Posverdad. Una entrevista con Raúl Trejo Delarbre
Ariel Ruiz Mondragón
Las mentiras son privativas de toda la historia política, de todos los sistemas políticos, y puede haber, incluso, formas de gobierno que no sean populistas y en donde avance la posverdad. A mí me interesa registrar la convergencia y cómo se emparentan, y he encontrado que el líder populista exagera, distorsiona, enfrenta, polariza y miente, y repite sus mentiras con una enorme convicción
A propósito del libro Posverdad, populismo, pandemia (Cal y arena, 2022), de Raúl Trejo Delarbre.
El populismo beneficia a elites
Como nunca antes, el mundo vive un intenso desafío a la verdad, la legalidad y la racionalidad que ha sido facilitado por los grandes avances tecnológicos en la comunicación y la información, el que se ha constituido como una muy potente herramienta del populismo, el gran reto actual a la democracia.
En ese atribulado escenario, México no es sólo parte de esa arremetida sino uno de sus escenarios principales. Así, sobre aspectos muy puntuales de tan complejo panorama Raúl Trejo Delarbre publicó su libro Posverdad, populismo, pandemia (Cal y arena, 2022), en el que revisa la relación entre los dos primeros y su efecto durante la propagación mundial de la Covid-19.
“La posverdad (…) va de la mano con el populismo. A la realidad, el líder populista la apabulla con versiones falsas, con descalificaciones y aseveraciones que no se toma la molestia en probar (…) Al líder populista no le interesan los hechos sino las impresiones que promueve en torno a ellos. Por eso, entre otras consecuencias, el populismo a menudo se confronta con el pensamiento científico y desde luego con el pensamiento crítico”, escribe el autor.
Trejo Delarbre (Ciudad de México, 1953) es doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, en la que también es profesor, además de investigador del Instituto de Investigaciones Sociales. Autor de más de una veintena de libros, es parte del Sistema Nacional de Investigadores en su nivel III y miembro de las asociaciones mexicanas de Derecho a la Información y de Investigadores de la Comunicación. Ha recibido premios como el Nacional de Periodismo y el Fundesco de Ensayo, entre otros.
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Ariel Ruiz (AR): ¿Por qué un libro como el suyo, acerca de estos tres temas y de, como usted dice, “estos tiempos interesantes”?
Raúl Trejo Delarbre (RTD): Porque son tiempos interesantes y confusos. Entre otros asuntos tenemos, por un lado, una amalgama de procesos políticos que antes se daban por separado y también cierta confusión conceptual. Mucha gente habla, por ejemplo, del auge de las noticias falsas y de las mentiras de los políticos, y por otro lado se habla del populismo, pero no siempre se habla tratando de conocer el significado de cada uno de estos términos.
Lo anterior fue precipitado por la pandemia, de la que no acabamos de salir a pesar de lo que dicen algunos gobernantes populistas. En esta pandemia, entre otros aspectos, pudimos advertir los excesos, los descuidos, los abusos que puede haber cuando no se toma en cuenta a los hechos como rectores de las decisiones públicas.
Creo que esa es parte de la necesidad y de la utilidad que puede tener un libro como este.
ARM: La primera parte está dedicada a la posverdad. ¿Cuál ha sido el caldo de cultivo para esta? Por supuesto, la mentira ha existido desde siempre, pero ahora por las nuevas tecnologías ha tenido una difusión extraordinaria.
RTD: Considero que ha estado cocinada con una mezcla de ingredientes quizá contradictorios pero que, juntos, son explosivos y letales, o casi, para la democracia. Por un lado, se encuentra la desconfianza de muchas personas en los sistemas políticos por abusos de los políticos, por imperfecciones de la democracia, por una impaciencia muy natural de las personas. Nuestros regímenes democráticos no siempre dan los resultados que todos quisiéramos o que necesitaríamos y, por otro lado, hay abusos flagrantes de políticos de todas o casi todas las adscripciones ideológicas y, precisamente, políticas.
Esos abusos siempre han existido; yo no sé si hoy tenemos más políticos ladrones que antes pero, por fortuna, algunos o muchos de los abusos que cometen los gobernantes y las personas con poder político y económico son conocidos por la sociedad. Tenemos una prensa más inquisitiva (no toda, pero hay investigación que antes no se daba), derecho a conocer datos de información pública (aunque no se cumpla del todo) y medios de información más diversos en países como México.
Hoy tenemos en México una variedad en la prensa con la que no contábamos en el siglo pasado (quizá en los últimos años de los años noventa, pero antes de eso no), lo que se conjuga para que se sepa más y mejor de las distorsiones y de las ilegalidades en el poder. Ese es un elemento.
En segundo lugar tenemos la abundancia de información; es muy paradójico pero hay que reconocerlo: más que nunca, hoy contamos con más información, con datos, con números, con hechos, con versiones falsas, con chismes, con opiniones de todo tipo. En ese mar de información con mucha frecuencia nos confundimos y nos extraviamos. Las noticias falsas y la posverdad proliferan ante la dificultad de las personas para autentificar la información entre la saturación que a veces tenemos de la información misma.
