Essay
Las ausencias aparentes

Las ausencias aparentes

Guillermo Fajardo.

Acaso las narraciones que calan los huesos son aquellas que, a propósito, no delimitan el objeto ni sus contornos por temor a perder en especificidad lo que se gana en ambigüedad. La tecnología y los descubrimientos científicos ponen sobre la ficción una losa incómoda aunque no por ello inaccesible: la de encontrar resquicios narrativos para estremecer, en el caso de la literatura de terror o de lo extraño, al lector. Con los múltiples descubrimientos que se suceden, molestos y en avalancha, día a día, el escritor tiene que pensárselas dos veces antes de atribuir una enfermedad a algún delirio divino o evento inexplicable. El científico está ahí para recordarnos que pequeñísimos seres, invisibles a la vista, son los responsables de la debacle de cualquier organismo humano.

La victoria de Donald Trump devuelve, de cierta forma, alguna coherencia a la ficción: sus mentiras son la envidia de cualquier novelista que busque engañar a sus lectores. La literatura, asediada por la narrativa política y tecnológica se da de bruces, a veces; buscando, en círculos, casi siempre, alguna nueva mentira que parezca verdad. Tejiendo la tinta entre las manos el escritor es, básicamente, un buscador de recursos para impresionar. Un organillero que busca entre las distintas notas de su instrumento una coincidencia extraña o una mirada de aprobación del que distingue una nota distinta, acaso una frase benevolente.

Viene a cuento mi digresión porque después de leer un cuento de Amparo Dávila (Zacatecas, 1928) que viene en su compilación Muerte en el bosque (1959) llamado El huésped, no pude dejar de pensar en las coincidencias que tenía con Casa tomada de Julio Cortázar (Bruselas, 1914- París, 1984) y con Otro zoo de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958). Los tres escritores se valen de los contornos de la ambigüedad en el objeto narrado para proponer narraciones escalofriantes. Parece, pues, que de lo que se trata es de establecer un parámetro de lo extraño para conseguir bombardear al lector con una materia fraguada de duda. En El huésped una mujer con dos niños, infeliz, en una casa apacible pero con un marido que la veía “algo así como un mueble”, narra la llegada de algo que trae el marido. La única descripción de Dávila es que aquello era “…lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo…” Esa es la única descripción que tendrá el lector de aquello. La constante se repite a través de la antología de Dávila, pero ninguna muestra tan obvia —por la ausencia de descripción de la amenaza— que ésta. Así, en pocas páginas, la duda sobre lo que aquello es invade, más que cualquier otra cosa, la imaginación del lector. Inflamado por la peregrinación del qué, quien lee el cuento recibe un golpe de incomodidad, que no llega a transmutarse en miedo sino, quizá, en una duda perversa, en una silueta de lo extraño, una conmoción aparente.

El más famoso de estos cuentos, Casa tomada, de Julio Cortázar, narra la vida de dos hermanos que viven en una casona, aparentemente felices. Dice el narrador: “No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba”. Una vida llena de dichas en donde todo se interrumpe cuando algo o alguien comienzan a tomar partes de la casa. Los personajes caen en una especie de olvido acordado después de que aquello toma parte de la casa. Parecen otra vez felices hasta que la desgracia vuelve a presentarse. La economía de Cortázar para ponerle pies a la narración nos lleva a un final esperado pero no por ello menos sorprendente pues nos avisa de un mal innominado, quizá demasiado peligroso para siquiera ser nombrado por los hermanos o señalado por el propio Cortázar. Es como si el escritor traspasara el umbral de la ficción para acordar con nosotros que aquello realmente sucedió y que es mejor dejar testimonio de ello y después olvidarse y salir del cuento —al igual que los hermanos salen de la casa— indemnes pero totalmente vueltos hacia un lienzo negro de inexactitudes, dudas y pocas certezas.

Por último, Otro zoo, de Rodrigo Rey Rosa, retoma estas lecciones y las vierte en un cuento en donde una niña desaparece, misteriosamente, del lado de su padre en un zoológico después de que éste mire a lo alto y la pierda de vista. El zoológico, dice el propio padre, “estaba vacío”. Conforme la historia avanza el padre, desesperado, busca la ayuda de la policía que, con perros, buscan el rastro de la niña. La encuentran, extrañamente, debajo de un árbol: “Estábamos bajo la sombra del gran matilisguate, y los pétalos color rosa de sus flores recién derramadas, pisoteadas por innumerables pies, formaban una especie de alfombra sangrante sobre el hormigón. Las poderosas raíces del árbol se retorcían por la superficie del suelo, y habían resquebrajado la argamasa aquí y allá, como en las ruinas de una civilización extinta”. El escritor nos pone a la vista un árbol como principal sospechoso de una desaparición. Cuando el zoológico está otra vez vacío, aparece su hija después de que un barrendero le dice que mire el bote de basura que trae. Pero ella ya creció —la niña tenía dos años— y habla ahora como una adulta. Lo único que alcanza a decir es que la han llevado “…a un lugar extraño unos seres extraños” y que aquellos “necesitan agua, mucha agua…”. La niña anuncia una futura invasión por esos seres y se despide. El padre sale del zoo contrariado pero sin llanto y descubre que “…en el espacio de aquel día larguísimo en el zoo mi cabellera que hasta entonces, salvando algunas canas, fue negra, se había puesto casi completamente blanca”. El lector se queda, más que con ningún otro cuento, desorientado. Un paseo por el zoológico se interrumpe debido a un secuestro en pleno día por “unos seres extraños” y el padre acepta el destino de la hija porque “…es destino de padres perder a los hijos”. La direccionalidad del cuento se multiplica y las dudas aparecen en el lector, que ignora las siluetas de esos seres extraños y la participación del padre en todo ello. Hay un dejo de duda y de incomodidad imposible de resolver, que se extiende, como los vinos que persisten en el paladar, por cada uno de los resquicios que permite la duda.

La serena perturbación que provocan en el lector estos cuentos le permite al escritor explorar los derroteros de lo innominado. Lo extraño, en un mundo que se desdobla sobre sus propias geografías y descubrimientos, consigue alterar los sentidos porque nuestra época le pertenece a las certezas de lo objetivo y no a las formas ambiguas de la duda. La tecnología y los avances científicos encuentran su contra narrativa en la ofensiva de la imaginación que los conmina a retirarse, amablemente, al reino de los hechos.

La creatividad anuncia las formas extrañas de lo inefable y su capacidad para defenestrar un trono que nuestra época pensaba ya dominado, corporeizado y asimilable a los sentidos. El secuestro sensorial que Dávila, Cortázar y Rey Rosa ponen a nuestro alcance deslumbra por las geometrías de seres abismales y atemporales que se escapan a los guantes de látex, las batas blancas, el microscopio y demás seres adaptables a las certezas y su orgullo en los descubrimientos que no admiten duda alguna, excepto, claro, la aburrida evidencia de datos y observación en el círculo eterno del método científico y su manera clínica, objetiva, de mirarnos en sus espejos.

Imagen sobre el cuento fantástico, tomada de una página sobre Amparo Dávila

 

Guillermo Fajardo (1989) es escritor. Maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Wisconsin-Madison. Cuenta con tres novelas publicadas, un libro de cuentos de terror y fue incluido en la antología Te guardé una bala (Casa Editorial Abismos, 2015). En 2016 ganó el segundo lugar en el concurso anual convocado por Editorial de Otro Tipo con su novela Los discursos presidenciales. Estudiante de doctorado en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Minnesota- Twin Cities.

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Posted: July 11, 2017 at 9:21 pm

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