Fiction
El mismo silencio

El mismo silencio

Adolfo Calderón Sabido

[El mismo silencio es una novela polifónica situada durante el gobierno del general sinaloense Salvador Alvarado en Yucatán. Aquí ofrecemos tres fragmentos que perfilan a sus protagonistas y sus tribulaciones]

Salvador Alvarado

Raquel, quizá yo también esté perdiendo la razón. No puedo parar de escribir para contarte todo. Siento que es la única forma de tenerte cerca.

¿Recuerdas a Mateo, el joven que se unió a nuestras filas y resultó tan buen elemento? Sabes bien cómo era. Sin embargo, la mente se le nubló debido al alcohol y a que Hilario, su hermano, cometió la estupidez, en esta tierra de doble moral, de violar a una mujer. Entenderás, tuve que ser inflexible. De nada hubiera servido todo el esfuerzo hecho por reivindicar a la mujer en el Congreso Feminista, sin un castigo ejemplar. Mateo quizá pudo no entenderlo y, no obstante, cuando se enteró de mi decisión, me ofreció su lealtad. Sus palabras me sonaron vacías, dudé si debía perdonar la vida de su hermano. No podía hacerlo. La casta divina ha regado por todas las esquinas que somos una horda de incendiarios, estupradores y ladrones, una maldición que cayó sobre los yucatecos. Comprenderás, Raquel, que no tenía otra opción.

Te confieso que ya avancé algunas páginas de mis apuntes sobre las condiciones en las que se encuentra Yucatán. Por el momento carecen de título. He pensado en palabras como “Revolución” o “Constitucionalismo”, aunque la segunda aludiría inevitablemente a Carranza y prefiero un nombre que vaya más acorde con lo que pasa aquí.

A veces me imagino a tu lado, viviendo las delicias de la invisibilidad: pienso en cómo hubiese sido mi vida de haberme conformado con ser un asalariado, sin más rutina que la de ir al trabajo a cumplir un horario y después regresar a casa. Una vida sin traiciones, sin tener que depender de las decisiones del barbón de Carranza. Ser alguien sin esta maldita ansiedad en el pecho que impide dormir. Corrijo: puedo dormir bien, el problema es vivir de prisa, siempre con los ojos abiertos. Padecer despierto. Raquel, no puedo más y pienso que quizá detrás de mis ansias por reformar leyes, fundar escuelas, liberar a los indios, sólo está mi absurdo personalismo. Cómo quisiera volver a tus brazos, tomarte de la mano y gritarle al mundo que se equivoca, reír y escuchar tu voz, que me dijera: “usted sabe que lo quiero demasiado”. Porque siempre me has tratado de “usted”, hasta para mentarme la madre. Ansío tener la única responsabilidad de amanecer a tu lado. Te extraño en estas palabras delirantes. Entiendo, por fin, cuánto te necesito.

También debo contarte sobre Laureana, la joven que conocí en Palacio de Gobierno.

Todas las noches, después de poner traba a la puerta, en cueros, calzo mis botas y escribo.

Las ideas fluyen en cuanto dejo de ser Salvador para convertirme en un simple hombre desnudo que narra. En una tarde calurosa, como son la mayoría en Yucatán, la vi de nuevo en la casa de sus padres: una casona de paredes altas cubiertas de cuadros al óleo, su salón tiene al fondo una terraza amplia, con muebles de madera y un jardín bien cuidado. Allá estaba Laureana con el pelo recogido y un vaso de agua en la mano.

—¿Quién es en verdad usted, general Alvarado?

Le expliqué que había nacido en Culiacán, aunque la mayor parte de mi niñez la viví en Potam, cerca de un río yaqui. Le conté también de las ocasiones en las que vi a los influyentes del pueblo: el comisario de policía, el juez y los oficiales del ejército embriagarse y cometer toda serie de desmanes.

Le dije que mi padre era boticario, oficio al que me dediqué un tiempo hasta que supe que, si seguía en la farmacia, no lograría trascender, por lo que vendí todo para viajar a Cananea.

—¿Siempre hace usted eso?

