión; se desconoce el contenido de su charla, solo que Napoleón deseaba en conversar con el autor de uno de sus libros preferidos.
El emperador francés no fue la única personalidad que se interesó por el renombrado autor. El soberano del ducado de Sajonia-Weimar, Carlos Augusto, era un adolescente de apenas diecisiete años quien, fascinado con la lectura de la trágica existencia de Werther y su admiración por Goethe, le ofreció al autor una posición dentro de su séquito. Esta nueva situación le permitió viajar, conocer a otros escritores y le otorgó la libertad de escribir sin las penurias de preocuparse por el dinero. De una forma que ninguno de los dos podría haber anticipado, Goethe logró la seguridad financiera que su padre tanto anhelaba para él.
El éxito de Las penas, sin embargo, es mucho más grande que las consecuencias que trajo a la carrera de su autor. Con esta novela, la literatura alemana, y su idioma, traspasó sus fronteras nacionales y logró interés y reconocimiento en el resto de Europa.
Europa se extiende más allá del norte
Gracias a Shakespeare, Goethe escarbó en el interior de la condición humana a través de la palabra escrita. Pero con el pasar de los años sintió que ya no le era suficiente con esto, que la vida existía más allá de su propio cuerpo y mente, más allá de Alemania y del norte de Europa. Tenía treinta y siete años cuando decidió visitar Roma, en donde aprendió de los clásicos romanos, de los mitos griegos y se empapó de la cultura del sur del continente.
Como hizo con Shakespeare, Goethe incorporó sus nuevas experiencias en la literatura. Ifigenia en Taúride, por ejemplo, fue inspirada por Ifigenia entre los Tauros del poeta griego Eurípides. Para MacGregor, Goethe estaba “forjando una nueva estructura en la cual los logros [culturales] del Mediterráneo podían combinarse con la herencia del norte [de Europa]”.
Desde aquel momento, la curiosidad de Goethe explotó. Se interesó por entender el mundo tanto como le fue posible. Coleccionó y estudió diferentes especies de plantas. Leyó poesía persa. Se interesó en la anatomía animal y realizó investigaciones en el cráneo de un elefante, que más tarde lo llevaría a descubrir, en el cráneo humano, el hueso premaxilar, o hueso incisivo. El “Goethe Knochen”, como lo llaman los alemanes.
Durante esta época de exploración múltiple, Goethe no abandonó la literatura. En 1790 publicó el primer fragmento de Fausto, su trabajo sublime, el más recordado, estudiado y leído hasta hoy –una obra que escribió y reescribió durante toda su vida. Heinrich Faust, el protagonista, es un académico que pacta con el diablo: su alma a cambio de satisfacer todos sus deseos, que incluyen la necesidad de aprender todo lo que es posible aprender.
Más grande que su autor
Como ocurrió con Las penas, Fausto tuvo repercusiones más allá de vida de Goethe y de su carrera literaria, como lo sugiere Anne Bohnenkamp-Renken, profesora universitaria de la Universidad Goethe de Frankfurt. En el siglo XIX, el libro fue “un símbolo de la energía de una Alemania en desarrollo”. Durante la Segunda Guerra Mundial, los nazis lo asociaron con la idea del “alemán que siempre lucha y triunfa al final” –aunque olvidaron mencionar, a propósito, la admiración que Goethe había expresado por culturas extranjeras. Para los comunistas se trataba de “un símbolo de su visión de soledad”. Para las generaciones actuales, reacias a las exaltaciones de la identidad alemana, Fausto representa los peligros de “pensar sin reflexionar sobre las consecuencias políticas y sociales de ciertas ideas”. Gustav Seibt, académico experto en Goethe, aventura una perspectiva opuesta a la de Bohnenkamp-Renken: la de la multiculturalidad alemana. Para Seibt, el trabajo de Goethe despierta admiración por haber sido un escritor interesado en conocer otras culturas, no solo del sur de Europa, sino también más distantes, como las culturas asiáticas, serbias y del mundo islámico.
Es claro, por supuesto, que la intención de un escritor con su obra desaparece en el momento en el que el lector empieza a leer. Las interpretaciones sobre Fausto y sobre la figura de Goethe han sido muchas y la puerta continuará abierta para el futuro. De lo que sí no hay dudas es que Fausto es la obra literaria más emblemática de Alemania. Que Goethe es el autor alemán clásico por excelencia. Que su legado, que continuamos honrando 190 años después de su fallecimiento, es el de un escritor incansable durante sus 83 largos años de vida. Que se atrevió a explorar más allá de lo obvio. Más allá de sí mismo. Más allá de la realidad en la que nació. Del mundo que lo recibió. Ciertamente, mucho más grande que un teatro de marionetas.
* Con información de Germany – Memories of a Nation (Penguin Books, 2016) de Neil MacGregor.
Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.
Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); Arcadia, El Heraldo, Pacifista!, Vice, Revista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de México; Roads and Kingdoms, Iowa City Little Village Magazine, Literal Magazine, Iowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.
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Posted: November 15, 2022 at 10:40 pm