Essay
El Juvenal mexicano

El Juvenal mexicano

David Noria

Entre El reyezuelo y Pliegos del autócrata de Adolfo Castañón

En aquella República simulada, la abstención se pagaba con la muerte; la oposición con la cadena perpetua; el voto a favor con la parálisis o el entumecimiento de los sentidos.

Adolfo Castañón, Pliegos del autócrata

 

Ficción romana

Pasaba por la plaza cuando oí los pregones afuera de la tienda de libros. Entré y vi que el viejo Trifón acomodaba unos rollos.

–¡Salud, Trifón! –le grité.

–¡Buen día, muchacho! ¿Te han gustado las Sátiras y el Libro de los espectáculos?

–Bastante –respondí–. ¿Tienes más epigramas?

Le brillaron los ojos y me dijo con ingenio:

–“A quien no le haya bastado el leer cien epigramas, oh Cediciano, nada de malo le bastará”.

El viejo sabía lo que vendía, y yo lo respetaba por eso.

–Están por allá, al lado de los moralistas –me indicó–. Hay nuevas cosas. Revisa con calma.

Entre los volúmenes de Juvenal y Propercio, encontré uno pequeño y malicioso intitulado El reyezuelo. Le pregunté al tendero quién era Adolfo Castañón, y me respondió que un hispaniense de más allá de las Columnas de nuestro padre Hércules o, como ellos mismos se llaman, los del Nuevo Mundo. Un cuarto de sestercio se me hizo un precio razonable. Ya en mi casa comencé a leer:

 

Seré sincero contigo, Fabio: no asistiré al banquete en que tus amigos leerán las composiciones que les fueron rechazadas para los juegos. Juro que nada tengo en contra de las musas, pero no puedo sufrir frases hermosas en bocas carcomidas y lenguas de cecina. Me dicen que en tu corte milagrosa la ergástula se hace olimpo. Este, autor de odas, es un paje corcovado, viruela y ojillos llorando hiel; aquel otro, dracmaturgo, un simpático tullido que, al reír, contrae el grano que tiene debajo de la boca; al grandulón albino, virtuoso de la cítara, le sudan las manos y deja en las túnicas la imborrable mancha de sus dedos: entre estrofa y estrofa, te toma del brazo preguntando cuál es la que más te gusta. Fabio, tus amigos son ingeniosos y amables, pero ¿verdad que también sucios y feos? Si insistes en invitarme, al menos cede un favor ¡que sea de noche! (“Milagroso Mecenas”, El reyezuelo)

 

Semanas no me despegué del libelo, que en el hueco de la mano deambulaba conmigo del foro a la terma, y del hogar al gimnasio: de alguna manera el propio libro me llevaba a esos lugares. Aprendí de memoria muchos de sus dísticos para irlos soltando en el momento oportuno, moviendo a mis amigos a risa o a admiración. En particular, el autor había descrito las costumbres que florecen en las oficinas de libros (nuestros establos de las letras) y en las terrazas de los mecenas entre los poetas, sus mujeres, los esclavos y los perros. Bajo un nombre falso, un vicio cierto; tras una broma, la sentencia. De este modo la comidilla en los palacios fue sazonada con especies picantes y peligrosas, contenidas en ese rollo como un secreto compartido bajo la mesa.   

Tiempo después, cuando volví a la tienda de Trifón y le pregunté por más del Hispaniense de Ultramar, me vendió sus recuerdos de poetas, sus ediciones, florilegios y escolios de nuestra literatura, y sus traducciones de sabios extranjeros, todo frecuentado por mí ya entonces con la ineludible gravedad que requería la toga. Pero en mi ánimo, extrañé siempre sus sátiras.

Aquello sucedió cuando cursaba mis estudios de retórica y la ciudad parecía desconocer fronteras ufanándose en alejar de su centro a los dioses Términos; todo era ensanchar el Imperio. Hoy, pasados los años y los césares, cuando nuevos Silas han depravado la magistratura y los oradores valientes han sido silenciados por prebenda o por hierro (Oh, Marco Tulio, a tu ejemplo triste), he pasado de nuevo por la plaza y he distinguido al viejo Trifón –aún viejo–, que me grita: “Salud, muchacho”, y me conduce a su tienda.

