PASEO A UN NO LUGAR
Tanya Huntington
Para Jimena, Isabel, Emilio y Jorge,
quienes lo padecieron conmigo
Igual que cada planta, cada palabra tiene raíces. Las de la cultura sostienen una relación originaria con la jardinería: ambas abrevan de los cultivos.
En la épica de Gilgamesh, consignada a los surcos de la escritura hace más de cuatro mil años, brota en el límite de una de las múltiples lagunas del texto una referencia seductora a un jardín enjoyado de los dioses, enclavado más allá de un bosque de cedros. Dentro de la tradición judeocristiana, el origen de nuestra especie comienza dentro de un jardín donde crecían todos los árboles que son placenteros a la vista y buenos para comer, además del árbol de la vida y aquel otro que acabó con la fiesta: el del conocimiento del bien y del mal. Era todo un Edén.
Desde entonces, cada jardín que plantamos expresa nuestra añoranza por aquellos míticos paraísos perdidos. Los esfuerzos más reconocidos para crear un locus amoenus a posteriori incluyen una séptima parte de las maravillas del mundo antiguo, los cuasi míticos jardines colgantes de Babilonia donde según el sacerdote Beroso, el rey Nabucodonosor II logró reproducir con la arquitectura del paisaje la geografía accidentada que caracterizaba la tierra natal de su reina, Meda Amytis.
De allí mi emoción a la hora de formar una expedición familiar estas pasadas vacaciones a un nuevo jardín botánico, ubicado en un lugar de Morelos de cuyo nombre no quiero acordarme por motivos que apuntaré a continuación. Cuando llegamos, había señales que, en retrospectiva, deberían de haber sido atendidas debidamente. No de esos que son discretos o difíciles de percibir, sino señales de la escala de un baobab. Por ejemplo, debería de haber levantado más de una sospecha la taquilla en sí, que reproducía el diseño (y el costo) de un parque de diversiones y mantenía varias filas donde avanzamos a paso de tortuga, sin el beneficio de la sombra de una sola hoja. Llenos de optimismo, concluimos que esa probada del “efecto del estacionamiento” que tanto lamentan los ecologistas se había propiciado con tal de inculcarnos el horror de lo que sucede en todos aquellos lugares que carecen de jardines botánicos, antes de que disfrutáramos de sus beneficios.
Llenos de un nuevo fervor verdusco, aunque un poco deshidratados, después de haber pagado lo suficiente como para ver un auténtico baobab en vías de crecimiento, nos ceñimos unas brazaletas mercadológicamente diseñadas para hacernos sentir como clientes exclusivos. O cuando menos, supusimos que tenía que haber sido con tal de lograr ese efecto, dado que no había ninguna necesidad práctica: estábamos a kilómetros de cualquier poblado deseoso de invadir exclusividades. Ya dentro de las instalaciones, se cumplió la promesa de la taquilla: era evidente que lo que íbamos a cruzar durante las siguientes horas era justamente como un exclusivo parque de diversiones, pero sin el agobio de las atracciones mecánicas. Eso sí, habría estruendosos bailes folclóricos ubicados en lugares estratégicos a lo largo del recorrido en un audaz giro contra aquel cliché gastado que dicta que los jardines deben ser lugares de una serenidad silenciosa. Después de todo, ¿por qué no imprimir en ellos nuestra predilección nacional por las bocinas tronadas?
Hablando de lo nacional, aunque la ya notoria taquilla nos había prometido jardines de México justo antes de cobrarnos la estrafalaria entrada, resultó que, igual que la zona de comida rápida dentro de un centro comercial ofrece facsimilares de la cocina japonesa o italiana, aquí habría secciones que asumirían esos mismos gentilicios. Eso sí, su ambiente algo hechizo invitaba a considerarlos como un jardín “japonés”, o un jardín “italiano”, para hacer honor a esa otra costumbre tan apreciada entre nosotros, la de colocar comillas en absolutamente todos los changarros. ¿Que no eran auténticos? Es lo de menos, ya en estas épocas de post-postmodernidad, todo se vacía de sentido y todo se vuelve vestigio, aunque nos quedemos con la sensación de que igual que el apéndice que llevamos adentro al nacer, alguna vez tuviera un propósito mayor.
Cosas que vimos: había un “laberinto” de arbustos anodinos dentro el cual no había riesgo alguno de perderse, que se trataba más bien de hacer fila sin que hubiera nada al final —ni siquiera uno de los antemencionados ¡y festivos! bailes folclóricos. También un invernadero de orquídeas repleto de distintos ejemplares de la misma orquídea, porque ¿quién dice que un jardín botánico debe contener diversidad? ¡Chupa faros, Charles Darwin! En nuestros tiempos post-Dolly, nada refleja mejor la biología que atestiguar vastas aglomeraciones de clones. Atravesamos campos infinitos de nochebuenas, además de enormes estatuas compuestas de dichas nochebuenas que representaban ¿aves navideñas? ¿Santa Closes? Se perdía algo del contorno debido al elemento orgánico, o tal vez las macetas. Eso nos hizo soñar con los ojos abiertos de cómo cambiaría ese panorama en cuanto llegaran los lirios de Pascua, que sin duda formarían un conejo gigante o quizás un crucifijo, o los cempasúchiles de día de Muertos, montados en representación de los personajes centrales de Coco, o más bien de calacas estándar, para evitar cualquier lío legal con Disney. Y finalmente, presenciamos enormes foros vacíos que solo esperaban llenarse de conciertos o bodas o camiones de turistas. En eso, me parece este “jardín botánico” no solo era digno de sus comillas, sino particularmente vanguardista por lo siguiente: las haciendas, por ejemplo, eran un temible sistema económico antes de que pasaran a ser lugares de fiesta. Son espacios reciclados de manera virtuosa. Mientras que aquí, los jardines se crearon ex-profeso para servir como fondo de los recuerdos fotográficos de cualquier rito de pasaje —aquí, rito de paisaje, jajaja. Usted, amable lector, me perdonará el mal chiste: es que el largo recorrido dentro de aquellos jardines, o mejor dicho, “jardines”, se prestaba para que abundaran ocurrencias de esa índole.
Cosas que no vimos: latosos letreros con impronunciables nombres científicos de plantas en latín. ¡Fiú!
Tanya Huntington is the author of Martín Luis Guzmán: Entre el águila y la serpiente, A Dozen Sonnets for Different Lovers, and Return. She is Managing Editor of Literal. Her Twitter is @Tanya Huntington
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Posted: January 21, 2019 at 10:25 pm