Essay
RITOS INICIÁTICOS. HISTORIAS. MANDARINAS
COLUMN/COLUMNA

RITOS INICIÁTICOS. HISTORIAS. MANDARINAS

Lolita Bosch

No. Una (buena) novela no es un diario personal, una carta, un mensaje, una tesis, un panfleto ni político ni social, una lección o una forma de alardear ni de deslumbrar. Y, sobre todo, no es una historia. “La escritura no expresa, la escritura produce” nos dice Cristina Rivera Garza. Y aunque parezca contradictorio ahí es donde radica su estricta tensión. Porque una novela es la construcción que hace el lector tras el acto de curiosidad infinita que hace el escritor y que, de nuevo, resume Cristina Rivera Garza diciéndonos que “escribir es vaciar”.

Es.

Una forma distinta de pensar, de relacionarnos con la realidad, una traslación de nuestro mundo, una representación, una reinterpretación, una posibilidad. Un texto escrito que construye un mundo con sentido, al que se pueda acceder y del que se pueda salir, con códigos que nos permitan interpretarlo, habitantes verosímiles y una inquebrantable sensación de verdad. Verdad. No de realidad, que tanto la empobrece. Sino verdad, que Lacan decía que sólo podía tener estructura de ficción. La realidad no. La realidad está en este mundo que pisamos, en las historias, las rutinas, las pláticas. Pero la verdad con estructura de ficción es el aire que es la literatura, esta vida única y extraordinaria que logra que otro mundo se vea, se entienda, genere empatía y se pueda interpretar.

Interpretar. Algo maravilloso. Un movimiento casi de quietud frente al espejo en el que el escritor desaparece y el lector se reconoce, en la novela, a sí mismo. Y entonces sí, entonces tiene la sensación sagrada de estar construyéndose un mundo en silencio, en absoluta soledad. Radicalmente suyo.

Mío. Nuestro. De todos nosotros, todas nosotras.

Pero el aburrimiento, esta manera tan triste de explicar la literatura en las escuelas (siempre como algo acabado, nunca una obra en construcción, un edificio, un dique, el soplete que sella un submarino), nos impide a menudo entender que lo que nos han contado es falso. Que la literatura no está en la raíz lógica e implacable de las historias, no es un pastel, un carro de leyenda cargado de inspiración, recursos casi mágicos, casi ilusorios, que traigan consigo algo que nos conmueva.

No. Así no ocurre.

Porque cuando el lector ve en el texto una historia completa y terminada, es sólo porque el escritor ha logrado desgajarla para ver en ella un texto, un trabajo en construcción que sea capaz de pensar por partes. Una mandarina. Y se ha resistido al mito de la historias, los sermones y las verdades religiosas nos han permeado uno a uno como si la gramática fuera una certeza, han entrado en nuestros cuerpos hace siglos y se han convertido en esta raíz de olivo que lo empantana todo. Tajante. Podría parecer que no hay modo de arrancarla. Que los olivos no se apagan tras un incendio porque reproducen una y otra vez el fuego que siempre quedan dentro.

Que ardan. No importa. Porque la novela no es esa raíz.

La novela soy yo. Eres tú. Inevitablemente.

Y sin embargo, cuando nos planteamos la posibilidad de escribir ¿acaso pensamos en un mundo, una cúpula, un lazo que capture el aire? ¿O nos dejamos engullir por la simpleza de las historias, las anécdotas curiosas, nuestro ingenio, nuestro caduco impulso? ¿Acaso pensamos que vaciar el espacio es primordial para que el lector pueda formar parte de él, hacernos a un lado, construirse en este vacío que hemos creado? ¿Pensamos en las pistas que necesita para interpretar el mundo donde está ocurriendo todo? ¿O lo obligamos a seguir una historia llena de pistas sin importancia que nadie va a retener porque no nos llevan a ningún otro lugar, nunca?

