Revoloteo
Daniela Becerra
La desolación de las palomas azules. Las palomas azules pueden permanecer impávidas durante veinte minutos, cuarenta horas, mientras la ansiedad crece. Las palomas azules se alimentan de la ausencia, de la expectativa. Teresa lo sabe ahora. Dos palomas azules indican que el mensaje enviado ha sido leído. Quiere saltar al vacío desde la comodidad de un largo matrimonio para dejarse llevar en una balsa, sin timón ni velas en espera de algo. Navegar hacia dónde. Sé tú misma, se repite. Desde que su novio de la adolescencia reapareció y le dijo cuánto la ha echado de menos estas décadas, mira el celular sin descanso. Teresa ha guardado la prudencia tres días y luego a escondidas de su esposo ha comenzado a chatear con Roberto. Se encierra en el baño para escribir. Inventa juntas a deshoras para encontrarse con él. Los mensajes se suceden unos tras otros sin tiempos de espera. Reconstruyen su historia hasta hacerla un mito, una leyenda, un deber ser, un destino. Despierta y ahí están ocho mensajes de Roberto: cuánto la desea, cuánto la ha esperado. Te amo. Teresa duda. No dudes. Los días pasan, comparten miedos nocturnos, historias del pasado. Lo encuentra en los libros que él le recomienda, analiza las frases y comparten opiniones. Algo se llena, se le desborda, Roberto está en todos lados, en las nubes, en la taza de café por la mañana, en las estrellas, en la almohada.
El matrimonio desvencijado se quedó sin sostén. Ella era la estructura. La idea de salir corriendo la había rondado por años y ahora que se sabe amada toma la decisión. No quiere más atender un marido enojado, no quiere dar explicaciones, ni ser la que siempre lleva la conversación en las comidas familiares, no quiere callar ante los insultos, no quiere pensar en si hace falta leche o planchó mal una camisa.
Después de vivir en una fortaleza, protegida de las agresiones y reclamos familiares, se desnuda ante Roberto. Él la ve, intuye sus defectos, sus fragilidades, su luz: te acepto y te amo cómo eres; y ella se siente cobijada, vista. Quiere creer. Roberto hace una radiografía de su alma y ella se reconoce. ¿Cómo imaginar el mundo antes de que él llegara? ¿Cuán largas eran las horas? ¿Cómo lograba caminar rumbo al trabajo? ¿Existían ya los colores de la tarde? ¿Las nubes tenían ya esas fantasiosas formas? El cielo ha dejado de pesar, se siente ligera. Sé tú misma , se repite en las clases de meditación, con la imagen de Roberto en sus brazos. Resguardada sólo con evocarlo. Lo besa con una ternura ya olvidada, acaricia las esquinas y rincones de su cuerpo, memoriza los pliegues, la sensación de sus manos sobre su vello, sobre su pecho, sobre su sexo. Te esperé tanto tiempo, le susurra él y ella degusta las palabras en otro largo beso. No puedo ya regresar a mi vida, después de esto ya no. Las horas se extienden sólo con Roberto. Sin él no hay rumbo.
Veinte años de matrimonio. Te has vuelto loca, dice su marido. Me escucho a mí misma, contesta Teresa. Se tiñe de pelirroja, se ríe con más frecuencia. Su marido le advierte que no será fácil, no está dispuesto a tirar lo que han construido. Teresa lo escucha desde lejos, en volumen bajo, la imagen distorsionada. Incluso se da cuenta de que puede apagar la imagen como en la televisión, apretar el botón de encendido y dejarlo hablar sin escuchar una sola palabra. Teresa piensa en Roberto, en que él sí la entiende, la ama completa, entera, fallida, desvalida, íntegra, fuerte, amorosa.
