Essay
No separar la vida de la vida
COLUMN/COLUMNA

No separar la vida de la vida

Sandra Lorenzano

A propósito de Bioética. Manifiesto por la tierra.

…reconoció esos árboles que habían sido la vida para él,
y se despidió de ellos como se despedía de sus hijos o hermanos o nietos.
Mi abuelo no separó la vida de la vida…

José Saramago, De la estatua a la piedra

Si la bioética es, como lo ha explicado tantas veces Arnoldo Kraus, la ciencia de la supervivencia: del ser humano, de la sociedad y del mundo, este abrazo de despedida a los árboles, con el cual el abuelo de Saramago demostraba su agradecimiento a los seres de la naturaleza que le habían permitido vivir, es una de sus más conmovedoras muestras.

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir, escribió en el discurso de recepción del Nobel, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Como él, todas y todos deberíamos sentir que somos parte de un mismo mundo, no deberíamos separar la vida de la vida. Sin embargo, en esa existencia rica, múltiple y diversa, aparecemos nosotros, los animales humanos. como los únicos que atentamos contra el equilibrio del planeta.

El llamado Antropoceno, que cada vez más se entiende como “Capitaloceno”, como lo propone Jason Moore, muestra la capacidad destructiva del modo de producción de las sociedades capitalistas, “basadas en una nueva forma de organizar la naturaleza y las nuevas relaciones entre el trabajo, la reproducción y las condiciones de vida”.

Eso que el admirado José Sarukhán sostiene en la “Presentación”: “…el problema toral de nuestra generación: definir los peligros y las consecuencias resultantes de los estilos de vida que una porción de la humanidad ha adoptado desde hace más de medio siglo” (p. 15).

Ya sea que pensemos como algunos especialistas que esto inicia con la Revolución Industrial, o que se da, como dicen otros, al finalizar la II Guerra Mundial, las consecuencias devastadoras las conocemos, las vemos y las sufrimos día a día: van desde la contaminación del agua, el aire y el suelo, a la deforestación y el efecto invernadero, por mencionar sólo algunas. Me gustaría destacar que el concepto de ecocidio desde 2021 tiene una definición jurídica. El grupo de  doce juristas que lo creó busca que el delito se incorpore como el quinto crimen contra la paz en el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.

La tranquilidad o indiferencia con que la mayor parte de los seres humanos presenciamos esta destrucción, me lleva a recordar la IX Tesis de Filosofía de la Historia de Walter Benjamin. En ella aparece el Ángel de la Historia quien, allí donde nosotros vemos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única “que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso”.

¿Cómo se cambia esto? ¿Cómo impedimos que el cúmulo de ruinas siga creciendo?

El querido Arnoldo Kraus, uno de los hombres con mayor claridad y compromiso ético que conozco, nos hace parte de su apuesta: demos a conocer lo que está sucediendo, creemos conciencia sobre nuestra responsabilidad en el apocalipsis que se avecina (¿o dentro del cual ya estamos inmersos?). Para ello, dice, entre otras muchas cosas, la materia de bioética -la filosofía del siglo XXI- debería ser obligatoria en todos los niveles educativos. 

A 50 años de la publicación del texto fundacional Bioética: un puente hacia el futuro, de Van Rensselaer Potter, Kraus convoca a participar en el libro a científicos y humanistas del Seminario de Cultura Mexicana, cuyas metas son “la sabiduría y el conocimiento”. Y como lo dice el libro de Potter, “Sabiduría implica aprovechar y utilizar el conocimiento para mejorar el bienestar social”. Por cierto, pareciera que “Bienestar social” es un concepto que hemos olvidado, y que sin duda hemos desligado de la naturaleza. Las páginas de Potter son “un tratado de lo que podríamos hacer para que las nuevas generaciones tengan la posibilidad de sobrevivir con respeto con todos los habitantes de la naturaleza”. Ahí está el puente del que habla el título; ahí está la apuesta que une pasado, presente y futuro, y que tenemos la obligación ética de construir.

