Essay
Día de muertos en San José Manialtepec

Día de muertos en San José Manialtepec

Lorea Canales

San José Manialtepec, Oaxaca. El paisaje verde sorprende, acostumbrada al desierto del noreste, este desierto parece frondoso; hay agua, arboles enormes. De un pueblo cercano el Señor Julio Rodríguez Corrida de San Isidro Llano Grande, que tiene setenta años y una esposa casi ciega e inmóvil por la diabetes, recuerda árboles aún más grandes, higueras que en 1955 fueron taladas para hacer la carretera. Él no nació ahí, creció en Solo de Vega y vinieron a la costa porque allá los caciques les quitaban la mitad de lo que sembraban. Cerca de la costa, la tierra estaba deshabitada y se volvieron dueños de sus tierras y su trabajo. Sembraban calabazas –tratamala, chompa y cascadura–, las abrían y tenían –costales y costales de semillas. También sembrábamos frijol chivo, un frijol blanco muy sabroso que sabe bien con pescado. Ahora está a 25 pesos el kilo. Uy, con nopales y pescado es buenísimo–. Recuerda el pasado como un tiempo de abundancia. Me dice –El que te hace mal te hace bien.

—¿Cómo?

—El que te hace mal te enseña algo.

 ***

Recorro en silencio los días de su vida. Han pasado treinta y cinco años desde su nacimiento y aún le prenden velas. Vivió un poco menos de tres meses. Imagino el primer mes, el más emocionante y difícil. Lactancia cada tres horas, cuatro pañales al día. Aquí no hay pañales; vi un tendedero con mucha ropita y me explicaron que lavan tanta como el bebé ensucia. Tampoco hay sapiensas pseudo hippis de mamás que aprenden a leer el ritmo de sus hijos haciéndolos de un lado cuando tienen que ir al baño. Imagino que sí creció, que engordó sus bracitos y cachetes; quiero imaginar que estuvo sano hasta que algo le pasó, poquito antes de los tres meses; quiero pensar que algo le picó y que su muerte fue instantánea. Que pasaron navidad y año nuevo siendo una familia feliz. Quizás nació con alguna enfermedad y los tres meses fueron una larga angustia. Nunca sabré. El cementerio está lleno de tumbitas.

 

***

Esta tumba me conmueve. Parece nueva y tiene dos latas de cerveza. No tiene nombre ni fecha. Pregunto a los vecinos que están juntando palos detrás de la reja si saben de quién es.

—Es una muchacha de aquí.

—Dicen que murió de tristeza—, interrumpe la señora que está con él. Él la mira, desconfiado de ella y de mí.

—Tuvo un accidente—, me dice. Iba en la moto y la atropellaron. Luego ya no se podía mover.

Su compañera mueve la cabeza de lado a lado y baja la vista. Tengo la impresión que se conocían bien.

 

***

Se hace lo que se puede. Palos, bloques de cemento, un montoncito de piedras, algo que marque que aquí yace alguien aunque no tenga nombre. Algo que marque que hubo una vida breve, humilde, olvidada. Se hace lo que se puede.

 

***

Reposar en una mejor tumba no quiere decir que haya tenido mejor vida, pero me es casi imposible no sentir que a él o ella le fue bien. Vivió hasta los 63, tiene un Cristo con un arco de cempasúchiles, rosas, buganvilias, cubetas rellenas de moco de pavo (amaranthus caudethus), un gran techo. Si no tuvo una vida próspera, sí tiene una tumba llena de abundancia. Me provoca admiración y sosiego. Por más que esté bajo tierra, me gusta la sensación de sentirme querida, acompañada. Unos años antes de morir, mi abuela mandó escarchar las ventanas de la cripta familiar.

—¿Porqué abuelita?

—No quiero que se vea el polvo.

Habré hecho cara de “¿cómo crees?”

—Ustedes no tienen la costumbre de ir al panteón.