Lo obligamos, casi pulpos, casi vedettes. Porque nos da pereza aprender a pensar que darle una novela a un lector es decirle que Tú ahora vas a entrar aquí y no te vas a ir porque te sientes seguro y sabes donde estás. Y esto es así porque puedes ver donde ocurren las acciones, puedes entender cómo y por qué ocurren, te sientes cercano a alguien que no existe y puedes interpretar lo que está pasando y asumirlo a tu manera. Confío en ti, sé que eres un bueno lector y que no sólo vas a entrar en este artefacto extraordinario que es una novela para ver qué está pasando y a quién sino para aprender, una vez y otra, a construir tu mundo por ti mismo.

Y ésta es la única puerta posible: su necesidad de creer: la sensación de haberlo hecho solo. Sin nosotros. Porque el escritor, la escritora, para su tiempo de lectura no es necesario.

Y no lo somos. En la lectura, no.

Pero ¿cómo? ¿Cómo vaciamos un espacio íntimo para que el lector pueda tener la sensación de que le pertenece? ¿Acaso somos capaces de preguntarnos las cosas por separado? ¿Cuestionarnos qué necesitamos saber para levantar espacios, temas y empatías que desprecien el más del puro y burdo recurso emocional? ¿Cómo recordamos, entre tanto ruido, tanto tiempo enlatado, tantísimas imágenes planeando por encima de nuestras cabezas, que sólo podemos aludir a la condición de lo humano que hay en el lector? ¿Cómo construimos con él una novela que sea, porque así es, él. Nosotros?

A gajos.

Aunque solamos pensar, sin haberlo pensado, que durante el proceso de escritura todo vendrá sólo, que simplemente ocurrirá porque hay algo de inercia, algo de romanticismo, algo narrativo en nosotros que será capaz de levantar muros exactos porque sí. Porque tenemos una historia que contar. (Vanidad) No es cierto. La inercia y la curiosidad literarias no son las voces de ninguna inspiración, ninguna varita, ningún prodigio. Sino utilísimas herramientas de construcción. Casi cascos. Casi martillos. Casi madera. Tornillos. Materiales. Varillas transparentes que usamos para erigir con la escritura un artificio, pura manipulación. No algo insoportablemente bello, evocado, mágico. Sino la construcción de estos espacios vacíos y comprensibles (a diferencia del mundo), acotados (a diferencia del tiempo) en los que el lector puede ser, identificarse consigo mismo, respirar a su modo porque sabe que en ese lugar, en ese momento, todo tiene que ver, exclusivamente, con él. “Sólo la literatura”, nos dice Houellebecq, “te puede provocar esa sensación de contactar con otra mente humana, con la integridad de esa mente, sus debilidades y grandezas, las limitaciones, las pequeñeces, las ideas fijas las creencias; con todo lo que la emociona, le interesa, le excita o le repugna. Sólo la literatura te puede permitir entrar en contacto con la mente de un muerto, de una manera más directa, más completa y más profunda de lo que lograría incluso la conversación con un amigo (…). Porque un autor es, antes que nada, un ser humano, presente en sus libros” (Sumisión, Anagrama, Barcelona 2015). Y, en efecto, gracias a este extraordinario mecanismo artístico de recepción, curiosidad y comprensión, cuando el lector se apodera de lo radicalmente humano que salva, a cada rato, la literatura, logra algo que tiene que ver, de manera íntima, con todos y cada uno de nosotros.

Eso sí sucede. Afortunadamente y de manera constante, sucede.

Lolita Bosch de negroLolita Bosch nació en Barcelona en 1970, pero vivió mucho tiempo en Albons (Baix Empordà). También ha vivido en Estados Unidos, India y, durante diez años, en la Ciudad de México. Ha publicado, entre otras novelas, Tres historias europeasLa persona que fuimosLa familia de mi padre o Esto que ves es un rostro, así como su antología personal de literatura mexicana Hecho en México y el ensayo narrativo Ahora, escribo. Su Twitter: @LolitaBosch


Posted: December 8, 2015 at 10:48 pm

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