Lo post-transfronterizo
Heriberto Yépez
Podríamos hablar de una canclinización de la frontera. Me refiero a la función paradigmática que tuvo el libro Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, de Néstor García Canclini (1990). Algunas de las ideas de Canclini (acompañadas de un veloz e intrigante análisis de Tijuana cerca del final del volumen) se volvieron la definición oficial de la cultura fronteriza del noroeste de México entre académicos, artistas, escritores, periodistas y otros agentes culturales. Fuimos canclinizados.
Escribió Canclini: “Durante los dos periodos en que estudié los conflictos interculturales del lado mexicano de la frontera, en Tijuana, en 1985 y 1988, varias veces pensé que esta ciudad es, junto con Nueva York, uno de los mayores laboratorios de la posmodernidad”. Entre estas comunidades interesadas en el discurso sobre la frontera mexicana, Tijuana se volvió sinónimo de laboratorio de “fusión” y “cultura híbrida”.
La tesis era, indudablemente, excitante. Era un elogio. Y era, por supuesto, una forma de glamourizar la región fronteriza mexicana, de volverla cool. Era un mito muy conveniente: incrementaba el capital simbólico de nativos y tijuanólogos foráneos. Se volvió nuestra tijuanología preferida.
La presencia del inglés en la vía pública de la frontera mexicana –la Av. Revolución de los turistas como lingua franca–, la anarquitectura popular –casas hechas con desechos norteamericanos, desde láminas hasta llantas usadas–, las maquiladoras –las naves industriales como Space Invaders que reconstruían el territorio–, el cruce diario de miles de personas entre Tijuana y San Diego, California –y el cruce ilegal, ya consolidado, en esta su sede más mítica–, el arte fronterizo –la escena artística de Tijuana protagonizada, en buena medida, por el festival binacional de obras para sitio específico InSite, además del surgimiento de una vibrante escena de arte fronterizo encabezado por artistas que usaban lo urbano, para-situacionista, reciclaje y una actitud do it yourself– y movimientos como el de la literatura fronteriza (post-mexicana) y Nortec –que fusionaba sonido de música norteña popular y electrónica– parecían justifi car que Tijuana y/o la frontera mexicana fuesen defi- nidas como una zona autónoma, a room of its own.
Pero había algo sospechosa en el postulado, que se antojaba, al menos, hiperbólico.
De arranque, la frontera mexicana como “cultura híbrida” era una aplicación entusiasta de las teorías posmodernistas –más cerca de Venturi y Lyotard que de Jameson o Clifford– y, en ese sentido, una versión más de cómo se explicaba la frontera mediante modelos construidos para explicar otros imaginarios y entornos específicos.
Hubo quien, por ejemplo, señalaba que usar la labor de Guillermo Gómez Peña como representativa de la cultura fronteriza (del lado mexicano, en Tijuana) implicaba, por una parte, soslayar la literatura producida por la zona (digamos, la obra de Rosina Conde, Luis Humberto Crosthwaite, Roberto Castillo, Rafa Saavedra, por sólo mencionar cuatro autores de literatura tijuanense- fronteriza). Este fue el señalamiento que en varias ocasiones escuché en foros al crítico de literatura fronteriza Humberto Félix Berumen, autor del estudio Tijuana, la horrible. Entre la historia y el mito (2003). Canclini fue percibido por algunos agentes discursivos de la región como un nuevo capítulo de un recurrente discurso que folclorizaba (en este caso con globalística) la ciudad y un nuevo avatar del mito (desde ciudad maldita a ciudad híbrida, desde ciudad de perdición a ciudad de fusión).
Fuimos, pues, construyendo una respuesta crítica a las tesis de Canclini que aunque procedían de una seria reflexión académica poseían fuertes tintes pop o, al menos, así fueron recibidas. Como el propio Canclini lo anotó en su libro, Tijuana posee un tenaz espíritu de autodefinición y reterritorialización por lo que esta defi- nición fue sometida a discusión. No se trataba, precisamente, de una autodefinición y, sin embargo, a muchos agradaba, justificaba, teorizaba, estetizaba.