En tercer y último lugar tenemos un efecto perverso de las redes sociodigitales: hay personas que sólo se informan de los asuntos públicos en ellas, y no leen la prensa y no miran la televisión. En las redes encuentran versiones que coinciden con sus apreciaciones y con sus prejuicios. Esto, como viene descrito en el libro, se comprobó mucho en Estados Unidos, pero lo podemos ver en casi cualquier situación: quienes ya creen en una postura, en un político, en una causa o en una fabulación (por ejemplo, quienes creen que la Tierra es plana, por muy absurda que parezca esta afirmación), seguramente van a encontrar en Facebook a otros chiflados que van a creer lo mismo. Entonces se retroalimentan con las versiones de otros que ya creen en esa superchería, que es parte de lo que contribuye a que la gente se afiance en la convicción de que aquello que piense es cierto, aunque sean las falsedades más disparatadas.
Todo esto está creando esta situación de confusión más intensa, que es la parte a la que se llama “posverdad”.
AR: Usted da un panorama muy crítico, hasta negativo, de las redes sociodigitales. En esa dirección, ¿qué efectos ha tenido sobre la deliberación pública, que, finalmente, es un componente muy importante de la democracia? Antes se creía que podían fomentar la participación ciudadana, la circulación de información y de ideas, pero al parecer no van por allí.
RTD: Sigo pensando que las redes sociodigitales son un instrumento formidable para la expresión de los puntos de vista más variados e, incluso, para la discusión, pero no todas las redes facilitan esta necesidad vital de la democracia que es la deliberación. A mí me parece que en sus etapas avanzadas no hay democracia auténtica si no es discutiendo, con cauces para el intercambio de puntos de vista, porque en las sociedades contemporáneas (y quizá en todas) no hay un solo tema en el que todos estemos de acuerdo. La existencia de los ovnis, la tasa de inflación, los autores de literatura, cualquier asunto y, más aún, los temas ligados con las políticas públicas y los de interés público, son susceptibles de las opiniones más variadas, lo que es saludable e inevitable.
¿Cómo entendemos las opiniones de otros y, eventualmente, cómo nos ponemos de acuerdo, aunque sea en cuáles son nuestros desacuerdos, si no intercambiamos puntos de vista? Esa es la deliberación que requiere del reconocimiento del otro o de los otros como interlocutores, y de disposición de aquellos para discutir. Eso requiere de espacio para poder plantear puntos de vista, escuchar y discutir los de los otros y, eventualmente, de mecanismos para tomar decisiones conjuntas, aunque esto es, más bien, asunto de los gobernantes.
En las redes sociodigitales se puede ser parte de ello, y se puede remitir a espacios en línea en donde hay argumentos con datos, con opiniones más extensos de los que uno puede formular en una simple frase. Las redes sociodigitales como Twitter, que son refractarias a cualquier discusión porque en 280 caracteres (no es poco, pero tampoco es suficiente) podemos respaldar, aplaudir, vituperar, descalificar, murmurar o reconocer, pero es muy difícil argumentar con el detalle que se requiere en muchos temas. Por eso hay redes que no son propias para esto.
En Facebook una argumentación sobre cualquier tema se pierde dentro de un mar de posts en el muro de cualquiera de nosotros, en donde aparecen informaciones deportivas, de espectáculos o de política, según nuestras preferencias. Pero estas redes pueden remitir a foros, a blogs (aunque para muchos jóvenes ya parecen una antigüedad) y a espacios como medios de comunicación. Las redes pueden servir para eso, pero fundamentalmente son utilizadas (y esto es lo que decide mucha gente) para tener apreciaciones muy epidérmicas, muy superficiales y, con frecuencia, muy catárticas acerca de los asuntos públicos.
La deliberación es indispensable, pero no se puede desarrollar en muchos casos, igual que antes (y todavía) en los medios de comunicación tradicionales: en un programa de televisión, en donde se dan seis minutos para una discusión entre un político y dos comentaristas, no se puede decir mucho. Podría haber en televisión espacios más amplios pero, por lo general, no existen, porque tiene un estilo más dinámico, más visual, más de imagen que de ideas argumentadas con palabras, que son el único recurso que tenemos para expresar puntos de vista sólidos y respaldados con hechos.
Lo mismo ocurre en las redes sociodigitales: los espacios para discutir son pocos, y por eso creo que, aunque resulta una empresa a contracorriente de lo que estamos viendo hoy, no nos queda más remedio que insistir en que hay que explicar, debatir, refutar con opiniones, en la medida de lo posible argumentadas, y, desde luego, estar dispuestos a escuchar los argumentos de otros.
AR: Hay un fenómeno que llama mi atención en las redes sociodigitales: además de los bots y los trolls que trata en el libro, hay otra figura que apenas menciona que me parece muy interesante y que tiene que ver mucho con la posverdad: el youtuber, que llega a tener millones de seguidores. ¿Cómo observa este asunto?
RTD: Sin duda es expresión del entorno digital, que tiene que ver con repercusiones en la cultura, en la economía y en muchos temas. No sé qué tan permanente o, mejor dicho, qué vigencia pueda tener este fenómeno porque todo es muy dinámico en el entorno digital.
Los youtubers son líderes de opinión; son usuarios de YouTube que obtienen alguna notoriedad porque a muchos les parecen atractivos, y algunos llegan incluso a hacer negocio monetizando y ganando dinero por lo que colocan en aquel espacio audiovisual.
