Las dimensiones del vacío
Miriam Mabel Martínez
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Mi cuerpo se acostumbró a este espacio. Lo conozco de memoria, al igual que las texturas, los olores y los sonidos, incluidas las distintas intensidades de la lluvia al estrellarse en los vidrios o las velocidades del viento agitando la copa gigantesca del árbol que custodia el frente. Lo he visto crecer centímetro a centímetro durante más de 20 años. Lo he admirado duplicar su tamaño y extenderse hasta la mitad de la terraza erigiéndose un techo verde protector. En sus ramas fuertes e “invasivas” –para algunos– estoy yo. Está la familia que arropó dos décadas, las fiestas, las noches, los amaneceres, los cafecitos y las pérdidas. Debajo de él, los dolores aminoraron. Extrañaré el trino de los pájaros, esos cantos a los que se aferró mi perro Morgan antes de morir. Este árbol fue nuestro escudo. Nos dio sombra en los veranos y cobijo en granizadas y tormentas. Me parece inimaginable que ya no lo veré al despertar, que ya no estará tras mi ventana en el límite entre el adentro y afuera. Tan cerca de mí como yo de él. Otra separación.
Es difícil soltar. Soltar. Dejar ir. ¿De eso se tratan las mudanzas? No lo sé. Apenas entiendo nada. Esa nada se ha anclado en mis sueños sin imágenes en las que sólo escucho muebles arrastrando, cinta canela rompiéndose, cajas cerrándose, platos chocando, vasos rozando con las copas y así un remix de mis discos, los de Iván, los de sus abuelos, tíos… Luego el silencio y luego la Sinfonía número 2 de Gustav Mahler dirigida por Rafael Kubelik para Deutsche Grammaphon, los Chanst révolutionanaires du monde par le groupe “17”, Creole Love Call con Duke Ellington y su orquesta, Hole in my life de The Police… luego una voz familiar y desconocida en off recitando las cartas de Antonio a Margarita, sus papás para después enunciar lo que sigue: empacar bien las fotos, que quizá no podremos llevarnos la lámpara y, definitivamente, tendremos que renunciar a la buganvilia y a un porcentaje significativo de los libros, que ya es imposible conservar la vajilla de mi suegra y los libros en francés de la abuela de Iván tendrán un mejor hogar en alguna biblioteca, que mis CD son, parafraseando a Jean Baudrillard una nostálgica mercancía como los LP’s de música brasileña que recuperamos del olvido al vaciar el departamento de Margarita, que deberé escoger qué estambres conservar, una elección tan difícil como la del futuro reacomodo de los cuadros. ¿Cómo se verán en otras paredes?
Revisar, empacar, reorganizar, desechar, recordar, limpiar, elegir qué es eso que nos llevaremos, qué deseamos llevarnos, pero ya no tiene cupo. ¿Cómo distinguir lo necesario de lo innecesario? Desde la muerte de mi padre le he perdido el miedo a los objetos, no temo conservarlos ni procurarles una nueva vida. Porque si algo sé ahora es que los objetos nunca se van del todo porque permanecen ya sea en la memoria corporal o en la documental. Ahí están en la foto digital, en las redes, en los ya casi extintos álbumes de familia, en las charlas, en el cuerpo que recuerda sostenerlo o rodearlo o tocarlo, incluso en la remembranza espontánea que surge por cualquier motivo, ya sea una canción, un paseo, una frase, un sonido… o porque sí.
Mudarse es moverse. Repensar los conceptos de casa, techo, hogar, cobijo, historia. Moverse es mudarse. Cambiar de hábitos, de paisaje, elegir el equipaje que podemos cargar. Mudarse es tener expectativas y engrosar el pasado tras la dura tarea de enfrentarlo al empacar. Es escribir otra narrativa, activar el desconcierto tras sacudir la comodidad. ¿Por qué aspiramos la comodidad si, quizá, la incomodidad es nuestra mejor aliada.
Estoy incómoda y esta certeza me libera. Ya no añoraré el calorcito tan acogedor de esta casa antes de que las construcciones voraces nos negaran el derecho al Sol. La frialdad del sistema ocupando mi casa, expulsándome lentamente como la gentrificación, ésa de la que nadie escapa, ni quienes nacieron aquí ni quienes se enraizaron tras los terremotos del 85 que hoy parecen ficción, a pesar de que algunos de los huecos que dejaron no han sido ocupados. Un barrio tan fotogénico que pasó del blanco y negro, en el Parque España, donde Pepe el Toro se encuentra con Andrea (la esposa del papá de Chachita) en Ustedes los ricos, al color ochentero de Mariana, Mariana, dirigida por Alberto Isaac y basada en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (vecino de “a la vuelta”) para regresar al blanco y negro posmoderno de Roma de Alfonso Cuarón. Un barrio que ya no se parece al que llegué, como muchos, para caminarlo y paso a paso homenajear su trazo urbano tan amable para admirar la arquitectura art nouveau y transitar los camellones arbolados y las calles en las que comercios locales compartían la cotidianidad con los residentes sin mezquindades ni pretensiones.