–Tengo algo para ti –me dice–. El Hispaniense de más allá de las Columnas (acuérdate de nosotros, padre Hércules) ha vuelto a los caminos de Juvenal y de Persio, y el tiempo, que a otros nos achata y mengua, ha afilado su cálamo. He dicho a mis esclavos que produzcan numerosas copias en papiro real, de las cuales ésta, la primera, es para ti. Y tiene por nombre Pliegos del autócrata, que empieza diciendo:

 Un autócrata previsor sabe que su longevidad depende de repetidos baños en las aguas del referéndum y el plebiscito. Sabe que, de todos modos ganará; lo reanima la ideal de que podría perder. El referéndum le funciona como un anticuerpo que lo fortalece. (Local del mundo. Civismo de Babel, p. 188)

Ensayo

México es un país fundado y sostenido en una tradición imperial: la de los autócratas. No en vano su capital es “la ciudad de los palacios” (y antes, de las pirámides). Miguel Antonio Caro, el Virgilio de Bogotá, escribía en 1904:

Apenas se hubo México emancipado de España, el libertador Iturbide fue proclamado emperador. La coronación fue regia, el entusiasmo inmenso. Cayó Iturbide al empuje de las facciones, pero el sentimiento tradicional quedó vivo. Santa Ana fue entonces el embrión del segundo imperio: Santa Ana no pudo realizarlo, pero lo preparó. Llamado al poder, ya por uno, ya por otro partido, muchas veces ídolo derribado, muchas restablecido sobre el altar, preocupó aquel hombre por cerca de treinta años la imaginación del pueblo mexicano: en 1853 era presidente vitalicio con el título de alteza Serenísima. Vino luego el archiduque Maximiliano de Austria; vencido y muerto este nobilísimo e infortunado príncipe, la opinión se dividió entre Juárez, verdadero republicano, alma de la revolución, y el general Porfirio Díaz, quien, muerto Juárez, y después de un verdadero y breve interregno, ha gobernado aquel país y lo gobernará seguramente mientras viva. Iturbide, Santa Ana, Maximiliano, Porfirio Díaz: en esas cuatro personalidades se resume la historia de México independiente. (“El porfirismo” en MAC, Escritos políticos, cuarta serie, ICCyC, Bogotá, 1993, pp. 278-9)

A estas cuatro personalidades que enumera Caro, entre las que algunos incluirían al propio Juárez, al cabo presidente asentado o itinerante por catorce años de 1858 a 1872, nosotros podemos agregar los treintaiún otros nombres que después de Porfirio Díaz han perpetuado esta noble tradición, en la que ellos dictan y burócratas y ciudadanos tomamos dictado. Escribe Castañón:

Ciertos gobiernos dictatoriales se apoyan en los más débiles: los muy pobres, los muy viejos, los muy jóvenes, a veces los enfermos y aún los muertos. Sólo quedan excluidos los hombres cabales en sus cinco sentidos que saben decir y hacer: No. Ellos, los que no están dispuestos a tomar dictado, son por definición el enemigo. (Local del mundo. Civismo de Babel, p. 193)

“Exagera el satirista –dirán los bienpensantes–, pues pasa por alto que el dictado cambia: a veces es de sangre en las plazas, cinismo abyecto y rapacería, y otras de reconciliación, esperanza, amor, honestidad”. Sea. Sólo un loco o un perverso elegiría lo primero, como sólo un ingenuo o un “activista” tomaría al pie de la letra lo segundo. Pero es esto de tomar dictado lo que tiene sus bemoles. Pues, ¿no es el niño en el aula el que está para tomar dictado? Aquella mayoría de edad que postuló la Ilustración y que continúa el frágil proyecto de autonomía greco-occidental, como lo llamó Castoriadis, supone que uno no escribe sino lo que le dicta, en un plano, la propia conciencia y, en el otro, la obligación previamente discutida, deliberada y decidida con los conciudadanos en el ágora (no en las “redes sociales”).

De todos los siglos de la historia que pudimos haber perdido –observó a su vez Octavio Paz–, la tradición hispánica se perdió precisamente del XVIII, el de la Ilustración, dilapidado para nosotros en barroquismos y contrarreformas. Y para colmo, agregaríamos, tampoco fuimos Atenas, de donde ya empezamos a comprender la dificultad de hacer brotar algo que nunca hemos conocido por más que usurpemos su palabra: demo-kratía, autogobierno de las colectividades, que no es por cierto marcar una papeleta cada seis años para habilitar a otros a que nos dicten.

Nos ves llegar con alarma y recelo –escribe Castañón– cuando hablamos de sustituir la política de los síndicos por el derecho directo. ¡Basta ya! Tú has vivido de alimentar odios, pero de ahora en adelante calentaremos el rancho con el odio que le tenemos a los alcahuetes como tú. (Local del mundo. Civismo de Babel, p. 128)

 

Esta tradición autocrática –el poder de una persona– es aliada irrenunciable del autoritarismo –el poder de una ideología–. Al despersonalizar los conceptos vemos cómo traspasan tiempos, sociedades, lenguas y tribus. Lemas como “El lado correcto de la historia”, “Sólo hay libertad en el capitalismo”, “No hay burgueses inocentes”, “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, revelan, en el acto, al dictador.

