PUERTA (CASI) CERRADA
Ana García Bergua
En memoria del José de la Colina (1934-2019)
Recuerda Huis clos y piensa en cuánto sintetiza de estos días: el centenario de Jean Paul Sartre, el Día de Muertos, el encierro que vuelve a comenzar en muchos países y también esa convivencia un poco envenenada de los últimos meses en el país y el mundo entero, escuchando golpes, gritos y susurros que lo confunden todo. Las redes y los periódicos le dan cierta sensación de claustrofobia, poco o nada va a cambiar en mucho tiempo; mientras tanto, giramos en círculos buscando la solución a la pandemia y a tantas cosas. Así como los personajes de Sartre comprenden que están en el infierno y que en el infierno no hay verdugo porque ellos mismos son los verdugos, así estamos un poco ahora, se le ocurre, mientras escucha la gotera que brotó anoche en una lámpara de la cocina y torturó hora tras hora a la familia con su tac tac tac.
En lo que llega el plomero se pregunta por qué en el escenario de Huis clos, ese cuarto decorado estilo Segundo Imperio con los tres chaiselongs de colores distintos y la estatuilla de bronce de Barbedienne sobre la chimenea que no se enciende, no hay goteras ni se va la luz, por lo menos la muerte sería un poco interesante. Es por lo mismo que el abrecartas no se le entierra a nadie y el timbre para llamar al conserje no suena: nada hay que pueda suceder, porque en la muerte no existe el tiempo, no hay pausa ni descanso, y en el infierno, por lo menos en este infierno sartreano, menos. Ya descansó, dicen de tanta gente que se nos va ahora, cada vez más gente que conocíamos o que conocían quienes son cercanos a nosotros. En la muerte a puerta cerrada tampoco se puede parpadear, los ojos quedan abiertos a la luz que ya no pueden ver, como los ojos de los muñecos. Mientras, aquí en la tierra el círculo de la enfermedad se estrecha y cada vez que echa una ojeada a las noticias, ella se siente como en “Casa tomada”, el cuento de Cortázar, mientras los vivos se dan golpe tras golpe a puerta cerrada y la gotera sigue con su rítmico tac tac tac.
¿Pero de verdad merecen el infierno Estelle, Garcin e Inès, los tres personajes condenados a vivir unos con otros en aquella habitación? Nuestra moral ha cambiado mucho desde el fin de la Guerra Mundial: la cobardía de Garcin no parecería tan injustificada si se piensa en todo lo que pasó después y hasta en la canción Le déserteur del genial Boris Vian: “no estoy en la Tierra para matar a la pobre gente”, canta aquella voz que le escribe a Monsieur le Président. Sin duda que el movimiento #Me Too defendería a Inès, castigada básicamente en la obra por su orientación sexual, y, quizá en parte, a Estelle, con todo y que asesinó a su pequeña hija, y prefirió renunciar al amor y quedarse con un viejo por interés. ¿Y por otra parte, qué clase de diablo encerraría a sus criaturas en un cuarto de hotel para toda la eternidad? “Un tipo se sofoca, se hunde, se ahoga, sólo queda su mirada fuera del agua y qué ve? Un bronce de Barbedienne, ¡qué pesadilla!”, exclama Garcin casi al llegar. Un diablo existencialista y chocarrero, cargado de ironías decorativas, que los confronta con sus elecciones vitales, con aquello en que gastaron su libertad cuando pudieron optar por otra cosa.
Los hombres entregan su libertad a los tiranos, diría Etienne de La Boétie, traducido por el gran José de la Colina, el querido Pepe a quien ella no deja de extrañar en la vida y en estas páginas –y que también por estos días cumple un año de fallecido–, a sabiendas de que a él Sartre le parecía casi “descontinuado” y, como muchos de su generación, no le perdonaba haber defendido el stalinismo y, cosa horrible, haber dicho que el jazz era desechable como las bananas, prejuicio que le haría rechazar los artículos de Boris Vian.
Aparece el plomero por fin y le preguntamos qué se puede hacer para detener el tac tac tac. Mientras tanto, Garcin le pregunta al conserje qué hay afuera de la habitación: más habitaciones con más pasillos, el ajedrez del espíritu humano. Y cuando se abre la puerta no se atreven a salir, como los personajes de El ángel exterminador. Espera que Pepe no esté en una habitación así, merde, si acaso en un café parecido al Café de Flore conversando con sus amigos, desea ella mientras escucha el tac tac tac. Nosotros, encerrados en el rebrote del rebrote, ponemos altares a los muertos sartreanos y antisartreanos, y esperamos que esto de verdad termine: ¿Nos atreveremos a salir al pasillo y desafiar al diablo o al dios que nos metió en este lío?
Puestos a imaginar infiernos, es más interesante el de Woody Allen en su película Deconstructing Harry, donde el diablo antes regenteaba un estudio de Hollywood, o el lobby infernal del diablo Toby, creación del genial Rowan Atkinson que, por cierto, tiene un lugar asignado a los franceses. Y mientras ella imagina infiernos el tiempo sigue sin pasar del todo, y las acusaciones cruzan de un lado a otro, en todas partes: tac tac tac. El plomero escudriña el techo de la cocina y el agua acumulada hace que el plafón se desplome; una catástrofe a escala doméstica, pero catástrofe, que echa a andar al mundo. Ahora sí, ya es otro día: las cosas suceden, el tiempo avanza. Todavía no estamos en el infierno, piensa, aliviada.
*Imagen de Zenete
Ana García Bergua Es escritora y ha sido galardonada con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Twitter: @BerguaAna
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Posted: October 27, 2020 at 8:41 pm