Ilusiones
Malva Flores
Para los amigos generosos que aquí están.
De las ilusiones, las perdidas son las más verdaderas, o eso creemos. Perseguir una ilusión se convierte a veces en un modo de vivir. Buscar las perdidas, en asunto de diván. Con un tesón de Virgo, es decir, con una necedad astral, he perseguido ilusiones que al convertirse en realidad revelan su carácter fallido, la mentira que construí alrededor de una posibilidad que al materializarse es chata, sosa —muy inferior a lo que imaginaba—, y muchas veces repetí en silencio la consigna popular: “No le pidas algo a Dios, porque luego te lo concede”.
“Todo salió al revés”, he pensado en alguna ocasión particularmente difícil, para disculpar los errores de mi deseo. Pero desear algo no es lo mismo que tener una ilusión. En el deseo interviene tu voluntad, mientras que la ilusión tiene algo de imposible: sentir las palpitaciones adolescentes de un falso enamoramiento; cantar como Nina Simone en un bar decadente de un puerto lejano y oscuro; vivir en una casa llena de violetas, a orillas del Mediterráneo; cultivar rosas y tener una vaca; volver a tocar el piano; hacer libros.
Descubro ahora que muchas de mis ilusiones son deseos incumplidos: lo del bar decadente y los treinta años menos que se necesitan para los pálpitos, sí son verdaderas ilusiones, por imposibles. Las otras son mentiras o frustraciones, porque cultivar flores, las que sean, me está vedado gracias a no sé qué maldición agrícola. Las vacas me gustan sólo como imagen de una placidez bucólica y es improbable que toque el piano pues difícilmente puedo sostener una taza o escribir estas palabras en el teclado de la computadora sin que un calambre me recuerde que de milagro libré una fea intervención quirúrgica. No sé si el asunto de los libros es ilusión o si todavía es deseo. La línea difusa que las separa es la que lleva al diván.
Hace casi veinte años David y yo decidimos hacer realidad una ilusión “largamente acariciada”, como dice el clásico. Para cumplirla, con Sergio Valero y Ari Caséz “fundamos” una editorial, que en su nombre llevaba impreso su destino: Eldorado Ediciones. Cualquiera que haga libros sabrá que todo lo hicimos mal, pero fuimos muy felices. No teníamos dinero ni queríamos ganarlo, como resulta evidente al conocer el tipo de libros que deseábamos editar: traducciones de poesía, versiones que amigos y autores generosos nos dieron sin cobrar un solo centavo. Cien ejemplares, hechos a mano, que regalaríamos también, pues creo que no vendimos más de veinte, durante la presentación del primero de ellos: Motetes, de Eugenio Montale, en traducción de Ernesto Hernández Busto.
No veíamos en nuestra actividad ningún tipo de gesta o gesto heroico. Sólo queríamos hacerlo porque sí, porque nos gustaba la poesía, porque queríamos hacer libros. Y en verdad los hacíamos: no en una imprenta sino en una láser que fue la primera y única máquina que compramos para nuestra “empresa”. Pero incluso las impresoras profesionales de aquellos tiempos tenían un pequeño problema: si raspabas un poco la tipografía, desaparecía. El “ingenio del mexicano” o la estupidez nos permitió librar el escollo: cada página era rociada con un sellador y luego extendida en el patio para que secara. El papel era carísimo y precioso, pensaba entonces, y creo que nos salió más caro el caldo que las albóndigas, pero éramos felices. Teníamos ilusión.
David nos enseñó a coser los libros como había aprendido a hacerlo en el taller de la secundaria. Una vez cosidos, les pegábamos los forros y los apilábamos bajo el peso de gruesos volúmenes de una vieja enciclopedia, para que se secaran sin deformarse. Los forros estaban en blanco, porque el papel era demasiado grueso para las capacidades de nuestra impresora casera y para evitar este contratiempo los libros llevaban camisa, esa sí, con la portada impresa en nuestra láser.
El segundo volumen tendría varias sorpresas: cada ejemplar contendría la firma del autor, pues su traductora, Tedi López Mills, llevaría a Francia los volúmenes para que Gustaf Sobin los firmara y los traería de vuelta. La otra sorpresa es que aumentaríamos el número de ejemplares: no cien, ciento veinte. El colofón de Odas y murmullos de la laguna extinguida, dice que el libro se terminó de imprimir el 12 de abril de 1997, fecha del cumpleaños de mi padre, pero es una mentira, porque recuerdo con claridad las circunstancias en las que cosimos los libros. Según leo en Wikipedia, el partido clasificatorio entre México y Estados Unidos para el Mundial de Francia 98, ocurrió el 20 de abril de ese año. Sergio, David, Ari y yo no podíamos posponer nuestro trabajo pues Tedi viajaba a Francia uno o dos días después. Era necesario coser viendo el partido.
