360º. El merecimiento del prodigio
Luis Paniagua
(De Claro rastro del mundo oscurecido. Seis acercamientos radiales a la memoria en la prosa de Ida Vitale. Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2020, FEDEM, 2020)
El prodigio, como el ser bienvenido en un país que no es el nuestro, también es un don, un regalo probablemente inmerecido. La única actitud posible para aquel que lo recibe es tener los sentidos abiertos como gesto de mínimo agradecimiento; dejar la puerta abierta (esa de la percepción) y seguir con el canto invocatorio; abrir las orejas de la cabeza día y noche o escuchar la oreja del pecho cuando allá arriba fallan las otras dos (como aconseja Fabio Morábito); oír con los ojos, cuando lejos se encuentran los oídos (como suplica, añorante, sor Juana); contemplar con los oídos, oler con los ojos, acariciar con el olfato, oler con la lengua, saborear con el tacto (como propone Ocatvio Paz).
En medio de la metralla del mundo cotidiano, donde nos atraviesa la ráfaga de sus deberes y nos mantiene en una perenne calidad de convalecientes, ya no es tan común que nos detengamos a testificar el efecto que el prodigio debería tener en las vidas de los ciudadanos de a pie, ya no asistimos a la feria de los milagros en los que uno de ellos es contar con dos manos que tienen más de cuatro pero menos de seis dedos; alienados por pobres paliativos tecnológicos, como polillas obnubiladas por la luminosidad de una candela, los ciudadanos comunes dejamos de ver el mundo y de notar la gran cantidad de comunicación que pareciera querer entablar con nosotros, pobres y lesas pero inconmovibles criaturas. Al recorrer los lugares habituales del espacio que posibilita la escritura de nuestra autobiografía (aquellos donde testimoniamos y soltamos en sus pastos al animal de la memoria), el caminante no ve sino una serie de imágenes repetidas hasta la náusea, invariables como los días que se suceden uno tras otro; siempre iguales a sí mismos, no son más que un avatar para su hartazgo. “Vivimos en el espacio, en estos espacios, en estas ciudades, en estos campos, en estos pasillos, en estos jardines. Parece evidente. Quizá debería ser efectivamente evidente. Pero no es evidente, no cae por su propio peso.” Así registra nuestro paso por la cotidianidad el excelso observador Georges Perec en su penetrante análisis del espacio, suerte de poética de su escritura, Especies de espacios. Páginas más adelante, el francés remacha lapidariamente la emisión de su juicio con tres palabras: No sabemos ver.
Asistentes al texto del mundo, somos lectores distraídos, cuando no francamente analfabetas funcionales, interesados en solamente leer literalmente las líneas que a diario nos ofrece. Pocos, pues, son aquellos que se solazan leyendo entre líneas: “En un día demasiado nítido, / día en que daban ganas de haber trabajado mucho / para en él no trabajar nada, / entreví, como una avenida entre los árboles, / lo que tal vez sea el Gran Secreto”, sostiene Alberto Caeiro en El guardador de rebaños. Ese mismo pastor que desoye los conceptos y ve en el mundo un misterio permanente.
Lectora de entre lineas, también Ida Vitale prefiere los meandros a los senderos habituales, contradiciendo el verso popular que prohibe abandonar el camino (seguro) por tomar la vereda (de lo inesperado). Vitale la prefiere porque “su riqueza prodigiosa posibilita una extensión del alma que hoy pocas cosas ofrecen […] La curiosidad une partes desvinculadas del mundo y justifica al ser humano”. De este punto podríamos partir para pensar sobre el prodigio en la prosa de Ida Vitale.
La riqueza, según el diccionario de la RAE no sólo es cuantitativa, sino cualitativa. Prodigio, por su parte, es aquello que excede los límites de su naturaleza. Haciendo una analogía, el prodigio sería esa vereda oculta a los ojos de los que van por el camino, conformes con la seguridad que éste les ofrece. Entonces, podríamos decir que el prodigio es un excedente (una riqueza) de sentido en ciertas palabras o frases que el libro del mundo pone ante nuestros ojos. Tal excedente permite, probablemente, momentáneamente la consonancia entre el ser humano y el texto que lo contiene: a saber, el propio libro del mundo. Cuando esa confluencia se logra, podríamos pensar en otra palabra: felicidad. Parpadeante, discontinua, intermitente, perpleja —en ocasiones de difícil lectura—, pero felicidad al fin. Nos encontramos ante algo que no sabíamos, algo que era para nosotros un misterio —y que probablemente lo seguirá siendo luego— y hallamos un curioso sabor que paladeamos con los cinco sentidos y que podríamos entender con esa misma palabra, pero en singular: sentido (ya lo hemos dicho: somos animales que andan permanentemente en su búsqueda). Por un momento, pues, el mundo existe para nosotros y con nosotros. Estamos plenos.
