La última rosa
Malva Flores
Título: Fragmentos de una manzana y otros poemas, Sibilina/Fundación BBVA, Sevilla, 2011.
Autor: Miguel Ángel Zapata,
Se ha objetado a la poesía su autoproclamada voluntad de ejercer, a manera de juez, el usufructo de la Verdad y, en ese ejercicio, convocar el poder de las “esencias” –como si de un tráfico de influencias se tratara– y cuya resultante fuera la expresión de una o varias certezas que, en el mundo de hoy (nos dicen) resultan si no ridículas, sí patéticas. No es un reclamo reciente. La historia de la desavenencia entre la poesía y el mundo real viene de lejos y en ese ya largo debate se ha involucrado muchas veces la idea de que la poesía representa el cenit de la Alta Cultura, un edificio que la propia poesía debía derribar, dada su naturaleza revolucionaria. No me refiero aquí al sentido político que convoca de inmediato el término “revolucionaria”, aunque también pese en esta discusión y, para no ir muy lejos, conviene recordar aquellas palabras de Roberto Bolaño y Jorge Boccanera a finales de los setenta, donde, después de criticar ferozmente a quienes consideraban los poetas representantes de la Alta Cultura (en cuya cabeza situaban a Octavio Paz) exigen que la poesía ya no sea vista (y escrita) “como un cubículo universitario, ya no como un flujo circular de información, sino como una experiencia viva, lenguaje vivo, autopista de cabellos largos”.
Hoy parece que la polarización ideológica de aquellos tiempos ha terminado, al menos para la mayoría de los poetas que son los hijos del siglo XXI, muchos de los cuales vuelven a las formas y actitudes del pasado de manera acrítica, lo que no es bueno ni malo: sólo es una forma natural de renovación. Sus arranques escénicos, su búsqueda en la revolución y fusión de las formas a partir de los lenguajes y posibilidades habilitadas por la tecnología suponen, de fondo, una actitud similar a la de los poetas vanguardistas, sin su dejo ideológico y sí con el deseo de hacer de la poesía una “experiencia viva”, un “lenguajevivo”, aunque sea, muchas veces, virtual. Pero la poesía ha sido siempre un asunto virtual. Ante la andanada de reclamos a la poesía que se ve a sí misma como la poseedora de la verdad sin advertir su tufo solemne, cabe preguntarse si no ha operado aquí una confusión: los poetas no son la poesía. Aunque el valor de la sinécdoque, en poesía, es inobjetable, en este caso la naturaleza arbitraria del tropo se convierte en error de percepción. ¿Quién o quiénes apelan a las certezas? ¿Quién o quiénes creen que su función es revelar la verdad? ¿Cuál verdad? ¿La suma de las verdades individuales es la Verdad? La palabra Verdad convoca siempre a su opuesto y me asalta a cada paso aquella idea que ve en las novelas “mentiras contagiosas”, según nos dijo Volpi. ¿El poder de contagio de la poesía se ha eclipsado porque busca “la Verdad”, o son los poetas quienes lo han socavado? Son los poetas quienes han perdido a sus lectores, sostenidos tal vez del clavo desus certezas. La poesía es otra cosa, ¿o no? No voy a ser yo quien venga a decir alguna verdad en un asunto que lleva mucho discutiéndose. La segmentación de la vida y la cultura nos presenta el mundo como una serie de imágenes inconexas, donde es difícil encontrar el hilo que las anude y, más aún, la revelación de una verdad que sólo nos podría mostrar nuestro propio desasimiento, la falta de río (y no de autopista, como quiere Bolaño). Miguel Ángel Zapata (1955), el poeta peruano avecindado en Nueva York desde hace años, busca ese río. No es la suya una búsqueda heroica, aunque sí es de naturaleza romántica. Autor de un puñado de libros (Poemas para violín y orquesta, Lumbre de la letra, Escribir bajo el polvo, El cielo que me escribe o Cuervos, entre otros), en el título de otro de sus poemarios sintetiza toda su poética: Un pino me habla de la lluvia. Resultaría tal vez sorprendente atestiguar que la búsqueda del río se hace a orillas del Hudson, en la Urbe de Hierro y no en los bu- cólicos paisajes de algún sitio remoto en su Perú, o en la temblorosa fiebre de la Amazonia. Miguel Ángel no es un poeta telúrico. Sabe de la dificultad de apelar a esa voz, a esa entonación que canta la desmesura, por- que “Hoy día es otro mundo”, dice desde el puente de Brooklyn, en uno de los poemas que componen su último libro, Fragmentos de una manzana y otros poemas, donde Zapata reúne, como lo ha hecho antes, poemas apa- recidos en otras ediciones. Sus paisajes son los
nuestros y aunque el poeta viaja más allá de la Gran Manzana, observa aquí como allá –en París, en Venecia, en Vallarta o Buenos Aires; en una estación de trenes, en una mesa, quizá, frente a un álbum de viejas fotografías, o en el jardín de su casa, regando las flores o alimentando gansos– los enseres, personajes y gestos de nuestra vida cotidiana y de ellos recoge los signos de una restauración por la palabra.
“Yo sólo escribo lo que veo, por eso camino”. El poeta no aspira a revelar una totalidad, no cree en el vago edificio de la patria, como recuerda el epígrafe de “Fragmentos…”, donde Zapata nos dice, con Pessoa: “Prefiro rosas, meu amor, à pátria, / E antes magnólias amo / Que a glória e a virtude.”
La patria es la memoria. En ella aún pervive el eco de una esencia que no son “las esencias”, sino acaso un rumor, un tun tun que sobrevive:
Dime piedra de las alturas, cómo llegaste a mi corazón perdido entre tantos rasca- cielos? Cómo te hiciste claro de río/ Urubamba/ tambor de cielo, brisa de piedra que nos persigue? ¿Por qué se agrieta el aire como un puma hecho frase, cola de pájaro errante/ lenguaje del valle/ voz de la otra que te dejó en la altura de la pie- dra/ solito ante un reloj que te daba la hora, que te daba todo lo que no querrías?: La ventana dice algo de su eco, de la otra voz encontrada en su armadura, de su glacial de tinta verde, de su alta selva que retumba en mis palabras…
Y frente a esa alta selva del recuerdo; ante la otra, selva del asfalto, aparecen los enseres de una domesticidad asequible que nos dice: “la vida es todavía”. Para el poeta extranjero –pájaro o árbol “en medio del rui- do y la indiferencia”– surgen también los so- nidos de “un idioma / mutilado por la duda” y la conciencia de otros muros sordos, como aquel que se construye “en la frontera para suplir el / hondo vacío de las torres”. Asedio contra la muerte que ronda todo el libro, la poesía es una barca que se alza no como una Verdad, sino como la suma de las pequeñas verdades que hacen posible la vida. La lengua es la patria verdadera, es la madre que canta los lirios. Lengua y madre son –unidas, transfiguradas por la insistencia de la memoria y la palabra– “la última rosa sin llagas”.
Más allá de los poetas, la poesía per- manece, todavía, sin llagas. Algunos poetas pueden mirar el rostro de la poesía en el es- pejo fragmentado del mundo y hacer de ella un hilo que devuelva al entramado su forma verdadera. Por eso, Miguel Ángel Zapata puede aún decirnos: “El domingo pasado leía con esmero a Francis Ponge. Callado me decía: abraza una puerta, siente el umbral de sus arcos, atraviesa su temor hacia el aire nuevo de su aldaba. Ahí está la poesía.”
Posted: June 12, 2012 at 4:14 pm