MUNDO-VIOLENCIA. SOBRE UNA NOVELA DE FERNANDA MELCHOR
Ernesto Hernández Busto
He leído, primero con asombro y luego con fervor, la novela Temporada de huracanes, de la escritora veracruzana Fernanda Melchor, recién editada por Penguin Random House. De ella tenía, apenas, referencias; buenas recomendaciones mediatizadas por la desconfianza que me suele inspirar la obra de narradores jóvenes. Asombro doble, entonces: esa suspensión momentánea y genérica de la credulidad que provoca la maestría narrativa, y mi propia sorpresa, más plebeya, de lector escéptico y un poco snob al topar con una voz rotunda y originalísima, incluso dentro de un panorama, el de la ficción contemporánea mexicana (Julián Herbert, Emiliano Monge, Verónica Gerber, Yuri Herrera…) donde no escasean lo vital y lo auténtico.
La trama puede resumirse en pocas líneas: en una ranchería se ha cometido un crimen, y el libro empieza con el hallazgo de ese cadáver: la Bruja, primero aludida como mujer y luego –en un giro de tuerca narrativo– como un travesti que carga también con la función de víctima propiciatoria, pretexto donde se entrecruzan las otras historias que se despliegan vertiginosamente a lo largo de 200 páginas: las vidas del grupo de adolescentes involucrados en el crimen. Un crimen que acaba siendo inseparable de esas historias de formación, de tanta entrañable esencia contrahecha, como la cáscara de ciertos frutos secos y agrietados, inútiles víctimas del clima. La lógica inexorable de lo trágico suele aparecer hoy disfrazada de crónica roja (“Se puede hallar a Heracles y Deyanira cualquier mañana de domingo en una estación de policía” –escribía el gran Gilbert Murray en sus Estudios griegos) y en este libro hay un convincente desbordamiento de tales situaciones extremas, una resignación generalizada, una atmósfera turbia y, sin embargo, omnipresente, natural, consuetudinaria.
Así contada, ojeada desde la contracubierta, esta novela parecería otra de las tantas ficciones recientes que giran alrededor de México como epicentro y teatro de la violencia, escenario del mal y sus tentaciones, un México construido a partir de ciertas vidas que un narrador clasemediero y urbano suele contemplar desde lejos, y reimagina o usa como pretexto para personajes bizarros y chocantes: eso que llaman “sabor local”. Pero basta leer las primeras veinte páginas de este libro para darse cuenta de que estamos ante una apuesta de otra magnitud, de otro calado.
No por gusto uno de los exergos de este libro es un poema de Yeats que habla del nacimiento de una belleza terrible. Todo el libro gira alrededor de esa idea trágica, pero despojada ya de cualquier aura romántica o redentora. Porque se trata de un descenso, un viaje de la muerte a la muerte –y no por gusto la última escena de esta novela tiene lugar en un cementerio donde hay un sepulturero que habla a los muertos para tranquilizarlos, para aquietar a esos posibles fantasmas, para exorcisarlos.
Tampoco incurre Melchor, por suerte, en ese uso tópico de la muerte-como-parte-del-ser-mexicano, que suele emocionar a tanto lector gringo o agringado. La muerte que vemos asomarse en esta ranchería es la inexcusable violencia del mito, la que aparece en el paisaje mexicano pero también en África, la pampa o en Shakespeare, la que coquetea siempre con el sexo y con el límite: un universal siempre renovado. Uno de sus nudos es el motivo ancestral de la Bruja, y hay momentos de la novela en que nos parece estar leyendo una síntesis de Rulfo con The Devils of Loudun, de Aldous Huxley: cada rasgo del personaje ha sido previsto para ser, al mismo tiempo, congruente con el escenario y elevarse hasta conseguir la dimensión de fábula o arquetipo.
Se hace, también, eso que los críticos llaman “un retrato de la sociedad”, pero de una manera radial y sesgada, lejos del ánimo testimonial de un periodismo de nota roja o, más bien, convirtiendo en ficción elaboradísima cualquier atisbo de esa función. Es como si, hartos de tanta novela que explota el amarillismo o la violencia, un escritor decidiera vengarse emprendiendo el movimiento contrario: extraer de un puñado de terribles testimonios cotidianos la grandeza de lo mítico. En Temporada de huracanes he contado al menos diez personajes perfectamente construidos; incluso los “secundarios” tienen siempre un detalle estremecedor e inolvidable. Sucede, además, que es una novela concebida desde cierta visión matriarcal del mundo, donde la masculinidad está siempre juzgada, puesto en entredicho, asediada, confrontada por casi todas las voces, como en una ordalía coral. Desde ese punto de vista, la historia que se cuenta es una suerte de telaraña o tapiz en cuyo centro hay una Bruja esencial: no sólo el personaje así aludido, sino la propia Narradora-Circe que reparte con estudiada parsimonia y oportunidad sus venganzas-metamorfosis.
Pero lo principal de esta novela, lo que la hace grandiosa es el dominio del lenguaje. Sólo el lenguaje es capaz de certificar la creación de un mundo novelesco, y en esta novela se combinan ambas cosas, lenguaje y trama, a un nivel poco frecuente en la narrativa latinoamericana actual. Precisión de cada palabra y tono, ritornello de una oralidad no exenta de otros registros (las alusiones a las letras de canciones o al lenguaje judicial, por ejemplo); ritmo estudiadísimo y, sin embargo, fluido; maestría de estilo que delata una lectura atenta de Onetti y el mejor García Márquez, pero que borra en su rotunda originalidad cualquier influencia visible, cualquier referencia que nos distraiga de esa especie de encantamiento culpable que siente un lector enganchado al retozo de ángeles terribles.
Hartos ya de tanta novela primeriza que trata de sacar partido de lo autobiográfico a un nivel elemental, que concibe la ficción como el disfraz de heridas intrascendentes, que abusa del tono confesional para ofrecernos historias deslavazadas de amores frustrados o dramas que sólo el narcisimo del escritor-aspirante-a-escritor puede pretender elevar a literatura, la elaborada estructura narrativa y la contundencia espiritual de Temporada de huracanes se levantan como insobornable evidencia de grandeza. Un libro ineludible, de esos que aparecen una vez por década, y en el que puede cifrarse la valentía última de un verdadero escritor: mundo-violencia, abismo-personaje, carne-relato de una dolorosa sabiduría que pocas veces nos atrevemos a dejar por escrito.
Ernesto Hernández Busto (La Habana, Cuba, 1968). Poeta, ensayista, editor y traductor cubano residente en Barcelona. Entre sus títulos más recientes se encuentran La ruta natural (Vaso Roto, 2015) y Diario de Kioto (Cuadrivio, 2015). Colabora en El País.
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Posted: October 24, 2017 at 10:15 pm