Como el ave de presa, el Dictador tiene mal aliento, pero él mismo no lo nota aunque desde lejos apesten sus palabras.

Una dictadura debe ser por definición un sistema cerrado, un huerto clausurado. No extraña que a su sombra prospere la corrupción, y que todo lo que implique ventilación y transparencia sea resentido por ella como una amenaza. (Local del mundo. Civismo de Babel, pp. 192-3)

En el fondo, los bandos significativos no serían en los que las ideologías dividen el mundo: cristianos y herejes, izquierda y derecha, capitalistas y socialistas, hombres y mujeres, poetas y prosistas, sino libres y esclavos, como dijo Aristóteles (que al parecer no se cansa de tener razón) o despiertos y dormidos, como quería Heráclito. En este sentido, el mal que causan los sonámbulos es de notarse:

Vemos un mundo –sigue Castañón– dividido en dos grandes gajos: de un lado, una hermandad de autócratas sonrientes; de otro, unas familias de tiranos apiñonados por viscosos intereses. En medio, espesas cortinas de humo; abajo, terrenos resbaladizos; arriba, un cielo y enrojecido de vergüenza”. (Local del mudo. Civismo de Babel, p. 192)

 

El reyezuelo apareció por primera vez en 1978 editado por la UAM, y al año siguiente se reprodujo en el séptimo y postrer número de la revista Caos de Héctor Subirats y José Luis Rivas, precedido nada menos que por una entrevista del ya mencionado Cornelius Castoriadis con “su calva fascinante al borde de la guerra”, como lo anuncia el editorial, donde advertía de la trampa para los países de América Latina que consistía en entregarse a “las versiones más estúpidas del marxismo más primario” como medida desesperada ante su desigualdad histórica, con los consabidos corolarios: burocratización, militarización y autoritarismo de los Estados “revolucionarios”. La revista Caos (1979), que pide ser redescubierta, era peligrosa porque era libre.

Últimamente, el El reyezuelo fue albergado en La campana y el tiempo, recopilación poética de esta inteligencia luciferina, Adolfo Cuestañón (como lo llamaron en Caos), editado en 2004 por Conaculta. Pliegos del autócrata, por su parte, se encuentre en el todavía reciente Local del mundo. Civismo de Babel, editado por la Universidad Veracruzana el año pasado. De 1978 a 2018, cuarenta años cabales esperaron nuestras letras a que Castañón recordara a su demonio interior (para Jorge Cuesta el demonio es la inteligencia, por lo inconforme) y le ofreciera de nuevo su pluma al satirista que lo habita, a la esfinge a la vez refinada y violenta, sonriente y pícara. Acaso ambos textos merezcan un día una publicación independiente que los funda en un oráculo manual.

Envío 

Los pliegos morales del autócrata que está afuera y dentro de nosotros han sido desplegados con gracia por una voz disfrazada a veces de una prosodia antigua, pero tan contemporánea que deslumbra como un cartel de neón. Esta voz irrumpe, sin embargo, como una rareza en un ambiente donde se va extendiendo no sólo el desierto sino una como densa nata, lo mismo de polución de las partículas del aire que de polución verbal, asumida, por cierto, con rédito y sumisión por no pocos amanuenses, por la que sólo podemos hablar o escribir abiertamente de futilidades o bien repetir frases hechas –dictadas, indexadas y a veces calcadas– para tratar los temas públicos de esta Roma o Babel o México, nuestra ciudad de ciudades. En estas circunstancias es preciso hallar la ocasión de hablar con franqueza. Dice Castañón: “cuando el Dictador toma aire para seguir hablando, los hombres se comunican a media voz con la velocidad de una ardilla”.

Es lo que nos queda por ahora. Así, el que asuma su condición de ardilla, bajará a la calle apenas a lo indispensable (para recoger el sustento y para que un niño diga: “Mira, una ardilla”), subirá luego a un árbol y entre la fronda roerá su propio pensamiento para ser capaz, cuando el Dictador tome por fin un respiro, de soltar siquiera una palabra de libertad por los cables del alambrado, para que corra veloz.

David Noria estudió Letras Clásicas en la UNAM, griego moderno en la Universidad Aristotélica de Tesalónica y literatura neolatina en el Instituto Caro y Cuervo, Colombia. Ha publicado en Cuadernos Americanos, Boletín de la Academia Colombiana de la Lengua, La Palabra y el Hombre, Este País, La Jornada (México), Papel Literario (Venezuela), Minerva Journal of Classical Translation (Irlanda), entre otros.


Posted: June 20, 2019 at 8:19 pm

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