El auge de muchos youtubers se debe a varias circunstancias: por un lado, la enorme accesibilidad que tienen las redes digitales, por la que no nos cuesta, por lo general, ingresar en los contenidos de personajes como estos. En segundo lugar, a la propensión de muchas personas (y esto es parte de la naturaleza humana) a seguir masivamente a líderes de opinión.
En tercer lugar, muchos youtubers utilizan un estilo desenfadado y hablan de su vida personal, a veces entremezclan anécdotas íntimas con opiniones de cualquier índole (deportiva, espectáculos, política, crítica de cine o lo que sea), y aprovechan la tendencia natural del ser humano a fisgonear en las vidas de otros.
Por último, estos personajes llegan a tener éxito porque parece que ofrecen certezas e incluso orientación en un entorno saturado de información y de puntos de vista. Si no sabemos qué película elegir en las plataformas digitales que nos ofrecen centenares de opciones que van cambiando semana tras semana, hay quienes prefieren escuchar la opinión de un youtuber que les habla de los estrenos.
Son los nuevos pequeños oráculos que orientan en muchos temas a millones de usuarios en esta etapa de la sociedad de la información. Son veleidosos, superficiales muchos de ellos, y también son prescindibles, por supuesto. Implican riesgos para la política porque existe la posibilidad de que haya personas que definan su voto por la simpatía que les causa algunos de estos personajes.
Son un fenómeno de nuestro tiempo, y a veces tiene aspectos virtuosos, como los youtubers que hacen recomendaciones literarias. Quizá podrían propiciar que algunos, sobre todo los más jóvenes, lean algo y no sólo se conformen con contemplar videos en YouTube.
Es un fenómeno que hay que seguir estudiando y seguir atendiendo, porque ahora tenemos una sobresimplificación de los videos en YouTube que son los de TikTok, mucho más breves, con más carga audiovisual, más estridentes y mucho más ayunos de ideas y de argumentos.
AR: ¿Cuál es el peso político que ha tenido la posverdad? Usted menciona en el libro casos muy evidentes como el brexit, Donald Trump y Colombia. ¿En México cuál ha sido el efecto de la posverdad? También, ¿cuáles han sido las consecuencias de la posverdad sobre la democracia? Usted cita la frase de un experto en seguridad informática que dice que la posverdad se hace para que la gente no quiera participar en democracia porque cree que es corrupta.
RTD: La posverdad es la creencia masiva en versiones y mentiras que se ajustan a los prejuicios de las personas que las consideran ciertas. Mentiras siempre ha habido en la historia política, pero ahora se propagan y legitiman en las creencias de muchas personas porque las ven difundidas y reiteradas en los espacios digitales y también, de rebote, en los medios de comunicación.
En México, ¿en qué acontecimientos se puede advertir el efecto de la posverdad? Quizá en ninguno con la contundencia que se observó cuando ganó Donald Trump en Estados Unidos, cuando el Reino Unido salió del compromiso con Europa y cuando la mayoría de los colombianos se opusieron a los acuerdos de paz. Pero hay hechos en los que la tendencia a compartir opiniones o juicios que se ajustan a versiones que parecen políticamente correctas o mucho más cercanas a la opinión de la mayoría es la que impera en las creencias de la sociedad mexicana.
Lo anterior incluso ocurrió antes de internet; le voy a dar un ejemplo viejo y un par de recientes. Apenas se cumplieron 40 años de la nacionalización bancaria: el primero de septiembre de 1982 el presidente José López Portillo lloró delante del Congreso de la Unión y culpó (creo yo que con mucha razón) a los banqueros de la crisis económica en que se encontraba el país. A mí me sigue pareciendo que la nacionalización bancaria fue una decisión pertinente, pero hoy en la sociedad mexicana es muy generalizada la convicción de que esta fue una decisión equivocada, autoritaria y, a la postre, catastrófica. Pero yo creo que con datos, con memoria y con apertura se podría discutir esta decisión y reconocer que era pertinente. Hay un libro excelente de Carlos Tello Macías, quien fue el primer director del Banco de México nacionalizado, en donde explica por qué el gobierno tomó esta decisión, pero la enorme mayoría de la gente considera que fue un enorme abuso del presidente López Portillo.
En acontecimientos como ese se mantienen apreciaciones sustentadas en versiones falsas que se extienden: ¿quién mató a Colosio? Pues yo digo que fue Aburto, pero mucha gente dice que fue el presidente que gobernaba entonces. A mí, que conocí muy de cerca el caso, me parece una versión absurda la de que fue Salinas, pero hay gente convencidísima de que sí lo fue. Si yo salgo a la calle a decir que no fue él, me dirían que soy un ingenuo, que engaño, en fin.
Le menciono dos asuntos que se fueron decantando en el ánimo de la sociedad mexicana con versiones no comprobadas en el transcurso de varios años. Hoy la posverdad existe no de manera instantánea pero sí muy rápida porque las versiones falsas corren en las redes digitales y porque son difundidas por canales a los cuales les tiene confianza la gente. Si a mí me llega un mensaje anónimo y me dice cualquier mentira, lo más seguro es que yo tienda a desconfiar de él; pero si me lo manda un amigo a través de una red de WhatsApp, es posible que yo lo crea tan sólo porque lo recibo de una fuente en la que tengo confianza. Eso es lo que pasa con las redes sociodigitales cuando mucha gente se apropia de versiones falsas y las difunde con tanta eficacia que llegan a ser legitimadas por la confianza que les tienen sus conocidos y amigos.
