Greenpeace para poetas
Alejandro Higashi
Un libro como La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing-Conaculta, 2014) me parece una consecuencia natural en la carrera literaria y académica de una mente en continua ebullición: luego de ser la poeta de Casa nómada (1999) y Ladera de las cosas vivas (1997), Malva Flores se convirtió en la sagaz, infatigable y disciplinada investigadora de dos libros fundamentales para la historia de la poesía mexicana reciente, El ocaso de los poetas intelectuales y la “generación del desencanto” (2010) y Viaje de Vuelta. Estampas de una revista (2011); ello, sin renunciar a la poesía, pues en el mismo 2010 compartió con sus lectores Luz de la materia, un libro maduro en la estética y robusto en la propuesta general de conquistar “el poder de las cosas / sencillas y olvidadas / que habitan en nosotros” y, en 2012, Aparece un instante, Nevermore, libro lleno de sorpresas por la antigüedad de lo nuevo (“Make it new / pero / qué es new // En dónde lo buscamos”). Mientras en su poesía Malva Flores reflexionaba sobre su entorno inmediato (desde la memoria familiar hasta la tradición literaria en la que se insertaba), en sus libros de investigación esculpía pacientemente un panorama de la generación poética que le había precedido y del ambiente intelectual de la segunda mitad del siglo xx (en el fondo, esa segunda mitad que le tocó transitar, nacida en 1961), donde se entreteje memoria, tradición literaria y una necesidad imperiosa de autoexplicación. Buscaba, como confesará en La culpa es por cantar, una respuesta a una pregunta sencilla: “¿qué hago aquí?”.
Si Octavio Paz nos enseñó que quien dominaba el ensayo también podía ser un buen poeta (o viceversa), Malva Flores demuestra que la capacidad para investigar no está peleada con el talento creador y que ambos corren presurosos hacia el mismo fin: explicar una realidad inmediata. Ensayo y poesía pueden ir de la mano, pero el trayecto de la investigación académica guiado por el hilo de Ariadna de la poesía no es precisamente el más común. Rodolfo Mata, por ejemplo, se refiere en “Poesía y academia” (publicado en Julián Herbert y Santiago Matías (comps.), Escribir poesía en México II, 2013), al pudor con el que algunos de los poetas ocultan en sus semblanzas curriculares o en las contraportadas de sus libros que trabajan dentro de alguna universidad. Contra el lugar común, la obra alzada por Malva Flores nos ha permitido encontrar un sentido al análisis historiográfico de las masas documentales en las hemerotecas: el examen y reconstrucción de una historia inmediata conflictiva basada en hechos y documentos concretos puede conducir a la conciencia sobre una genealogía. Explica ese “¿qué hago aquí?”. El pasado inmediato solo es valioso cuando se estudia y se comprende; sirve poco cuando se contradice apasionadamente sin reflexión y mucho menos cuando nada más se ignora.
Con La culpa es por cantar, la autora deja claro desde el título que el suyo no es un libro de investigación, sino uno de apuntes; pero al llamarlo igual que a uno de sus poemas recientes (incluido al final del capítulo “La culpa es de Selena”), se inserta en este ensayo como sujeto de la enunciación desde una perspectiva presente y emocional. Hoy que tanto se habla de autoficción, quizá estamos ante un buen ejemplo de ensayo autoficcional, donde la poeta contempla reflexivamente el panorama de la poesía mexicana actual y, sin pretender llegar al juicio crítico, expone su propia excentricidad y la de su generación, como hizo antes en Luz de la materia:
No pasa el árbol de ser
una postura
incómoda si planta su ramaje
en aquel centro
que ya no existe más.
Pero es que siempre es centro
por más que aún queramos
plantarnos a la orilla
–en la esquina mejor
en el rincón extremo
del paisaje.
La culpa es por cantar se parece más a un testimonio en primera persona que a un estudio de la poesía mexicana actual. Un testimonio valiente y honesto en el que la autora, desde el principio, se muestra ante el lector desprovista de esa verdad absoluta que suele atribuirse a los poetas (o a los investigadores de la literatura):
Al improbable lector de estas páginas le digo que no hay aquí certezas, porque no tengo ninguna y, más bien, soy un manojo de contradicciones. A veces me levanto convencida de que “ser poeta” es lo mejor que me ha ocurrido porque eso me permite ver, a partir de lo real, algo mejor que yo, algo que me salva del mundo y me distingue del resto. Apenas lo escribo y me avergüenzo, porque lo real cae como filo sobre mi cabeza, sobre las manos que escriben en la comodidad de mi casa, de mi beca, de mi vida.
Pese a lo declarado en la cita, su lugar de enunciación no es cómodo: es una poeta insatisfecha con el panorama poético actual, donde la poesía no pasa de ser otro elemento decorativo del mercado editorial (“en las publicaciones actuales la poesía es como el jarrón o la figurita de Lladró con la que se adornan algunas casas para recibir a los invitados”) y los poetas parecen más preocupados por parecer que por ser; un lugar de enunciación desde el cual se atreve a evaluar el spoken word y el ring poético, los performances, los jams, desde su propia circunstancia vital: una poeta mexicana nacida en el decenio de 1960, poeta “de mantel” (poeta que lee detrás de una mesa con un paño ad hoc), como ella misma se autodenomina, y simplemente advierte, con esa conciencia histórica, un arte “novedoso” que retorna a las raíces de la juglaría, a las del salón literario del siglo XIX y, más modernamente, a las de las vanguardias de principios de siglo o de los happenings de la segunda mitad del xx. Lo que parece novedad desde el punto de vista de una generación que solo excepcionalmente mira a su tradición literaria, es repetición cuando se tiene una conciencia histórica y se reconoce un pasado inmediato. Y peor aún, porque si a toda esta poesía extendida se le desnuda “de aquellos artificios, no pocas veces es una poesía solemne”. En el fondo, la novedad está condenada a pasar muy pronto de moda en la edad del consumismo y la especulación culturales.