Es un grave error mezclar dos ilusiones. Mientras veíamos el futbol, cosíamos, pegábamos, tomábamos tequila y maldecíamos al equipo mexicano, que finalmente empató. Sergio y Ari se fueron. Nosotros nos quedamos limpiando la casa y cuando quisimos poner la camisa a los ejemplares nos dimos cuenta de nuestro error gravísimo: habíamos olvidado ponerlos bajo la enciclopedia, el pegamento ya había secado y los volúmenes estaban llenos de chipotes. Nos pusimos a llorar, o al menos yo lo hice. Eran ya las diez de la noche cuando el “ingenio del mexicano” nuevamente nos salvó. Si las tortillas, envueltas en una bolsa de plástico, podían calentarse y ablandarse en el microondas, el resistol debía funcionar igual. De tres en tres, metimos los ejemplares al aparato toda la noche, los colocamos bajo los gruesos volúmenes y al otro día Tedi los recibió.
Para el siguiente y último volumen de la serie “Serpiente breve”, como le pusimos en honor de un verso de Góngora (“En roscas de cristal, serpiente breve”), nos aseguramos de no ver un partido mientras cosíamos, pero debimos advertir que el título era una especie de profecía: Aviso a los náufragos, de Paulo Leminski, en versión de Rodolfo Mata, apareció el 12 de septiembre de ese año (o al menos eso dice el colofón) y no volvimos a publicar ningún otro, aunque en aquel momento quisimos ser más audaces. Publicaríamos un solo y largo poema, en una edición hermosa. Deseábamos que el primer título fuera “Ejercicio de tiro”, de Octavio Paz. David diseñó un precioso cuadernito con un poema de Gonzalo Rojas, “Ochenta veces nadie”, como ejemplo, y se lo llevó a Paz. Era noviembre de 1997 cuando Marie José lo recibió en la Casa de Alvarado y prometió transmitir la petición. La última llamada que David recibió de Paz fue a fines de ese mes y el poeta aseguró que lo pensaría.
Paz murió en abril del año siguiente y no publicamos “Ejercicio de tiro”. Dejamos nuestras ilusiones archivadas, pero un tiempo después, David y yo decidimos crear una editorial de verdad, cuyo nombre, en recuerdo de Carroll, estaba destinado también a ser mera ilusión. Snark Editores se llamó nuestra empresa y quisimos iniciar con un libro de Rojas. La historia es larga pues, después de muchos contratiempos e interminables llamadas a Chillán —porque el poeta modificaba signos, palabras y el orden de las ilustraciones de Roberto Matta que nos había enviado—, finalmente Diálogo con Ovidio apareció en coedición con Aldus en el año 2000. El ISBN del volumen no incluye uno de Snark y sólo tiene un nuevo sello de Eldorado, porque esos años fueron difíciles y no teníamos ya la fuerza de ánimo para dar de alta la empresa, pero conservo con enorme alegría las pruebas con los cambios de Rojas y su simpatiquísima presencia en la casa, la semana que pasó con nosotros cuando vino a presentarlo.
Durante aquel periodo, David se había puesto en comunicación con Jorge Eduardo Eielson para publicar una reunión de su poesía. En su generosa correspondencia puedo leer los estragos que le causó, en 2002, la muerte de su compañero, Michele Mulas, cuyos dibujos ilustraron De materia verbalis, que apareció también con Aldus a fines de 2005, cuando nosotros ya habíamos salido de la ciudad de México y vivíamos en Xalapa. Aunque desde 2004 existía Snark, el libro tiene el sello de Eldorado y no posee ISBN nuestro. No sabemos si Eielson pudo ver el libro. Murió en marzo de 2006 y ahora que reviso sus cartas puedo leer también las reiteradas disculpas de David por el retraso en la publicación del libro y no sé cuántas historias más sobre nuestra infructuosa caza del Snark.
Malva Flores es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/ Conaculta, 2014). Es columnista de Literal. Twitter: @malvafg
Posted: July 28, 2015 at 9:01 pm
Gracias por la columna escrita que hace que uno se deleite en el saber del esfuerzo que se tiene que realizar para seguir una ilusión con la verdad y la realidad que se vive en ella