Cuál es la herencia, me pregunto, que dejaremos como generación, cuánta es la soberbia que nos lleva a despreciar lo que heredaremos a nuestros hijos, a nuestros nietos. Sacar a los seres humanos de su ego presentista ávido de riqueza no es fácil. Se trata de recuperar lazos de comunidad, de solidaridad, de responsabilidad, lazos éticos en última instancia, que están terriblemente dañados. En especial cuando hablamos de políticas depredadoras por parte de gobiernos, de industrias, de los grandes capitales puestos al servicio de la generación de dinero a cualquier costo. ¿Cuántos trabajadores murieron en la construcción de los estadios de Qatar? ¿Qué porcentaje de los muertos en pandemia pertenecía a las clases económicamente más vulnerables? ¿Cuántos niños mueren por desnutrición en África? Las preguntas son infinitas. Como bien lo dice Saraukhán, glosando la encíclica Laudato Si, pronunciada por el Papa Francisco en 2015,

“los desposeídos -70% de la humanidad- son quienes reciben el pleno impacto de los problemas ambientales; dejando claro que el actual sistema financiero mundial influye implacablemente sobre la política, distorsionándola para el beneficio de una minoría de la sociedad; que ni el crecimiento de los mercados resolverá el hambre o la pobreza, ni las opciones tecnológicas representan soluciones reales y duraderas”. (pp. 16-17)

Será muy difícil transformar todo esto, sostienen tanto Sarukhán como Kraus, si no salimos de las concepciones creacionistas que afirman que la aparición de los seres humanos “es producto de un acto sobrenatural y por lo tanto estaríamos desconectados del mundo natural del planeta”. (p. 19)

Después de presentar los artículos de todas y todos los colaboradores del libro, quienes, desde la filosofía, el derecho, la historia, la ciencia política, la economía, la arquitectura, la creación artística, los derechos humanos, la biología, construyen en colectivo un discurso comprometido, rico, incluyente y profundamente ético, Kraus remata con un breve texto que titula “Corolario inacabado”. En él subraya una vez más que “la soberbia humana es infinita. Mientras no sean suficientes las voces para desbancar a políticos y empresarios malignos, la tan necesaria humildad hacia la naturaleza será letra muerta”. (p. 112)

Esos “empresarios y políticos malignos” se resisten, no sin uso de la violencia, a abandonar el lucro basado en la explotación del medio ambiente y de los seres humanos.

Sabemos que esto da por resultado cifras brutales: 1733 personas defensoras de la tierra y medio ambiente fueron asesinadas en los últimos diez años en todo el mundo.

El 68 % de los ataques se han registrado en países de América Latina. Las comunidades indígenas concentran el 39 % de los ataques registrados, pese a que representan menos del 5 % de la población mundial.

Nuestro país no ha sido la excepción sino todo lo contrario. En 2021, México se convirtió en el más violento del mundo para defensores ambientales, según el más reciente informe de la organización Global Witness. Ya desde 2019 se había registrado un aumento significativo de los datos sobre este tipo de violencia. Si en 2020, se registraron 30 homicidios, para el 2021 la cifra se elevó a 54. De estos 54, 40 % eran personas indígenas.

Colombia y Brasil nos siguen en la numeralia del horror. Cuanto mayor es la violencia, mayor es el tamaño del negocio que los defensores están tocando.