Sobre Ayotzinapa hay un par de frases, quizá excedidas pero comprensibles del entonces procurador Jesús Murillo Karam: la “verdad histórica” y “ya me cansé”, que se sobrepusieron al fondo de lo que estaba explicando. Poca gente se acuerda exactamente de qué dijo, de quiénes eran los delincuentes, la vinculación con los narcotraficantes, etc. Lo que quedó en la memoria de muchas personas fueron esas frases, y creo que eso ha dificultado tener una versión aceptada, afianzada en los hechos y reconocida por mucha gente sobre este asunto.
Acerca de la militarización en el gobierno del presidente Felipe Calderón, creo que no tendría por qué haber sido como fue. En ese gobierno mucha gente decía “los muertos de Calderón” al hablar de las personas que murieron en el combate contra la delincuencia, entre las que algunos eran soldados y agentes judiciales, y la menor parte eran narcotraficantes. Pero el entonces presidente no los mató: no son sus muertos, pero esa frase fue utilizada con una enorme eficacia por el entonces aspirante a la Presidencia Andrés Manuel López Obrador. Hay personas, como he visto en comentarios de gente joven en las redes digitales, que están convencidas de que Calderón fue un asesino, y no es cierto.
Yo diría que hoy, con el actual gobierno, hay una tensión permanente entre las versiones falsas o a medias que ofrece el presidente de la República, y la necesidad de verificarlas con y en hechos, con respaldo documental. Casi en cualquier tema de la agenda del presidente se pueden reconocer temas, frases o creencias que comparte mucha gente y que no están legitimadas por los hechos: la política energética, la utilidad que puede tener la refinería que están construyendo en Dos Bocas, las cifras del combate a la delincuencia, por ejemplo. Manipulando las cifras el presidente asegura que hoy nos va mejor que en gobierno anteriores, pero no es cierto: basta con ver la cifra de muertos, que, insisto, no son muertos ni de Peña ni de Calderón ni de López Obrador. Pero son muertos y hoy tenemos más víctimas de asesinatos dolosos que en sexenios anteriores.
También hay frases propagandísticas, como la del presidente cuando dice que el de Santa Lucía es el mejor aeropuerto de América Latina. Por supuesto que no es cierto cualquiera que sea el parámetro para evaluarlo, ya no digamos el número de usuarios o de vuelos, en comparaciones internacionales, pero no faltarán fieles al gobierno y a la figura que lo encabeza que estén seguros de que lo es. Esa voluntad para creer lo que dice un gobernante aunque sean mentiras es parte de la posverdad que se encadena con el auge de las políticas populistas.
AR: Usted le dedica uno de los 20 puntos del populismo a un asunto: generalmente ponemos el énfasis en el líder, pero usted también habla del “ciudadano populista”, un tema muy interesante.
RTD: Es el ingrediente indispensable para entender el populismo. Escribí ese capítulo tratando de explicar qué es el populismo, para el que acudí a muchas fuentes y a la opinión de muchos autores; revisé como 200 libros y artículos académicos de los últimos años, analicé los conceptos del viejo populismo en los autores latinoamericanos que conocí en los años 70, en México con Cárdenas, el argentino con Perón, etcétera. Con eso fui tomando ideas y estableciendo una colección de rasgos que iban creciendo: la misoginia, el desprecio por la ciencia, su pleito con la verdad, su enfrentamiento con los medios, el afán por polarizar a la sociedad, la idea de que los líderes son la encarnación del pueblo, el uso de la religión y sus símbolos, etcétera.
Todos esos rasgos que han sido comentados los fui enumerando y acomodando, y cuando estaba terminando dije: “Estos son los atributos, los rasgos, lo que singulariza a los líderes populistas en un sistema en donde el líder es central, pero no existiría si no hay ciudadanos dispuestos a seguir a ese caudillo”.
Por eso busqué más información y documentos académicos que hubieran estudiado al ciudadano populista, como lo han llamado otros autores, que es uno desencantado, disgustado, sometido a la polarización y que decide tomar partido. Constituye la base más fervorosa (y hablo así porque tiene mucho que ver con la fe incluso religiosa) que puede tener el dirigente de corte populista.
No hay populismo sin clientelas, no hay clientelas sin ciudadanos y no hay ciudadanos populistas sin la confusión en la cual medra, lucra y se extiende el populismo.
AR: Usted dice que el populismo se apoya en la demagogia y en la mentira (yo añadiría los prejuicios) para combatir a las minorías sociales. En ese sentido me parece que la posverdad es un elemento fundamental de los dirigentes populistas, pero no sólo de ellos.
RTD: Las mentiras son privativas de toda la historia política, de todos los sistemas políticos, y puede haber, incluso, formas de gobierno que no sean populistas y en donde avance la posverdad. A mí me interesa registrar la convergencia y cómo se emparentan, y he encontrado que el líder populista exagera, distorsiona, enfrenta, polariza y miente, y repite sus mentiras con una enorme convicción, como si fueran las tablas de la ley de los judíos. Todo esto encaja muy bien en el auge de falsedades que tenemos en la posverdad.
