Implosión
Giovanna Rivero
Quizás el fracaso del Titán por implosión sea la metáfora o la reificación adecuada para un mundo que solo promete decepciones. Lamento estar hoy tan atravesada de amargura, pero es la sensación que persiste luego de que nos hayamos enterado de qué se trató esa muerte a ciegas en la profundidad de una región del océano que debía ser considerada un mausoleo y no un destino turístico. Tuvo que apretar tanto el agua que las paredes de ese cilindro experimental cedieron como una vena aorta defectuosa y, aún así, plagada de soberbia. ¿Doscientos cincuenta mil costaba por viajero la osadía, dicen? Y bueno, quizás ante la hybris, siempre excesiva, a los dioses y diosas de todas las mitologías no les quedó de otra que apretar semejante ofensa en un puño.
Una explosión, en cambio, implicaría que el núcleo de algo tiene la capacidad de exceder sus contornos y avanzar hacia otra materia o sustancia para violentar sus partículas, para transformarlas. Yo, que de física sé tan casi nada, intuyo, sin embargo, que en la implosión el cuerpo se ve compelido a su desaparición, atormentado por fuerzas colosales contra las cuales no tiene cómo oponer resistencia y entonces se repliega en la expresión mínima de una parte de sí. Esa súbita elipsis no solo es una defensa contra todo lo exterior, sino el reconocimiento de que esa existencia ya no puede sostenerse en las circunstancias materiales que la enmarcan. Por eso creo que la implosión del Titán puede ser tristemente codificada como una alegoría lógica de los rumbos que han tomado diversos temas en la azorada faz de esta Tierra. Si bien es cierto que explosiones civiles ocurren indignadas aquí y allá, creo que en donde viene sucediendo desde hace años una sistemática implosión es en el derecho al trabajo dignamente pagado.
Voy a referirme, en específico, al trabajo académico en literatura, y más aún en literatura latinoamericana, dentro de Estados Unidos, de este país que, apenas se le presenta la ocasión, se quita el antifaz para mostrarnos su verdadero rostro. Ay, este país que quiero, que es mi casa, el lugar desde donde escribo y acumulo edades. Llevada por la amargura que les comentaba y que a veces es tan necesaria –y tal vez, por qué no, por el resentimiento ante aspectos que considero profundamente injustos–, desde hace tiempo pienso que la gravísima crisis actual en las oportunidades laborales que deben enfrentar quienes acaban de doctorarse –desencantamiento que experimenté hace más de un quinquenio– es el resultado de una complicidad nada menor: el hecho de que las universidades estadounidense se hayan instituido como una de las primeras esferas de empleo en prestarse a la despersonalización del capitalismo más feroz ha ido arrasando de raíz las esperanzas en que de su seno pueda surgir una verdadera resistencia, una auténtica libertad de pensamiento, un cosmopolitismo sensible y no solo figurativo.
Presionadas por las estadísticas, el ranking (ese factor tan propio del modelo del capital) y la producción de riqueza, las universidades estadounidenses tomaron y toman decisiones que dan preeminente importancia a la construcción de un perfil sociológico apenas intervenido por la presencia latinoamericana. La llamada “diversidad” –ahora abominablemente amenazada en Florida– en muchos casos, ya antes de esta afrenta, ha sido tan solo una cuota, una etiqueta, una marca obligada en la check list del semblante público institucional. Y es que la diversidad, creo, pasa no solo por la nacionalidad (y eso, sin considerar que también a la hora de ‘ceder’ espacios a lo latinoamericano hay jerarquías en lo referente a cuáles nacionalidades latinoamericanas son más deseables), sino también por los contenidos intelectuales, las espurias epistemes y las maneras de entender el mundo que trae consigo una profesora, un profesor, y que, por supuesto, vienen terciados por su origen cultural, su generación, su vida misma.
Siempre me ha llamado la atención un ‘interesante’ fenómeno al que la lectora podrá ponerle el adjetivo que mejor le resuene. Y es que quienes escribimos, quienes narramos ficción, y además nos hemos formado académicamente, debemos probar con denodado esfuerzo y sudor que, más allá de nuestra pulsión lírica, sabemos enseñar y pensar críticamente, que no solo escribimos cuentos, novelas o poesía, sino que nuestros artículos son capaces de atravesar el fuego (¿riguroso?, ¿fatuo?, ¿iluminado?) de las leyes de la MLA o de cualquier otra formulaica estructura del pensamiento. En este mismo orden de cosas, es curioso que nuestro arte sea incluido, leído y analizado en las aulas universitarias, pero que el sujeto obrero que concibió esa escritura no sea tan apetecible a la hora de diseñar un staff facultativo. Todo lo contrario, si quien produce escritura creativa ha tenido la fortuna de obtener un trabajo en un departamento de literatura –por lo general con una carga significativa de enseñanza de lengua y una mínima de literatura o cultura– entonces vive bajo sospecha. ¿Será que cumple con los requisitos de enseñanza? ¿Será que utiliza sus energías y los cada vez más magros fondos de apoyo al desarrollo docente en la producción de artículos austeros y no en subvencionar los procesos creativos de sus libros de ciencia ficción, fantástico, gótico, existencialismo o como luego queramos ‘taxonomizarlos’?