Tenemos el tiempo por delante, vayamos con calma, escribe Roberto. Sin embargo, Teresa ha puesto ya la demanda de divorcio, ha tirado las fotos de la boda, ha conversado con las gemelas. De noche, cierra los ojos arropada por la imagen de Roberto, imagina los viajes que harán juntos, escucha su voz de poeta leyéndole al anochecer y arrullándola hasta el sueño. Flota en el mar del olvido, donde veinte años de matrimonio se han esfumado entre los colores del cielo de Roberto.
El marido habla con las amigas, con sus cuñadas. Teresa está irreconocible. Las décadas de dulzura que ella le dio se diluyen en las lágrimas que él ha comenzado a soltar, mientras la observa sorprendido. Busca al enemigo invisible sin encontrar rastros. Algún trastorno hormonal, otro hombre, presiones laborales. Comienza a mirar lo que antes no miraba. Teresa regresa de la oficina y ya no prepara la cena, a veces avisa que saldrá a tomar algo con sus amigas, permanece muda en las comidas familiares. El mundo de él se desmorona mientras Teresa fija la vista en otro cielo.
Me divorcio, pronto estaremos juntos, le escribe a Roberto. Lo llama, le manda mensajes sin descanso. Él responde a intervalos hasta que las palomas grises se tornan azules y permanecen mudas.
Las semanas transcurren perezosas. La certeza muda de piel. Por las mañanas ya no hay ocho mensajes de Roberto en espera. La inquietud se apropia de los días y va cavando en su dolor. Ella insiste en verlo, quedan de acuerdo y más tarde él cancela la cita. Las palomas azules empiezan a hacer nido en su pantalla. Escriba lo que escriba debe esperar horas o días para que él le responda. Si llama por teléfono, se topa con el buzón. Cada vez que se da por vencida, él reaparece, le dice que la ama, la cita para hacer el amor y más tarde vuelve a desintegrarse en la obscuridad digital. Teresa no descansa, llora dormida. Se tapa con las cobijas y en la madrugada las avienta, empapada de un sudor solitario, el nudo en la garganta la habita de forma permanente. Las ojeras colorean su mirada y las raíces canosas del pelo contrastan con la antigua exuberancia pelirroja.
Por la tarde mira al cielo y lo encuentra deslavado. De noche, busca a la luna y se le pierde. Se hace un ovillo en la cama mientras ve cómo el marido empaca sus cosas. Ni siquiera busca las palabras para detenerlo. Despierta a media noche a revisar el celular, lo revisa entre juntas con su jefe, en las comidas con las gemelas. Las mismas palomas azules de hace días permanecen impávidas, engordando, mirando con ironía su desesperación. Llora los colores que ha perdido el amanecer, las ganas de cantar camino a la oficina, la indiferencia ante el matrimonio. Llora la voz del poeta, sus arrullos, sus besos infinitos, el respirarse uno al otro, el empaparse del sudor ajeno y guardar su sabor salado en la lengua. Llora la imagen de ambos en una hamaca frente al mar. Llora lo que fue y lo que no fue. Llora las coincidencias, el futuro, el estábamos destinados uno al otro.
Teresa apenas come, falta un día al trabajo y luego otro; las gemelas le insisten que salga de la cama. Se ahoga en sus propias lágrimas. Los párpados le pesan. Las pestañas se le enredan. No quiere verse, no quiere ser ella misma. Escupe un sollozo. El marido la toma de la mano frente al escritorio del médico. Teresa se deja llevar, la palma inmóvil entre los dedos del marido. La argolla de matrimonio de nuevo en ambos anulares.
La voz del psiquiatra no tiene volumen mientras escribe la receta de los antidepresivos.
Las palomas azules revolotean.
Daniela Becerra ha publicado en El Financiero, Reforma, Elle, Harpers Bazaa, además de Amura, Nagari Magazine, la revista Este País y el blog de corredores de El Universal. Fue editora del libro Alcanzando el vuelo. Responsabilidad social en la empresa, editado por CEMEFI y Celanese y de un libro sobre las etnias del Estado de México. Twitter: @danielabr3
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Posted: November 24, 2016 at 9:56 pm