Me gustaba toparme en la fondita de don Luis, al sastre, al peletero; compartir el martes de tianguis con el plomero y toparme en el pan a Sebastián, mejor conocido como el Güero, quien aprendió de niño el oficio observado a su padre trabajar en la cerrajería que mantuvo por más de 45 años en la misma locación, hasta que la venta del inmueble lo obligó a mudarse a un garaje acondicionado. Lo mismo le pasó a don Luis, el mismo inversionista compró la esquina que compartía con una pollería, una fondita y dos departamentos. Vagar de un lugar a otro, expulsado de un territorio habitado ya por personas que aspiran a vivir en edificios inteligentes “donde vive el éxito”, pletóricos de amenities inspiradas en los all inclusive, que les hacen vivir la apuesta de su inversión. Nómadas análogos que se mudan de una calle a otra, de un local grande a otro más pequeño como le ha sucedido a Héctor, experto en arreglar aparatos electrodomésticos, otro oficio que poco a poco ha perdido demanda, como el zapatero de Benjamín Hill y la carpintería que durante años colindó con los “Cambio de Clutch de Fausto” y el taller mecánico que Ernesto aún comanda, tras la muerte de su padre hace ya casi 30 años. También han resistido la tlapalería y la peletería de Michoacán, notas al pie de una crónica que parece más una ficción junto a las boutiques shop que ofrecen Tennis Repair, café de altura de 800 pesos el kilo, venta a granel de premios gourmet de hígado deshidratado para los perrijos que se merecen –además de su spa en Perro de mundo y arneses haute couture– sus 100 gramos diarios de consentimiento tan solo por 120 pesos, precio similar al kilo de mole que, por cierto, pronto saldrá de la lista de productos porque si bien es delicioso, pica y no acumula los likes necesarios para permanecer en el catálogo ni cumple con las expectativas culinarias de los nuevos residentes, esos que desconocen los viernes de mole de olla de Las Chalupitas, que no han probado la fabada de La Naval ni la sopa de ajo del Sep’s, comidas políticamente incorrectas como los tacos cachondos de las cantinas Montejo y Xel-ha. Menús omnívoros que les representan más que otra época, un modo de vida distinto tan desconcertante como imaginar una vida analógica, casas con portones que se abren con ¡llaves! y no con huella digital; ventanas cuyos marcos son obras de maestras de la herrería, azoteas con lavaderos y tendederos, cuartos de cocina con tarjas para lavar las jergas, lámparas encendidas manualmente, tornamesas que no obedecen a Alexa, departamentos sin porteros que reciban paquetes ni cámaras que registren las faltas ajenas, que vigilen que nadie de fenotipo distinto se cuele en nuestra cotidianidad. Cerrar el circuito para conservar un modo de vida que prefiere ser espectador y observar desde cámaras con gran angular los movimientos y gestos de quienes transitan la película del espacio público.
Modos de vida que parecieran incompatibles no por las acciones, sino por los costos. Las escenografías han cambiado y exigen protagonistas que combinen con los fondos y luzcan similares al aburguesamiento aspiracional que impone el ritmo de la gentrificación que ha sido uno de los ejes globales de la economía. A un cuarto del siglo XXI, la ilusión noventera de ser ciudadano del mundo ha homogenizado a las ciudades, porque las reglas neoliberales saben bien que es mejor negocio disfrazar los centros de las megalópolis en mainstream que combatir la desigualdad. Total si no puedo ir al mundo, que el mundo venga a mí, pero no al estilo Las Vegas, donde se escenifica –¿o parodia?– los clichés de las megalópolis. No. Acá de lo que se trata es de constreñir el mundo sin particularidades, sino en las generalidades del consumo. Que mi Flat White me traslade en un sorbo a una cafetería idéntica en San Francisco; que mi croissant au chocolat me sepa a un París de postal, que mi bagel con salmón no me haga añorar Nueva York, que el toast de hummus se parezca al de las series de Netflix desarrolladas en Berlín y que el curry se parezca a el de las películas de Bollywood, mientras actúo frente a una cámara imaginaria respetando el guion: con mi iPad en segundo plano, porque el primero está ocupado por mi perro a mis pies. Un rodaje que simula que estoy en cualquier parte del mundo menos en la CDMX, en otra locación donde imagino todo es distinto, porque allá las cosas sí funcionan y si no, por lo menos fotografían mejor. Mi modo de vida ya no es fotogénico. Y como el que se mueve no sale en la foto. Estoy fuera.
Se me había olvidado lo grande que es este lugar que ya no es mi casa. Había olvidado las dimensiones del vacío, tamaños de los que me enamoré cuando los recorrí por primera vez y los imaginé llenos de nuestras cosas. Techos altos en los que los ladridos de Montana y Nico hoy rebotan de una pared a otra; paredes blancas en las que ya nada cuelga ni sostienen nada. Ya no hay cuadros, ni lámparas ni libreros. Recorro esta casa por última vez aún esquivando la mesa, el sofá, la vitrina, la cama. Me resulta casi mágico que mañana ya no estaré yo aquí, que este domicilio tan solo estará –y por tiempo limitado– en mi INE. Los pasos de mis perros estrujan el silencio de una madera que no sabe estar callada, como tampoco lo sabe mi memoria. Habitaciones que abrazaron no sólo a mis muebles, sino a nosotros. Mesas, lámparas, baúles, sillones, vajillas, libros, cubiertos, marcos, floreros, fotografías, discos, tornamesas, cómodas, roperos que han sido el hogar no sólo de mi historia antes de aquí y que desde ahora son parte de mi historia aquí, la cual también está empacada. Cambiaré de domicilio y mi hogar hoy está cajas, acomodado cuidadosamente para que no se rompa. Listo para ser desempacado en otro lugar para narrar la vida que nos espera.
*Foto de Brandable Box en Unsplash
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda y Mujeres (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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Posted: February 6, 2025 at 10:28 pm