La siesta vespertina
Giovanna Rivero
Hace unos años, mientras escribía un artículo sobre algunos de los cambios que la ciencia ficción ha venido atravesando, acudí a las ideas de Fabián Ludueña Romandini en torno a la deriva de la humanidad después de que ya nada pudiera contener al Leviatán de los tiempos. Ese Leviatán, según Romandini, es el transhumanismo. Disfruté escribiendo ese artículo, me sentía recorriendo hipotéticos escenarios sostenidos con delicadeza por la ensoñación.
Hoy, luego de que la pandemia terminara de barrer con nuestros últimos restos de ingenuidad, es decir, cuando por fin el siglo XXI ha asentado su personalidad, vuelvo a las nociones de Ludueña Romandini y lo que experimento es horror, la extraña e incipiente lucidez de quien despierta de una siesta vespertina creyendo que es la madrugada, que llegará tarde a una cita importante –la cita definitoria–, que la cama es pura ingravidez. Nosotros –decía Ludueña Romandini en su libro Arcana Imperii (2018)–, somos los últimos humanos, los que incluso después de muertos asumiremos la incómoda posición ética y ontológica del testigo, aquel o aquella que ve, sin poder mover un dedo –como en la siesta vespertina–, un paisaje devastado: ya nada le dará continuidad a la existencia humana como solía ser. Sobre la faz de una ya irreconocible Gaia persistirán los póstumos, los que han visto, con abyecta clarividencia, lo que vendría. Nietzsche lo vio y a su encriptado pensamiento lo arrojó al mar del futuro en la botellita de la ‘postumidad’. ¿Hoy lo entendemos mejor? Quizás la tragedia sea ahora la gnosis más adecuada.
Y digo esto, claro, sabiendo que no anuncio nada nuevo. No hay ningún asombro en mi reflexión, tampoco lo hay, supongo, en quien ahora lee estos párrafos. Lo digo, más bien, con el estremecimiento que me produce la terrible certeza de esta emboscada histórica. Y es que ahora entiendo, no solo desde el intelecto, sino desde lo ostensivamente óntico, qué significa esta (no sé si tardía o precoz) naturaleza de los póstumos a la que se refería Ludueña Romandini. Cada célula de este cuerpo centrífugo, este cuerpo sometido a las leyes del tiempo y de los factores medioambientales, sabe que vivir es ir muriendo. Me gasto, me desgasto, me alejo. Y eso no me entristece, no en tanto me acompaño con la hermandad de la especie humana, a la que pertenezco.
De pronto, sin embargo, caigo en cuenta de que no todos los seres humanos nos dirigimos a eso irrevocable –vejez, enfermedad, extinción–, pues una minoría, cuya subjetividad se me escapa, ha pactado con los avatares del capitalismo para vencer la pendiente, lo pendiente. No les ha temblado el pulso a la hora de diseñar modificaciones genéticas inmensamente transformadoras, invadir las sinapsis cerebrales, el iris de los ojos, la capacidad perceptiva (antes limitada) de los sentidos, el temor necesario ante el misterio y un etcétera que comprueba la timidez de mi imaginación. El objetivo es reinar en este deteriorado planeta, ya no solo como súper raza, sino en una impúdica jerarquía que hace del resto de los cuerpos instrumentos descartables, esclavos sin singularidad, estadística a medio camino entre lo abstracto y lo putrefacto. Mientras tanto, esos novísimos póstumos usan las riquezas que producimos con nuestra sangre, con nuestra última juventud, con nuestra inteligencia derramada en las redes sociales, para propulsar naves espaciales que descubrirán otras geografías en el espacio extraterreno, otras vetas de combustibles prestos a mantener girando el Saṃsāra del extractivismo.
Un nuevo fundamentalismo
El temor ya inocultable a la inteligencia artificial (IA) en este momento se expresa en general como la súplica de un desamparado: no nos quiten nuestras fuentes laborales, no intervengan en la creación artística (acaso último resquicio para la imaginación humana), no roben el timbre único de nuestras voces, no suplanten la contundencia de los modestos hechos –aunque sean aborrecibles– por fake news cuyo respaldo en el plano de la realidad ya será imposible de descubrir y discernir. Creeremos con fe ciega en el reporte noticioso oficial de sucesos que no han ocurrido –pero ¡cómo saberlo!– y ese será el nuevo fundamentalismo. Tomaremos decisiones vitales basadas en esa percepción sostenida por lo incorpóreo, por un referente sin materia, por una extrema e invalidante ‘cibenersis’.