El peso de la visión de Canclini se impuso. La idea de Tijuana como entidad “híbrida”, “posmoderna” se consolidó por más de una década. Era un modelo explicativo demasiado atractivo y la figura “laboratorio de la posmodernidad” o la expresión “cultura híbrida” lo suficientemente polisémica o ambigua como para prestarse a interpretaciones o semiosis diversas, incluso malentendidos (como, en efecto, ocurrió en buena parte de quienes citaban o rememoraban tales fraseologías vinculadas a Canclini).
No muchos advirtieron que a pesar de la agudeza de Canclini, su definición comportaba una estetización de la frontera, por ende, una despolitización.
Además, la idea de Canclini, que era intrigante en su libro, se fue desgastando en otros autores o referencias; se le fue haciendo más y más light, trivializándole. “Posmodernidad” fue entendido como un avance (en cierta manera hegeliano, sintético, fusivo, global), un espacio-tiempo en que se cocinaba una nueva fórmula de estilo de vida. Tijuana como ciudad hecha a la carta, cultura autodiseñada.
La frontera mexicana como “cultura híbrida” devino etiqueta cool, acrítica, usada dentro y fuera sin el contexto analítico en que apareció en Canclini. Por otro lado, quienes señalábamos ciertas debilidades de la tesis éramos descalificados y malinterpretados. (Canclini era una autoridad; sustentada, incluso, por la academia regional). En mi caso, desde una perspectiva lúdicoliteraria, en libros como Tijuanologías (2006) o Made in Tijuana (2005), en que reproducía textos aparecidos en revistas a finales y principios de este siglo, alegué que la lógica cultural de Tijuana era una continuación de la lógica cultural mexicana, era uno de sus avatares y no primordialmente una cultura híbrida o sintética (una “tercera nación” para utilizar el término que Antonio Navalón, el empresario y gestor cultural, empleó a propósito de una campaña de arte-publicidad y educación para entender la ciudad desde este modelo). Mi pregunta era: ¿laboratorio o abortorio de la posmodernidad? ¿Espacio de unión, amalgama y síntesis de culturas o sitio donde se hacían más evidentes las asimetrías, desigualdades y repulsión entre culturas? ¿Fusión o fisión?
La típica recepción me acusaba de utilizar un modelo nacionalista (una defensa nacionalista) de la frontera, lo cual no era en modo alguno mi intención. Pero se equiparó negar la exactitud de la teoría de lo híbrido con defender una “pureza”. Lo que yo alegaba era que afortunada o desgraciadamente la cultura fronteriza tijuanense era parte del proceso de las mexicanidades y la teoría posmoderna de la hibridización era una involuntaria (y nueva) estrategia para desdibujar las contradicciones entre las culturas aquí en tensión, señalando asimismo sus supuestas síntesis que, en mi opinión, sólo reúnen ingredientes hegemónicos de estas culturas, por lo que la hibridación no es más que una confirmación de los elementos más reaccionarios de los sistemas culturales y, por ende, una estrategia cultural conservadora, más que innovadora. No pretendo repetir los argumentos que he colocado en otros textos, sólo me gustaría señalar que la tesis de Canclini fue de un gran valor para acelerar la reflexión sobre lo transfronterizo.
Paulatinamente, mi contestación a las tesis de Canclini fue ganando cierta atención. El 9-11 y el crecimiento de la narcoviolencia hicieron que las tesis optimistas acerca de la cultura fronteriza (tijuanense) dejaran su sitio a otras posturas, menos festivas. El party de la idea de lo híbrido y el laboratorio de la posmodernidad comenzaban a eclipsarse. Adiós, Happy Hybrido.