Han pasado catorce años y no he ido ni una vez. Imagino que habrá polvo. Sin embargo, la quise, la quise mucho y la recuerdo todos los días, aunque su lugar de eterno descanso no lo refleje. Tenía razón, no tenemos la costumbre. 

 

***

Rosario Castellanos prologa su cuento “Las amistades efímeras” con un poema náhuatl anónimo que dice “…aquí sólo venimos a conocernos, sólo estamos de paso en la tierra”. Guadalupe Franco Ramírez nació en 1968 y falleció…, no alcanzo a ver bien; las flores lo cubren todo. Reconozco la rosa, la bignonia azul, el choclo de oro, no sé cómo se llaman las flores que están al frente, que adornan también otras tumbas y cómo es cactácea no requiere de mucha agua. Tampoco sé el nombre de las pequeñas flores amarillas, algún tipo de cempasúchil enano. Pienso en la Dalia, nuestra flor nacional por decreto del Presidente López Mateos. La Dalia es autóctona de México pero su nombre deriva del apellido de Anders Dahl, un botánico sueco; curiosamente, fue un Abate español encargado del Real Jardín Botánico de Madrid, el que decidió dedicarle el nombre de nuestra flor. En náhuatl se conoce como aztaxochitl, y existen menciones de ella. Los mixtecas la llamaban xicaxochitl, flor de jícama porque se reproduce por bulbos. Al conocernos, aunque sólo estemos de paso, lo primero que decimos es nuestro nombre. Aquí los hemos perdido. Me aventuro a especular que en nuestro país hay más tumbas sin nombre y sin tumbas que aquellas propiamente identificadas. Hemos perdido una identidad que aún no recuperamos. 

 

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En su libro Blindspot cuenta Teju Cole que, al final del décimo libro de la Ilíada, Odiseo y Diomedes pasan una larga noche matando a los tracios. “Ambos entraron en el mar y se lavaron el abundante sudor de sus piernas, cuello y muslos. Cuando las olas les hubieron limpiado el abundante sudor del cuerpo y recreado el corazón, metiéronse en pulimentadas pilas y se bañaron”. Las similitudes entre la tumba, la bañera, la cama: lugares donde reposamos en forma horizontal. Al acostarnos, sin pensarlo, cerramos los ojos. “Pulimentadas pilas”, escribe Homero, quien no conoció los mosaicos de Porcelanosa.

 

***

Fabi es la hija de los que cuidan la casa donde me he alojado. Por varios días pensé que se llamaba Fanny, y recordaba el rezo que menciona D.J. Salinger en Fanny y Alexander. “Señor Jesucristo, apiádate de mí.” Pensaba también en la película de Ingmar Bergman, Fanny y Alexander, porque como Fanny, Fabi es muy inteligente y vive entre dos casas. No me sorprende que su nombre suene extranjero, hemos hecho de Melanie, Nicole, Samantha y Ashley nombres populares. Somos un pueblo adaptable y cambiante. Fabi tiene los pies y las manos llenas de verrugas. Se le enciman unas con otras cubriendo casi toda su mano y sus pies. Yo he tenido verrugas también. Tan pronto percibí en mi pie un puntito extraño, busqué en internet. Aprendí que es causado por un virus, papiloma humano, y en la farmacia compré sin receta médica un ácido salicílico que las quema. A Fabi le dan sangre de tortuga para curar sus verrugas, pero no se curan. Las tortugas y su sangre abunda en la costa. La farmacia más cercana está a dos horas de distancia, en Puerto Escondido, pero ahí no venden ácido salicílico, son farmacias para turistas dedicadas a la venta de cremas de protección solar, algún que otro antibiótico, pasta de dientes y pañales. Señor, apiádate de nosotros.  

*Imágenes de ©Lorea Canales

*Este proyecto fue posible gracias al apoyo de Casa Wabi

LoreaLorea Canales es autora de los títulos:  Apenas Marta (Becoming Marta, 2011)  y Los perros (The Dogs, 2013) . Ha sido incluida en diversas antologías. Su Twitter es @loreac

 

 

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Posted: October 31, 2017 at 10:27 pm