Pero puede haber gobernantes que, sin ser claramente populistas, se apoyen en versiones insuficientes. Sin querer forzar la descripción, a la mejor en Europa Occidental vemos gobernantes como Pedro Sánchez en España y Emmanuel Macron en Francia, a quienes se ha culpado de promover versiones insuficientes sobre la pandemia o sobre el enfrentamiento con otros partidos políticos. Hay gobernantes que no han dicho toda la verdad y han propiciado versiones no ajustadas a la realidad, aunque a veces han corregido. Tenemos casos de algunos de ellos que se benefician de la promoción de mentiras o de insuficiencias en términos de verdad en las redes sociodigitales.
AR: Otro señalamiento que hace en los 20 puntos sobre populismo es que generalmente hay un discurso de los populistas que es antielitista. Usted hace un apunte muy importante: el propio populismo es elitista.
RTD: El populismo está apuntalado en una retórica que implica manipulación y polarización, lo que es muy importante porque el caudillo de este corte se muestra a sí mismo como el representante del pueblo, el que encarna a las multitudes, incluso de manera casi mística. Pero en realidad, salvo cuando la gente lo elige con el voto directo y aunque no por eso la representa todo el tiempo, el dirigente es un funcionario, un personaje, un caudillo que para mantenerse en el poder y a veces para llegar a él teje una red de alianzas en las cuales, por lo general, está muy distante de representar lo que se podría considerar como el interés popular, que es el bien común, el interés de la gente, con políticas públicas que beneficien a más personas, programas de salud, de vivienda, etc.
Por lo general el populismo les da pequeños bocados de prestaciones sociales a sus representados y a su gobernados para que no pierdan la fe, pero a quien realmente beneficia es a miembros de elites que se sienten cómodas porque, a pesar del discurso populista, no dejan de ganar y de tener posiciones de poder. Con frecuencia eso lo vemos en distintas experiencias nacionales: los líderes populistas se alían con empresarios, con militares, con gobernantes de distintos partidos, independientemente de la ideología. Por eso el populismo no es una ideología: es un estilo de gobierno con enorme pragmatismo. Así, Donald Trump puede decir con toda comodidad que coincide con López Obrador aunque es de “izquierda” (eso dice Trump, pero yo creo que el tabasqueño no lo es) porque no les interesan las coordenadas políticas. El presidente mexicano puede decir “me llevo muy bien con Trump” aunque este hable mal de él y diga que le pone trampas, y subordinarse a sus políticas porque hay una actitud de mutuo beneficio y de enorme pragmatismo que va más allá de las ideologías e incluso de la moral. Los que en otras circunstancias serían líderes antagónicos, representantes o personajes de grupos de interés enfrentados, pueden perfectamente tomar acuerdos, siempre y cuando haya porciones de poder político o económico que los beneficie.
Un líder populista no tiene empacho en aliarse con ministros de culto, con obispos y sacerdotes de distintas religiones a pesar del laicismo que él dice representar, y lo mismo pasa con los empresarios.
AR: Otro punto que me llama la atención es el impulso antiintelectual e incluso anticientífico del populismo. También usted refiere a Umberto Eco por la fuerte pulsión del urfascismo, que considera cualquier desacuerdo como una traición. ¿A qué se debe eso?
RTD: El populismo no admite más autoridad que la suya propia. El líder populista se considera legitimado por el pueblo, del cual es representación, o sea, por él mismo, lo que es una suerte de autoafirmación retórica y política. Por eso el líder populista no admite contrapesos, no le gusta la diversidad en el Congreso, no tolera que haya instituciones autónomas que equilibren al Estado y trata de tener las riendas de los distintos sectores sociales en la mano.
Como no admite autoridad que no sea la suya, al líder populista le es absolutamente imposible subordinarse y ni siquiera tener interlocución con la autoridad del conocimiento, la que, con frecuencia, pone matices, pide precaución, propone medidas en distintos terrenos de las políticas públicas distintas a las que le gustan al populismo.
El líder populista abomina de la necesidad de tener como interlocutores a expertos y a científicos. Lo vimos en la pandemia: para los caudillos era un bache que había que disimular de una manera que yo no acabo de entender. Coincidieron en no querer usar cubrebocas; no sé si pensaban que era una manera simbólica de callarlos, o que al utilizarlo demostraban que son tan vulnerables como todos los demás humanos y que podían ser susceptibles de la infección. Incluso cuando les ha dado Covid a algunos de estos dirigentes, muchos de ellos lo ocultaron al comienzo.
Había médicos con mucha autoridad científica que decían “hay que promover las vacunas, hay que cerrar los establecimientos, hay que promover la distancia y, sobre todo, hay que usar el cubrebocas”, pero los líderes populistas los desatendieron de manera clarísima y flagrante, y no sólo eso: los desautorizaron diciendo que eran manipulados por compañías farmacéuticas. Los líderes populistas no sólo descalifican la autoridad de los científicos, sino que buscan cómo amalgamarla con otros interese para hacerlos parte de una conspiración.
Considero que hay dos vertientes de antiintelectualismo y anticientificismo del líder populista que se pueden mencionar. Por lo general, aunque quizá esto va cambiando, es un personaje con una cultura muy elemental. A lo mejor hay líderes populistas que han escrito libros (Trump tiene una docena, López Obrador dice que ha escrito algunos más y hay quien dice que tuvo ayudas importantes para escribirlos), pero tienen una visión muy acotada a los asuntos que tratan; no son intelectuales que abran horizontes, que discutan algo más que lo que se proponen estrictamente narrar en sus libros: cómo ser exitoso en los negocios, en el caso de Trump, o un episodio de la historia de México, en el caso de López Obrador. Pero son libros malhechos, descuidados.
