En contra del “cumbrismo”
Tanya Huntington
Hace unas semanas, me invitaron a hablar sobre La mujer en la montaña bajo el marco del Festival El Aleph de la UNAM, que busca reunir temas relacionados con lo literario y lo científico. La ocasión específica era el doble estreno de la exhibición Ecos glaciares y del documental boliviano Cholitas (Murciego e Iraburu, 2019) en el Museo Universum. De allí que me puse a reflexionar sobre el senderismo que he practicado toda la vida y lo que ha implicado para mi obra como escritora y artista, empezando por lo más elemental: mi aversión a lo que llamo el cumbrismo, es decir, a la cumbre de la montaña como meta primordial de cualquier excursión.
Para un curso que doy llamado Poesía y diseño, realizamos a lo largo del semestre algunos ejercicios morfológicos a partir de modelos propuestos por Adrian Frutiger en su manual de Signos, símbolos, marcas y señales. Frutiger plantea que las raíces de todo lo que trazamos, ya sea fonema o imagen, ya sea con métodos análogos o digitales, están arraigadas entre dos líneas elementales: la horizontal y la vertical. Dado que los seres humanos nos hemos desplazado siempre en el plano horizontal, hemos desarrollado un campo visual más amplio allí, entre la derecha y la izquierda, y no tanto para arriba o para abajo (eso, a diferencia de los pájaros o los peces, cuya mirada no distingue entre estos dos ejes.) Como resultado, nuestra percepción se ha distorsionado con el paso de los siglos. Vemos una torre como la de Eiffel como masiva, por ejemplo, mientras que un recorrido de la misma distancia de 300 metros por las calles de París es relativamente “insignificante” en comparación. Por ende, reaccionamos de manera distinta ante un llano que ante una montaña. Dice Frutiger: al ser humano “le gusta compararse con la vertical, el elemento activo sobre un plano dado. Es también símbolo del ser viviente que crece hacia arriba. La horizontal es dada, la vertical ha de hacerse.”
Conceptualmente, lo horizontal se asocia por lo tanto con lo anónimo o masivo –o con lo democrático, como prefiero pensarlo yo–, mientras que lo vertical nos remite a lo autoritario, lo jerarquizado. Lo individual. Arriba está lo sagrado. Abajo, lo terrenal. Por eso, cuando escalamos una montaña, está subyacente esa noción de “conquistar la cima” o “hacer cumbre”, como se reitera en Cholitas, como marca de éxito personal, reforzado desde luego por contratos sociales tales como el capitalismo o el darwinismo que fomentan la noción de que todo sea competencia, y mientras más desleal, mejor. El deporte de subir montañas está permeado por costos prohibitivos de viajes, equipo permisos, etcétera, lo cual, desafortunadamente, puede llegar a desalentar a aquellos que buscan en el senderismo reforzar otro tipo de valores que no sean el hubris de alardear una pertenencia al élite: por ejemplo, la cooperación en lugar de la competencia. (Este es a mi modo de ver otro logro del documental, que se esfuerza justamente por no asociar la incapacidad de algunos cuerpos de llegar hasta la cumbre con un fracaso personal.)
Como indiqué desde el principio de esta columna, no soy cumbrista. Me contento con ver aquellas gloriosas cimas a cierta distancia, sin sentir la compulsión de colocarme allí, cueste lo que cueste. Es decir, me he esforzado por mantener cierta horizontalidad a la hora de desplazarme en lo vertical, por paradójico que suene. Hace más de una década, cuando andaba haciendo senderismo en la cordillera Huayhuash de Perú, lo conceptualicé como un cruzar las montañas, en lugar de subirlas. En parte, esto de debe a la defectuosidad de la máquina orgánica que habito: un defecto congénito cardiaco me impide esforzarme demasiado en el terreno de lo aeróbico, especialmente a partir de los 4 mil metros de altura. En todo lo que hago, me es vedado darme prisa, echar carreras. Soy más tortuga que liebre. Y al soltar esa ansia, ese hubris de llegar, o peor aún, de llegar primero (o de ser la primera _________ en llegar), empecé a darme cuenta de todo lo que se aprecia cuando tomamos el tiempo de fijarnos en lo que nos rodea en el camino. Cuando nos sentamos a cada rato no solo a descansar, sino a contemplar, dibujar, escribir. Cuando esperamos pacientemente los cambios de luz para ver cómo inciden en la fotografía que practicamos allí. Cuando nos damos chance de sentir lo que el ecofilósofo David Abram definió en su libro parteaguas como “el hechizo de lo sensorial”, con tal de intentar sanear la ruptura violenta de nuestra conexión con el mundo natural que nos rodea. Luego, prefiero pensar en la montaña así: no como una escalera al cielo que hay que conquistar, sino como un ámbito que nos rodea, cuyos umbrales podemos alcanzar a traspasar con tal de explorar otros planos de realidad, planos que verdaderamente nos permiten superar nuestras propias limitaciones fisiológicas.
Los que abordan cualquier caminata como si fuera una carrera, como si llevaran puestos unas anteojeras, o como si se tratara exclusivamente de llegar a una meta y plantar allí una bandera, están a mi modo de ver perdiéndose una gran oportunidad de derribar el muro entre la experiencia humana y la no humana. Han desarrollado una inconciencia de lo que los rodea, como si el paisaje fuera un laberinto anónimo cuyo único atractivo fuera un metafórico pedazo de queso al final. Como advierte Abram:
Nuestros cuerpos se han formado en una reciprocidad delicada con las múltiples texturas, sonidos y formas de una tierra animada –nuestros ojos se han evolucionado por medio de una interacción sutil con otros ojos, del mismo modo en que nuestros oídos son afinados por su propia estructura al aullido de los lobos o el graznar de los gansos. Aislarnos de esas otras voces, seguir condenando con nuestros estilos de vida a esas otras sensibilidades a la nada de la extinción, implica restar la integridad de nuestros propios sentidos, la coherencia de nuestras mentes. Solo somos humanos cuando entramos en contacto y en convivencia con lo no humano.
Concebir lo horizontal en la montaña, creo yo, nos posibilita conjurar la cárcel del ser físico —this mortal coil, diría Shakespeare— en lugar de reafirmarlo tratando de “conquistar” esa cima, ignorando voluntariosamente todo lo que la montaña nos ofrece en el camino. Nos permite soltar nuestro “yo” individual y sentirnos más parte de algo mayor, algo que es mucho más poderoso y asombroso que cualquier conquista: la “montaña viva” que describe Nan Shepherd. Y más allá de ella, nuestra hermosa nave espacial, el planeta que habitamos.
Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. Her most recent book is Solastalgia (Almadía / UAA, 2018). She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: July 25, 2022 at 8:44 pm