Recientemente apareció un estudio urbano del investigador Tito Alegría: Metrópolis transfronteriza. Revisión de la hipótesis y evidencias de Tijuana, México y San Diego, Estados Unidos (2009). Ese estudio es una respuesta a otros libros que se volvieron paradigmáticos, como Where North Meets South. Cities, Space, and Politics on the U.S.-Mexico Border (1990) o Postborder City: Cultural Spaces of Bajalta California (2003) editado por M. J. Dear y G. Leclerc, cuyas tesis consistían, fundamentalmente, en el carácter híbrido o transfronterizo de Tijuana.
Desde las primeras páginas, Alegría advierte:
La conclusión general es que Tijuana y San Diego son diferentes tanto en la forma urbana como en sus mecanismos generadores de formas: ambas ciudades no son parte de una unidad sistémica y, por consiguiente, no conforman una región metropolitana transfronteriza… Al llamar “metrópolis transfronteriza” a estas ciudades vecinas, la conceptualización aludida es de naturaleza impresionista y tiene una sustentación teórica débil…
Como alguien dijo en la presentación en Tijuana, el libro de Alegría es un “baldazo de agua fría” a los defensores de la utopía transfronteriza. En esta obra no se menciona, que yo recuerde, a Canclini, pues se ocupa del aspecto urbano y no del cultural. Pero la conclusión de este académico cercioró lo que otros habíamos especulado o cuestionado desde dimensiones literarias o filosóficas. La ciudad transfronteriza era otro mito.
El libro de Alegría, pues, alega que, al menos en lo económico, no existe una entidad transfronteriza. Cada localidad en cada lado de la frontera funciona de acuerdo a una propia estructura económica y modelo de crecimiento/ formación urbana distintas. Sospecho que este libro, cuyo valor polémico es alto debido menos a su tono –es un libro académico– que a sus implicaciones –fundamentalmente busca probar con datos duros lo improcedente de hablar de lo transfronterizo en esta región del globo–, sin embargo, tenderá a ser puesto de lado, porque la tesis de lo transfronterizo, a pesar del contexto de reforzamiento de la división entre ambos lados de la frontera (el muro, que no sólo es físico sino que cada vez más un muro cultural, social, económico), sigue siendo una postura que sustenta desde carreras académicas y fraseologías disciplinarias hasta proyectos artísticos y esperanzas personales. En los siguiente años veremos qué sucede con investigaciones como las de Alegría. Si crean un contrapeso o son neutralizadas, silenciadas, como sospecho ocurrirá, debido a que no sólo no fomenta el mito persistente de la transfronterizo/ híbrido/posmoderno sino que no ofrece otra mito brillante o moda semiótica posible. Se trata, por así decirlo, de una teoría aguafiestas.
Pero quienes hemos postulado la necesidad de sustituir los conceptos (y metáforas) dominantes en la academia y el discurso sobre la frontera de México-Estados Unidos, sabemos que la fusión no es la dinámica dirigente de formación de cultura (sino otros fenómenos como la fisión) sino que lo transfronterizo o es una utopía (y como utopía reflejaría, por ende, los paradigmas hegemónicos) o tenemos que ajustar la manera en que definimos fenómenos como el de comunidades, familias o individuos que cruzan o conciben sus realidades existenciales moviéndose en ambas naciones (y varias culturas).
Algo hay claro, y es provechosamente contradictorio: no hay ciudades transfronterizas pero sí comunidades e individuos que habitan, cruzan, interactúan en culturas divididas por las fronteras y estructuras heterogéneas de ambos países.
Pero lo transfronterizo, como tal, es un concepto caduco. Lo transfronterizo implica una continuidad de lógicas, un sistema compartido o una zona (económica o semiótica) continua o correlativa. Pero lo que opera entre los dos lados de la fronteras son discontinuidades, fracturas o, como yo prefiero decirlo, fallas.
La pregunta ¿qué es la frontera? sigue sin respuesta.
Tenemos una pista: cada vez es más fehaciente que tenemos que pensar en términos post-transfronterizos.
Posted: April 21, 2012 at 12:56 am