Por favor, cómo no iba a implosionar esa nave con espacio tan exclusivo. Cómo no iba a autoaplastarse, vencida por la presión de esas corrientes nada subterráneas del capital. Porque el capital nunca es sutil, nunca es poético. Siempre es explícito. Construye elitismos para garantizar periferias, por cierto, imprescindibles para que el dinero circule por determinados flujos y finalmente se coagule allí como un grosero tumor. Qué vergüenza. Qué vergüenza todo, qué triste vergüenza la imperdonable precarización del trabajo intelectual. Solo basta con echarles una mirada a las plataformas en las que se anuncian convocatorias a puestos de trabajos (los comentarios del Academic Jobs Wiki, les juro, no tienen desperdicio; son, de hecho, síntoma y prueba de este innegable malestar). ¿No es acaso el nomadismo frecuente y obligado, la imposibilidad de construir una comunidad en el aquí y el ahora desde el espacio laboral, una forma de enajenación? Tener que trasladarse de una ciudad a otra, de un estado a otro, para trabajar en un centro académico que no ofrece la más mínima garantía de permanencia, que ve a su obrero docente como una temporal y descartable piecita de ajedrez, forma parte de las reglas de ese siniestro juego del clasismo, racismo, elitismo y explotación elegante, si tal cosa es posible.
El recuerdo amoroso de mis años de formación doctoral, cuando aún creíamos que habría espacio laboral para todos, cuando la generosidad de algunos profesores señalaba un horizonte posible, así como las voces de algunas amigas y amigos, que desde dentro de la academia están intentando que las mentes se abran a otros ethos, a otras formas de permutar experiencia y concepto, lengua extranjera y arte, que no han renunciado a esas privadas utopías, es lo único que me hace titubear ante la tentación de robarles a Nietzsche o a Barthes los obituarios de los grandes íconos y reescribir la sentencia: la academia ha muerto.
Y sí, podría decirse que, si no ha muerto, se arrastra en su lenta agonía. ¿No estaban llamados los departamentos de las distintas Humanidades a anunciar con sus ex poderosos y sanos pulmones las verdades, por muy inconvenientes que fueran, que vendrían a izar nuevas subjetividades? Fabián Ludueña Romandini tiene, lamentablemente, otro diagnóstico. En su ensayo “Esbozo de una arqueología de la universidad y una reflexión filosófico-social sobre su futuro” (2021), el filósofo afirma que no debemos olvidar que las universidades nacieron para extender el poderío de los imperios: “las Universidades, en su origen mismo fueron concebidas, desde un punto de vista social, como corporaciones transnacionales. La Universidad era uno de los vértices del trípode del Poder en la Edad Media: así el Studium presidía, junto al Regno (poder temporal) y al Sacerdotium (poder espiritual) los designios del gobierno del mundo. De esta forma, el Studium (cuyo espacio específico eran las Universidades) daba sustento a un poder eficiente sobre el orden de los asuntos económicos, político-sociales y cognoscitivos de las comunidades humanas”.
En fin…
Ojalá la frase “entrar al mercado” no se hubiese usado nunca en las conversaciones sobre las opciones de trabajo académico. Ojalá no la hubiéramos naturalizado en el vocabulario profesional. Pero es justamente eso, el infierno del mercado, la noción de “empleo” en tanto lujo escasísimo y, simultáneamente, precario, lo que ha terminado de aniquilar la confianza, por lo menos la mía, en que la universidad, en tanto ágora de empleo, puede ser una enfática aliada en la lucha y la búsqueda de dimensiones más justas para los verdaderos sujetos históricos de estos momentos. Y es que, si dentro de casa no se puede compartir el pan del trabajo, ¿qué esperar, entonces, con relación a la complejísima heterogeneidad del mundo de este siglo, a sus urgencias impostergables, a su hambre y sus naufragios?
-Foto de Jeremy Bishop en Unsplash
Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/
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Posted: July 6, 2023 at 10:12 pm
Muy buen artículo, Giovana. Y nos muestras realidades nuevas aunque coincidentes. Un saludo
Claudio Vaca