Sonreí tratando de disimular mi sorpresa.

—¿Y qué es lo que hago? —pregunté.

—Echar mucha verborrea.

Se echó a reír y luego agregó abruptamente:

—¡Nos vamos a morir!

—Pues claro que nos vamos a morir —alcancé a responder, escondiendo el coraje.

—¡Míreme y déjeme terminar mi idea, general!

Volteé y me topé con su mirada fija.

—¿Recuerda a su abuelo?

—Claro que recuerdo a mi abuelo. Le decía Tito Alvarado —respondí.

—¿Y su bisabuelo? —dijo de nuevo.

Traté de hacer memoria. Tras unos minutos le dije:

—No, no lo recuerdo.

—Ya ve, es el tiempo en el que tardamos en desaparecer. Su bisabuelo ya no existe más y nadie se acuerda de él. ¡De qué sirve hacer tanto en la vida si al fin de cuentas nos vamos a morir y nos van a olvidar más rápido de lo que dura un caramelo en la boca de un niño!

La expresión de su rostro afirmaba estar convencida de la que parecía su causa más profunda.

Una semana después, en Tixkokob, a pesar de que Laureana imaginaba que podría desatar las habladurías, me acompañó a una gira. Tras el recibimiento nos ofrecieron una comida. Ahí un cuarteto, con el contagioso ritmo de “Despierta” —una canción de melosa letra: “qué triste estarás mañana y qué triste estaré yo”—, me hizo contonear el cuerpo. Quién diría que esa música sentimental curaría por un momento la culpa que me enfermaba. Al terminar nos llevaron a un lugar para descansar en lo que iniciaba la siguiente reunión. Fue allí, en la primera pieza de esa casa, donde la acerqué hacia mí, enardecido, tal como lo hice contigo en Catemaco, mientras las brujas se convertían en bolas de fuego. Laureana deslizó una mano en mi bragueta. Te cuento, Raquel, que jadeamos y fornicamos: Laureana se llevaba la mano a la boca conteniendo los gemidos. Yo temblé y, después de vaciarme, todo volvió a ser insípido.

Así nos dormimos, desnudos, y cuando desperté sentí el impulso de hablarte. Encima de su vestido color salmón estaban mis botas y fue lo único que alcancé a ponerme antes de encaminarme hacia el escritorio. Allí fue donde inició el ritual de escribir desnudo.

 

Olegario Medina

El Vedado, Cuba

Estimado Cristino:

He leído con horror tu carta y no he podido apartar la indignación, la impotencia de estar aquí mientras esos barbajanes destruyen lo que con tanto esfuerzo construimos.

Cristino, la dureza de tus palabras me hizo darme cuenta. Tienes razón, fui un iluso al creer que sería suficiente con financiar al ejército de Argumedo, que resultó un pelotón de indios blandengues. Nada se pudo hacer en contra de ese engendro maligno de la patria, héroe mediocre de gente ignorante que ganó la batalla en Halachó con pandillas de soldados sedientos de sangre, malnacidos que acribillaron a todo el que pudieron.

Los paisanos exiliados me cuentan de la fiesta en Mérida cuando Salvador llegó entre aclamaciones salvajes y vivas a la revolución. La muchedumbre agitada, indios ingratos que se postran ante los vencedores y que cambian de ídolo como una serpiente muda de piel.

Lo sé todo. La marcha y los discursos en nuestra contra; que si la religión es el flagelo del pueblo; que hay que acabar con la casta divina, como ahora nos dicen injustamente, cuando soy y no lo olvidode origen humilde y busqué el progreso. ¡Si fui hasta maestro de escuela! Ahora salen con esas falacias de que la peor lucha es la que no se hace. ¡Puras blasfemias bolcheviques!

Nadie impidió que ese cubano, el negro Timbilla, de pies deformes, bailoteara y gritara improperios encima del Cristo de las Ampollas y que la plebe embravecida arrastrara la imagen por las calles, dejando marcas en la madera como huella de su fanatismo. Me lo contaron todo. La escena de los soldados exaltados, engreídos, maldiciendo al cielo mientras, encaramados en sus caballos, entraban al templo dejando en las paredes la pestilencia a estiércol y a sudores.