Por lo general estos dirigentes no se interesan en la cultura en sentido amplio; salvo excepciones, no son personajes que lean literatura. A mí me parece que una de las señales de más respetabilidad que uno puede encontrar en un líder político es su capacidad para leer novelas. Me acuerdo mucho cómo se decía que el presidente Clinton leía una hora diaria, y por eso podía ser interlocutor de William Styron, de Gabriel García Márquez y otros escritores en su momento. Quien lee literatura encuentra nuevas ventanas al mundo y a la gente, y distintos ángulos para entender.
En realidad los líderes populistas se sienten muy inseguros con los intelectuales; yo no sé que haya reuniones fructíferas entre ambos.
Por último, muchos de ellos son líderes profundamente aldeanos: algunos no viajan, otros tienen información muy limitada acerca de los cambios en el mundo, y por eso mismo no se sienten a gusto discutiendo sobre temas muy variados.
AR: Durante la pandemia López Obrador se la pasó hablando de que el pueblo mexicano fue muy responsable y que resistió. Usted hace en su libro un comentario muy importante: el gobierno mexicano practicó “el neoliberalismo social”, que era depositar en el individuo la responsabilidad de prever y atacar la enfermedad, incluso con el llamado a quedarse en casa en caso de infección.
RTD: Si algo distingue a las políticas sociales que benefician a la gente es la actuación del Estado. A mí me parece que si reconocemos que estamos en una economía de mercado, gústenos o no, donde hay competencia, intereses corporativos, hay empresas que venden y que tratan de persuadirnos para que compremos, si hay mercado, es indispensable que haya un Estado capaz de normarlo, de regularlo y, por la vía de acción de la política económica, tratar de paliar, si no es que de remediar aunque sea parcialmente, las desigualdades en la sociedad.
¿Cómo remedia un Estado la desigualdad social, aunque nunca del todo? Pues no hay más que una vía: la de la redistribución de los ingresos y, sobre todo, redistribuyendo lo que el Estado tiene por fuentes de carácter fiscal. Un Estado que tiende a ser igualitario cobra más impuestos a los que ganan más, y da a los que ganan menos algo de lo que no tienen. Esto es elementalísimo, pero en México eso no ha existido. No lo hubo, o lo hubo de manera parcial, hay que decirlo, con Peña Nieto, cuando hubo un aumento de impuestos que fue muy limitado.
¿Qué proponen los estrategas del neoliberalismo en el mundo? Hay que dejar que el mercado tenga delante suyo el menor Estado posible, y hay que evitar que el gobierno cobre impuestos: mientras menos lo haga, mejor. Esto no funciona; no lo digo yo, sino la experiencia internacional. Uno de los sitios donde el Estado ha funcionado mejor, con desniveles y sus consecuencias, es en Estados Unidos. ¿Cómo se recuperaron de la crisis financiera de hace 15 años? Accionando el poder del Estado, redistribuyendo, tomando decisiones.
Eso es lo que no hizo el gobierno mexicano durante la pandemia. Por una parte, ya teníamos un Estado recientemente debilitado en sectores fundamentales, en donde cada carencia es muy lacerante para la sociedad, comenzando por el sistema de salud. Teníamos un Seguro Popular que funcionaba bien, que tenía deficiencias en algunos estados, pero que permitía que la gente que no tiene seguro privado, IMSS o ISSSTE, contara con acceso a servicios de salud en casos críticos, no la atención de primer nivel pero sí operaciones costosas. Centenares de miles de personas se beneficiaron de ese programa.
¿Qué hizo el gobierno de López Obrador? Desmanteló el Seguro Popular, de tal suerte que cuando llegó la pandemia muchas personas se encontraron que no tenían a dónde acudir porque no eran derechohabientes del IMSS o del ISSSTE, ni tenían recursos para ir a hospitales privados. Miles de personas fueron a farmacias con consultorios adyacentes porque no había de otra.
En otros países los gobiernos, ante la pandemia, para que la gente pudiera quedarse en sus casas y, sobre todo, ante el cierre de comercios durante varios meses, establecieron sistemas de ayudas para que los propietarios de pequeños restaurantes, tiendas de abarrotes, de negocios de lo más variado, pudieran sobrevivir e, incluso, para que no cerraran del todo durante la emergencia sanitaria.
En México el gobierno no hizo nada parecido: les prestó dinero en vez de dar transferencias financieras, como ocurrió en todo el mundo, lo mismo en Europa que en América Latina y en Estados Unidos. Muchos países más pobres que el nuestro pagaron los salarios de las personas que estaban sin trabajar debido a la pandemia, mientras que aquí el gobierno de López Obrador les prestó dinero a unos cuantos. He revisado datos del funcionamiento del Banco del Bienestar, y se ha comprobado que prestó dinero hace dos años y dejó de hacerlo porque la gente no pudo pagarle. ¿Qué pasó con esa cartera vencida? Al parecer (lo digo sin certeza porque se ha ocultado la información) el propio gobierno la compró. Pero desde el comienzo podría haber hecho pequeñas transferencias, en vez de prestar dinero, para que la gente siguiera trabajando, ofreciendo algunos servicios y para que sobreviviera en la pandemia. A esto le llamo “neoliberalismo social”, que es absolutamente fallido; dicho en palabras más directas, es que cada quien se rasque con sus propias uñas.