Y sin embargo…
Nosotras, las últimas humanas, nosotros, los últimos especímenes de esta fauna amenazada, todavía podemos hacer algo. Pienso, por ejemplo, en una performance que vi hace poco, mientras recorríamos con Alex el barrio chino de Montreal. Nos detuvimos en una calle fascinados por la música del guzheng: tres personas en posición de flor de loto meditaban, supongo que profundamente. Era posible detectar la serenidad en esos rostros olvidados de sí, sumidos en sí. Mientras tanto, dos mujeres solicitaban a los transeúntes que participaran con su firma en una protesta masiva contra la hegemonía de la inteligencia artificial. La protesta iba dirigida al gobierno chino. Al firmar, te entregaban un tríptico que explicaba el método Falun Dafa, disciplina de meditación que involucra la vibración del gong. En ese mismo tríptico recordaban la brutal represión que sufrió esta práctica en julio de 1999, cuando el gobierno chino encarceló a centenares de miles de personas que habían incorporado el Falun Dafa en el cotidiano de sus vidas. La libertad mental era una afrenta para el alto poderío. Muchos de esos prisioneros fueron asesinados para ‘cosechar’ sus órganos y alimentar así a la lucrativa industria del trasplante de órganos en ese país, que no favorecía a todos por igual. Uno puede pensar que quizás ahora la IA ofrezca una solución a ese tipo de colosales abusos, pero la historia nos ha enseñado a sospechar.
Supongo que al conectarnos afectivamente con la música y la visión de los cuerpos en meditación nuestro subconsciente –espacio íntimo que la virtualidad alucinatoria está poniendo en peligro– registró que esa preciosa soledad psíquica y/o espiritual llegaría a ser incompatible, o por lo menos de muy difícil coexistencia, con la hiperestimulación a la que gradualmente nos irá sometiendo la IA. Apunto esta impresión para no olvidarla y para agradecer la autenticidad de mi actividad onírica, incluso si lo que me espera al cerrar los ojos es una abominable pesadilla.
No es mi intención ser catastrofista, pero si algunos de los gurús de la tecnoglobalidad ya han querido limpiar sus conciencias advirtiendo sobre la necesidad de tomar distancia, de cerrar algunas puertas para que no se nos escape la totalidad de esta vida postmilenaria, cualquier cosa que yo pueda decir aquí es solo un suspiro, un gesto apenas. Resistir a esta avanzada, imagino, debe pasar por recordarnos que la debilidad es en ocasiones una fuerza. Tal vez sea urgente revisar y retornar a los valores de la cada vez más lejana Ilustración, a su siglo XVIII, cuando el sentido de la universalidad pasaba por aceptar que todos, absolutamente todos los seres humanos tenemos algo en común, algo verdaderamente significativo, trascendente y frágil. El costado más oscuro del transhumanismo es una nueva eugenesia y busca aniquilar ese inestimable puente común entre cada individuo de la especie.
Quizás sea el momento de construir una epistemología distinta para la palabra y noción de “futuro”, una que no pase como único tamiz por la neurótica dinámica obsolescencia-innovación tecnológica. Pienso en cuán facilona es la frase “el futuro ya está aquí”, pues anula el compromiso que debemos tener con el porvenir, coloca la inminencia en el lugar del proyecto, celebra la interfaz en lugar de la universalidad, nos inhabilita. Si una de las vías de esperanza reside en algunas ideas inteligentes que iluminaron nuestros pasados –el de Occidente, el de las civilizaciones prehispánicas, por ejemplo–, no sería descabellado apostar por la simultaneidad, por los tiempos múltiples, por la entropía de un reloj que todavía se parezca a la diástole y la sístole del corazón humano.
-Foto de Daniel Mingook Kim en Unsplash
Giovanna Rivero (Bolivia). Es doctora en literatura hispanoamericana por la University of Florida. Es autora de los libros de cuentos Tierra fresca de su tumba (2020) y Para comerte mejor (2015), y de la novela 98 segundos sin sombra (2014), entre otros libros. Fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina” (2011). Académica independiente. Junto a Magela Baudoin y Mariana Ríos dirige Editorial Mantis. Coordina talleres de escritura y lectura online. https://giovannarivero.com/
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Posted: May 18, 2023 at 2:26 pm