La culpa es por cantar no es un ensayo autoficcional centrado prioritariamente en la poesía; desde las primeras páginas, aclara una confusión antigua y metonímica: “los poetas no son la poesía”. La insatisfacción no es con la poesía ni mucho menos, sino con el papel social del o de la poeta en su entorno. Un o una poeta que ante la noticia de su próxima extinción sin que haya “Greenpeace para poetas”, nada contra corriente y encuentra en las redes sociales, en los festivales, en los jams, etc., la oportunidad para llamar la atención por todos los medios y darle vida artificial a esa imagen del nuevo poeta (sin que la parafernalia de recursos toque, en mucho, a la poesía). Quizá por ello, uno de los primeros capítulos se titula “Reclamos a la poesía”: se querella con los y las poetas por darle la espalda a la poesía, debido a una suerte de notoria falta de confianza en el poder del texto poético que los impulsa a correr hacia el espectáculo mediático en el escenario improvisado o en las redes sociales, donde la ceremonia tiene una fecha de caducidad inmediata; la de la performance (había escrito happening) o el jam mismo cuando se apagan las luces, la del tuit cuando hay otro trending topic o tema del momento (aunque, a decir verdad, el poetuit nunca se ha convertido en tema del momento). La novedad por sí misma no deja de ser perecedera:
En algunos videos, presentaciones o espectáculos poéticos, vemos y escuchamos un mismo sonsonete, una gesticulación impostada que se escenifica con la parafernalia del gospel y unos cuantos, altisonantes aleluyas. Todo suena igual, aunque hables de un muerto, de un cuerpo al que acaricias, de una ciudad.
Parecería que a los y las poetas les da mucha inseguridad emocional el escaso número de lectores (cosa normal desde Baudelaire y Mallarmé, apunta Flores) y su fracaso dentro del mercado editorial frente a los narradores (tema del capítulo “La fortuna de la prosa”). Ante la inseguridad emocional producida por un texto poético que ya no parece llamar la atención de nadie (o solo de unos pocos), la comunidad poética actual alienta conductas compensatorias distintas que van de la arrogancia al simple narcisismo. Es ese el tipo de poeta que desconcierta a Malva Flores.
El libro, contra la voluntad de una autora que lo que menos desea es llamar la atención (“a ojos vistas, declara Malva Flores, yo no soy Marilyn [Monroe]”), tiene instantes luminosos más allá de la mera disección del momento que le ha tocado vivir como poeta y sobrevivir como lectora. Cada quien escogerá los suyos, pero a mí me parecen memorables dos capítulos. El primero, titulado con acierto “El bosón de Higgs”, donde la autora esconde, tras este nombre inocente, una profunda reflexión sobre el valor del lenguaje poético hoy, con esa capacidad para unir pensamiento analítico y pensamiento analógico, frente y en pugna con los demás lenguajes: el de la ciencia, el de la burocracia, el del comercio, el de la academia. Los titubeos continuos y autocríticas de una Malva Flores que escribe en off confieren una textura muy particular al pasaje: se niega lo que se afirma, vocación final del lenguaje poético. Hace muchos años que no tenemos una reflexión tan profunda e inteligente sobre el valor de cambio de la poesía en el México del siglo XXI. El segundo, cuando Flores nos invita a seguirla en una pesquisa por más de 150 antologías de poesía mexicana de la segunda mitad del siglo xx y percibe de forma paulatina cómo desaparecen de las selecciones su nombre y el de los y las poetas de su generación (el capítulo se titula, claro, “Generaciones sin semblanza”, y se refiere a los poetas nacidos entre 1956 y 1964); al asumir un estilo testimonial, convierte a quien lee en su cómplice y lo conduce por una trama detectivesca donde hay muchos vaivenes emocionales que permiten compartir la sensación de vértigo a la que se enfrenta la poeta en el mercado de la especulación cultural. No hay un verdadero desenlace para el capítulo, pero sí hay un gesto conclusivo: la desaparición completa de una generación literaria no es un hecho aislado, sino un fenómeno cíclico. Por ello, Malva Flores cierra la discusión con “Autorretrato a los 41” de Julián Herbert (Álbum Iscariote, 2013), poema que traduce fielmente las batallas al interior de la especulación canónica: “No soy un poeta joven. / No soy un poeta joven. / Me doy cuenta cuando los fans de Círculo de Poesía me tachan de / cocainómano / y me prohíben usar la palabra semiótica en su página web. / No soy un poeta joven pero lo fui alguna vez”.
El libro tiene muchas conclusiones (una, brillante, es el capítulo que termina con el poema homólogo del título, “La culpa es por cantar”; “Apocalíptica y final” es otro, donde desde la horizontalidad de las redes sociales todo parece banal). No es un decálogo de certezas. Rara vez se centra en una obra en particular. No hay alabanzas para ciertos libros o denuestos para otros. Revisa el canon. Ensaya explicaciones desde la historia de la poesía más reciente. Quizá no sea un libro más sobre poesía mexicana para esos pocos lectores que de verdad disfrutan leer.
Alejandro Higashi es profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa (México). Ha publicado distintos trabajos sobre literatura mexicana en revistas especializadas y en 2015, el libro PM/XXI/360°, Crematística y estética de la poesía mexicana contemporánea en la era de la tradición de la ruptura.
Posted: January 31, 2016 at 11:34 pm