Esto no es una política de un gobierno preocupado por la sociedad ni mucho menos de izquierda.
AR: Hay otra parte donde usted cita a John Keane en donde dice que situaciones tan críticas como ocurrió con la pandemia pueden dar lugar a un debilitamiento de las democracias y a un fortalecimiento de las tendencias autoritarias. ¿Cómo ha observado el desarrollo de la pandemia en términos políticos en el caso mexicano?
RTD: Ese riesgo siempre ha existido en situaciones de desastres, de emergencias, cuando el Estado tiene que tomar decisiones que afectan las libertades de las personas. ¿Hasta dónde tomarlas? Es un dilema que puede oscilar entre la irresponsabilidad absoluta en la que cada quien siga haciendo lo que quiera, y el autoritarismo más despreciable.
Keane, en ese ensayo muy interesante que publicó en los primeros meses de la pandemia, pensaba, sobre todo, en la situación en China, y se preguntaba: ¿por qué allí fue tan eficaz el manejo de la pandemia, al menos en apariencia? Pues porque era un gobierno autoritario que dijo “hay que cerrar las calles”, y las cerraron; “hay que mantener a la gente en sus casas”, y nadie salía. En ese país, donde hay un desarrollo tecnológico importante, era posible supervisar a las personas, cómo transitaban por las calles, cuándo salían porque tenían un programa para rastrear sus movimientos en los teléfonos celulares. ¿Es esto expresión de un Estado policiaco? Muy posiblemente sí. ¿Se justificaba este control sobre las personas para que no propagaran la epidemia? Diría que muy posiblemente sí, pero lo que distingue a un Estado policiaco de uno democrático no es necesariamente la rigidez de las medidas sino el contexto en el que se toman y el reconocimiento de que se trata de medidas de emergencia. En otros países les costó mucho más trabajo cerrar los espacios públicos durante la pandemia porque la gente se quejaba y decía “yo tengo derecho a salir”, pero a final de cuentas prevaleció la racionalidad sanitaria y, aunque implicaba restringir derechos de tránsito de las personas, la gente no salía de sus casas salvo emergencias, en el Reino Unido, en Alemania y en Francia. Si salían, se exponían a que llegara un gendarme y se los llevara a la comisaría si no tenían motivos para estar en la calle. Claro, la gente hacía trampas.
En México tuvimos una respuesta del gobierno absolutamente displicente: con el pretexto de que no quería afectar las libertades, no sólo no se reguló el tránsito ni la salida de personas a la calle, sino que incluso el gobierno mexicano llegó a decir que no era obligatorio el uso del cubrebocas, un instrumento de protección para uno mismo y para los demás, si no es que de respeto cívico. Los gobernantes mexicanos no ponían el ejemplo para usar este adminículo.
Gran parte de la ignorancia que aún tenemos sobre el cubrebocas se debe a esos momentos iniciales del manejo que el gobierno hizo de la pandemia. A mí me sorprende todavía hoy, cuando salgo a la calle, incluso en la universidad, ver cómo la gente trae el cubrebocas cubriendo sólo la boca y no la nariz. No lo hemos entendido, en parte por la negligencia del gobierno que, con tal de no perder popularidad, de no incomodar a las personas por razones políticas y electorales, no insistió en la obligatoriedad del cubrebocas. Incluso recuerdo la condena del presidente al gobernador de Jalisco cuando en su estado hubo algún incidente porque la gente no traía el cubrebocas, y también de qué manera se ufanaba Claudia Sheinbaum en la Ciudad de México al decir que aquí no se obligaba a nadie. Esas no son tareas de un auténtico estadista, ni siquiera de un presidente municipal de medio pelo; es una gran irresponsabilidad que es parte de la actitud populista que condesciende con las personas, aparte de imponer como política de Estado el capricho de los gobernantes a costa del beneficio público.
AR: Sobre el populismo que ha manejado la izquierda cito dos casos muy emblemáticos: Venezuela y México, cuyos gobernantes hablan a nombre del pueblo y de los pobres. ¿Qué ha sucedido en términos sociales con ellos?, ¿han disminuido la pobreza?
RTD: En Venezuela llegó a haber una mejoría en un sector importante de la población cuando el gobierno del presidente Hugo Chávez comenzó con políticas redistributivas que empezaron a ser eficaces. El problema fue que ese país dejó de recibir la enorme cantidad de dólares que ingresaba por la venta de petróleo porque cayó el mercado de hidrocarburos, además de que hubo mucha corrupción de personajes cercanos al gobierno y ya no hubo nada que redistribuir.
En ese caso pudo haber habido inicialmente movimientos que beneficiaran a algún sector, y por eso muy pronto el gobierno de Chávez tuvo una base social real, de gente que había mejorado en sus ingresos a pesar de la desigualdad que se mantenía. Recibía un poco más, así fuera por transferencias directas, que inicialmente eran cuantiosas. Daban mucho dinero, sobre todo a gente cercana al movimiento que estaba en el gobierno.