Es indignante este ataque artero. Pero nada me duele más que la pasividad de los meridanos timoratos. ¿Cómo pudieron permitir que un foráneo atentara contra su Dios?

Cristino: recuerda que la intriga causa más bajas que las balas. Si no actuamos pronto, se afianzarán en el poder. Todavía estamos a tiempo de enderezar las cosas, no podemos dar pasos en falso. Tenemos que estar unidos.

La muchedumbre no necesita libertad. Las masas requieren un padre que las guíe.

Pasando a otra cosa, es necesario que encuentres a Encarnación y la envíes en el primer vapor rumbo a Cuba. Por favor, Cristino, hasta ahora no me has dicho nada. ¿Sabes algo de ella?

Olegario Molina Solís

 

Mateo

Estamos en La casa de Goya Soch. Comemos tacos de cochinita y bebemos ron. Un relamido de alta estatura, entacuchado en traje fino, cuello almidonado y sombrero de copa, entra al lugar y se encamina hacia nosotros.

—¿Puedo invitarle unos tragos? —murmura, dirigiéndose a mí.

—¡Al grano! ¿Qué quiere?

—Lo que tengo que contarle es muy delicado —dice. Se quita el sombrero.

Pareciera que va a decirle algo a Romina, pero ella se le adelanta.

—Romina, mi nombre es Romina—dice, señalándole una silla frente a mí.

—¿Le suena a usted el nombre de Olegario Molina?

—¡Voy por los tragos! —dice nerviosa la mujer, levantándose de la mesa.

—¡Claro que sé quién es el tuerto ese!

—Lamenta mucho la muerte de su hermano Hilario.

Al escuchar sus palabras, me levanto de la silla, desenfundo y le apunto al rostro.

Tras un silencio, los parroquianos salen a prisa del lugar.

—¡Repite lo que dijiste! Mi Colt es el bálsamo de la verdad. ¡Si es mentira, Colt lo sabrá y te escupirá una bala en los sesos!

Él se mantiene callado por un momento.

—Don Olegario no tuvo nada que ver.

Apuntándole ahora a la sien, pienso en el rostro destrozado de Hilario. También, en los rumores divulgados por la casta divina: la que quizá fue la verdadera causa de su muerte. En mi padre, tambaleante a la orilla del río, la tarde aquella en Cananea cuando convencí a Hilario de enrolarnos.

—¡Peel a na’, don Mateo! ¡Nos está perjudicando el lugar! ¡De por sí están bajas las ventas y viene usted a espantar a los clientes! —grita Romina.

Su voz me distrae. La miro caminar hacia nosotros con los tragos en la mano. Guardo el arma y empino el ron.

—Lleva una botella al cuarto, que este… ¿Cómo te llamas? —pregunto al relamido. Él extrae un pañuelo de la solapa del saco y se lo pasa lentamente por la frente llena de sudor. Romina se adelanta de nuevo:

—Cristino, se llama Cristino.

—¡Dile a tu patrón que conozco sus intenciones, así que cállate y vete a la mierda!

Antes de abandonar la mesa, le digo:

—¡Paga la cuenta!

Tomo del brazo a la mujer y nos encaminamos al cuarto.

——–

Adolfo Calderón Sabido. Nació en Tixkokob, Yucatán, México. Egresado de la Escuela de Escritores “Leopoldo Peniche Vallado”. Ha publicado los libros Enjambre y Textos enajenados y otras dispersiones, ambos en 2016. Forma parte de Atorrantes, colección de autores yucatecos (2018) y de Palabras y miradas II, antología dedicada a Mérida. Ganador del Premio Estatal “Tiempos de Escritura” con El mismo silencio en la modalidad de novela corta.

[1] El mismo silencio (Nitro/Press – Sría. de Cultura de Yucatán, 2021), ganadora del premio estatal Tiempo de Escritura, 2020, en la categoría de novela breve.

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Posted: August 11, 2022 at 8:30 pm

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