Permítanme referirme a la historia con la cual la querida escritora Silvia Molina termina su texto, y que tiene que ver con Hope, una mamá gorila acribillada en Sumatra para robarle a su cría. “El torso de Hope había sido acuchillado y presentaba profundos desgarres. Tenía casi todos los huesos fracturados y le habían arrebatado a su bebé. Aún así la salvaron y vive, ciega, en un centro de rehabilitación, a donde llegan sin descanso otras Hope (…) ¿Qué nos pasa, por qué esa voracidad por la destrucción y el dinero?” (p. 90)

Esta historia me llevó a recordar otra que surgió a partir de una foto que formaba parte de la exposición que el grupo  Forensic Architecture  hizo en el MUAC en 2017. No sé si ustedes la recuerdan, es una imagen de la orangutana Sandra (juro que se llama así, y no es la única coincidencia), quien nació en febrero de 1986 en Alemania y llegó a la Argentina en 1994. Desde entonces vive sola, sin vincularse realmente con nadie más que consigo misma, escondiéndose  de las miradas que se posan en ella con curiosidad y, muchas veces, algo de morbo. Aburrida, ociosa, angustiada, dicen; deprimida: seguro. Somos tocayas. Y si la miro a los ojos sé que compartimos algo más que el nombre. Su mirada me cimbra, me conmueve. En algún sitio del magma original, antes del mítico big-bang, algo más que el 97% de ADN nos hermanó. ¿Nos une algún fugaz residuo de polvo de estrellas? ¿O simplemente el miedo a la soledad?

Ella se tapa con cartones para que no la vean. Yo me cubro de palabras. Las dos nos disfrazamos para que parezca que cumplimos lo que se espera de nosotras.

Sandra, la orangutana del siniestro zoológico de Buenos Aires, jamás ha vivido en libertad. Jamás. Sin embargo, en 2014 saltó a la fama cuando fue reconocida como 2persona no humana” y la justicia le otorgó un recurso de hábeas corpus, “figura legal que se utiliza para casos de personas privadas ilegítimamente de su libertad”.

Encerrada en un espacio en el que dominan las rocas –ella, que debería estar trepada a los árboles-, pasa la mayor parte del tiempo sentada, quieta, sin interactuar con nadie, e incluso tapándose con cartones o telas para que no la miren. Es como si dijera: “Me tienen en exhibición, pero no voy a dejar que me vean”. Para los especialistas los orangutanes son los homínidos no humanos más inteligentes.

El juez Eugenio Zaffaroni, ex titular de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, dice: “…menester es reconocerle al animal el carácter de sujeto de derechos, pues los sujetos no humanos (animales) son titulares de derechos, por lo que se impone su protección en el ámbito competencial correspondiente”. El planteo de Zaffaroni va incluso más allá poniendo como ejemplo constituciones políticas de países como Ecuador o Bolivia que consideran a la naturaleza como un bien jurídico a custodiar.

Muchos temas se cruzan en esta nada simple consideración de Zaffaroni. Obviamente, y en primer lugar, la discusión sobre lo humano y lo no humano, las personas y las no personas. En algunos momentos de la historia la gente de raza negra fue considerada persona “no tan persona”. Y los indígenas durante la conquista, ¿estaban considerados personas humanas o no humanas? Antes eran mostrados en jaulas, como seres “distintos”, como curiosidades. Hoy mostramos animales.

En el caso del juicio que involucró a mi tocaya las preguntas que genera son profundamente inquietantes y significativas. Tienen que ver, como decíamos, con nuestra relación con la naturaleza, pero también con nuestras propias certezas como especie, con una reflexión filosófica sobre lo que somos.

No sé ustedes, pero como en muchos otros casos, cuando yo miro a los ojos a Sandra –mi semejante, mi hermana, como escribía Baudelaire- siento vergüenza de pertenecer a la especie de “personas humanas”.

Y como el abuelo de Saramago quisiera abrazarla para no separar nunca la vida de la vida.

Pero ¿quién dijo que todo está perdido?, pregunto recordando la canción de Fito Páez, y cada uno de los textos da elementos para que, de manera conjunta, coordinada, cooperativa y solidaria, pensemos en los pasos a dar de ahora en adelante.

Ustedes y yo sabemos las respuestas, por eso aplaudimos la aparición de este libro y dejamos que una vez más, nos abra una ventanita de esperanza.

 

Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.

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Posted: December 9, 2022 at 4:50 pm

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