Pero eso dejó de ocurrir, y Venezuela se encuentra en una situación muy lamentable, mucho peor que la mexicana y con una enorme polarización social y política.
Pienso que López Obrador ha dado en el clavo, en el centro de la desazón social cuando ha dicho “primero los pobres”. La desigualdad es el gran problema de México, uno antiquísimo que ha empeorado cada vez más y que ningún gobierno de las etapas anteriores supo resolver de manera eficaz. Tenemos medio siglo hablando de la dimensión de la desigualdad, de cómo combinar el remedio de la pobreza con el desarrollo, de políticas sociales, y no se ha solucionado porque no hemos tenido un desarrollo económico suficiente, porque han crecido mucho más los ingresos de los más ricos y porque ha habido una enorme corrupción en el gobierno (en esto también ha tenido razón López Obrador).
De esa forma, si hubiera una política consecuente con el discurso de “primero los pobres” algunos la aplaudiríamos. El problema es que esa frase, contrastada con lo que el actual gobierno ha hecho en cuatro años, es pura demagogia. No lo digo sólo retóricamente: con los datos oficiales, con los del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, se puede asegurar que hoy hay más pobres que en los gobiernos anteriores, porcentual y nominalmente. No sólo eso: los más pobres están hoy peor, entre otros asuntos porque, mal que bien, antes había políticas que paliaban la pobreza, de redistribución de dinero para los pobres que tenían mecanismos que funcionaban. Por ejemplo, Procampo fue exitoso, había becas para niños, desayunos escolares, comedores en las escuelas, guarderías, el Seguro Popular, etcétera, programas que el gobierno de López Obrador canceló para sólo privilegiar a unos cuantos: las becas para jóvenes, las transferencias para ancianos y algún otro más. Además,
el reparto de transferencias de dinero se emprendió con nuevos padrones y no con los que ya funcionaban.
Los nuevos programas han sido insuficientes. Consulté información de la Secretaría de Hacienda, y el programa más costoso es el que le da dinero a los viejos (bueno, nos dicen “adultos mayores”, pero incluso en esta manera de decirles lo que no somos hay cierto discurso demagógico). En él hay más dinero que va a las personas más ricas que el que va al 10 por ciento más pobre de la población. ¿Por qué? Porque se da lo mismo a todos. ¿Quiénes son los que más están cobrando los 3 mil o 4 mil pesos de este programa? Los que tienen más dinero debido al esquema que le dio López Obrador, que es clientelar. Por esto no funciona lo suficiente, y no estamos ante un auténtico esfuerzo para combatir a la pobreza.
AR: Hacia el final del libro dice que para defender la democracia y combatir el populismo hay que atender las prácticas y los defectos de la primera que dan lugar al segundo. ¿Cuáles son los principales problemas que usted observa?
RTD: Uno de los problemas de la democracia son las expectativas que creó cuando diseñó instituciones como el INE para que el voto cuente y sea contado, así como para fiscalizar procesos electorales. Hubo mucha gente que pensó que con eso se resolvían problemas sociales del país, pero lo único que solucionamos fue nuestro problema de representación para que pudiera haber elecciones con partidos políticos que compitieran por el voto de las personas y para que hubiera garantías de que la competencia fuera equitativa, nada más, pero nada menos, que no es poco comparado con la historia política del país.
Ese sobredimensionamiento de lo que nos iba a traer la democracia creó mucha desilusión porque ésta por sí sola no resuelve la mayor parte de los problemas de nuestras sociedades. Considero que, junto con el perfeccionamiento del ámbito electoral, hemos avanzado mucho en la democratización al diversificar los medios de comunicación, al hacer que el Congreso sea realmente plural, al crear instituciones en el Estado para hacer un contrapeso aún insuficiente a la hegemonía, en otros tiempos incontestable, del Poder Ejecutivo.
Creo que hoy tenemos un diseño institucional relativamente funcional, pero el problema es que el del actual gobierno lo está desmantelando. Este gobierno no quiere equilibrios, no quiere competencia política ni interlocutores, y está golpeando al INE, al INAI, al Ifetel, y atacando la diversidad en el Congreso cada vez que puede.
Lo que falta también es tener partidos políticos que sean no sólo representativos, sino creíbles y respetables para la sociedad. Todos los nuestros tienen muy mala percepción, a veces porque quienes los han encabezado y representado se han encargado de crearles una imagen de latrocinios, de abusos y de excesos, y en ocasiones también por la desconfianza que muchos mexicanos tienen debido a nuestra historia reciente por la competencia política.
En general, los mexicanos no tienen afecto por la política, y en México se acostumbra decir: “Ese es muy político” para hablar mal de una persona, cuando tendría que ser una ocupación respetable, de servicio. Esto ocurre en todo el mundo en realidad, y en nuestro país ya se padecía desde hace tiempo. Los excesos de los políticos llevaron a tal desprestigio a la política que hoy también hace falta recuperar la respetabilidad que debiera tener. Pero para eso necesitamos, antes que nada, políticos respetables, responsables, creativos e inteligentes, y no se ven muchos de esos en nuestro escenario actual.
Ariel Ruiz Mondragón. Estudió Historia en la UNAM. Ha colaborado en diversas publicaciones políticas y culturales. En 2017 obtuvo el tercer lugar del Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter.
Posted: March 28, 2023 at 6:19 am