Nikos Dimou afirma en su libro La desgracia de ser griego que el ser humano es el “animal trágico” ya que su andar por el mundo es agonía sólo aliviada cuando, escasísimamente, la realidad y el deseo confluyen; así es como el filósofo define la felicidad, con esa confluencia. Adam Zagajewski afirma, por su parte, que la poesía proporciona felicidad. Podríamos pensar que la felicidad que se agencia la poesía (y que es extensible a todo el arte) es una felicidad generosa, puesto que gracias a su registro, le es permisible al lector volver sobre ella y verla como algo más que un destello, y continuar en su afán de desentrañar su sentido. Pero no nos alejemos. La poesía, decíamos, proporciona felicidad debido a que es la operación mediante la cual puede hallarse propiamente el prodigio, esa entidad que rebalsa sus propios forma y fondo (recordemos a Hannah Arendt cuando dice que pensar con una mente abierta —eso hace la poesía, por ejemplo— significa entrenar a la imaginación para que salga de visita). El prodigio pues, como una tea para iluminar la oscuridad circundante, recordando a José Donoso. Y su capacidad de iluminar está precisamente en la puesta en crisis del sentido común afianzado en la columna del hábito, de la actividad repetitiva, de la costumbre; gracias a la calidad de familiar, ese satinado que aplicamos sobre el vidrio de la percepción, el prodigio se oculta; pero una vez limpio ese cristal por la esponja de la mente abierta, podemos encontrar más fácil y más frecuentemente el prodigio y entregarnos a su luminosidad.
Recapitulemos. La felicidad es confluencia del deseo y la realidad. La poesía proporciona felicidad. No obstante, ese ser agónico que es el hombre, raras veces sabe qué es lo que desea. Por eso el prodigio siempre es un regalo inmerecido, por eso la poesía le viene bien a todo el mundo, aunque “no lo sepa” le proporcionará momentos de felicidad. Para ponernos mundanos y citar un eslogan de una tienda de chucherías coreana: “No sabía que lo necesitaba”. En esta ignorancia, el prodigio es un dulce menjurje de alivio.
Hemos anotado en otras páginas que la llegada de Ida Vitale a la Ciudad de México, en medio de los sentimientos de desasosiego, fue prodigiosa: hallar el trabajo de un artista admirado por ella fue la confirmación de que la realidad tiene un envés: el territorio abierto del arte que no tiene fronteras tan caprichosas. A éste podríamos añadir aquél en que, tarde para llegar a pie a la cita para comer con los González de León, se atreve a abordar a un conductor de automóvil para pedirle un aventón; y nada más abordar el vehículo, enfrentarse a la pregunta de que si es uruguaya, lo cuál la deja boquiabierta:
Ante ese insólito conocimiento de un acento perdido entre cientos de variantes del castellano, tan cercano al argentino, que siempre prima como opción, no disimulé mi estupor. Se declaró casado con uruguaya, con lo que mi estupor creció, ahora por haber elegido de manera tan asombrosamente oportuna. Él no sólo había detectado por el habla a una compatriota de su mujer; sin duda también estaría al tanto de la situación en mi país, aunque todavía no éramos muchos los que habíamos recibido asilo en México. Y actuó en consecuencia.
¿No es esta anécdota capaz de erizarnos la piel, como a Xirau las líneas de Rulfo, por lo improbable de una confluencia de tal naturaleza? ¿No nos hace pensar en la imagen que dibuja Milan Kundera al hablar del destino, diciendo que los acontecimientos defienden sobre el hecho destinado como los pájaros sobre san Francisco; no nos es lícito pensar en el poema “Las causas” de Borges cuando dice se precisó que la historia transcurriera precisamente así para que sus manos se encontraran?
Las criaturas aladas pueblan felizmente las páginas de la obra de Ida Vitale. Su leve presencia nos confirma un cielo arduamente trabajado. Por eso no es gratuito que, ante la aparición súbita de Juan Rulfo en el departamento de Fernando Benítez, la poeta lo compare con un ángel. Imagen contundente y silenciosa. Te tal modo encuentran también en la memoria un lugar los ángeles para Ricardo Garibay y Alfonso Reyes. El hidalguense recuerda: “Una mañana vi a dos ángeles. Eran toscos, como estatuas vistas de cerca. Uno era muy verde, y el otro, que ya se iba volando, era amarillo y llevaba los pies sucios de lodo. Estuve enfermo una semana. —Vi dos ángeles, mamá —le dije a mi madre. Mi madre se veía muy preocupada.” Por su parte (permítasenos citar in extenso, debido a que el ensayo guarda una belleza inusitada), el autor de Visión de Anahuac recuerda:
Yo creo haber conocido el éxtasis de niño, aunque un éxtasis desprovisto de inspiración religiosa y que admite ser explicado al modo laico. Yo creo que mi ser aún no labraba su canal, aún no lo apretaban y encarcelaban dentro de mí mismo las experiencias del pensamiento y de la vida. Y, por decirlo así, me salía yo del cauce y percibía cosas que más tarde no volví a percibir. Yo oía una voz que pronunciaba mi nombre en voz baja, cuando jugaban en la huerta de la casa paterna, como creo haberlo contado en un poemita todavía no recogido en libro. “Es mi Ángel de la Guarda”, solía yo decirme sencillamente, y seguía jugando. Estimulado por la fiebre que frecuentemente padecía –y que acaso era una fiebre palúdica– yo caía en “delirios”, como solíamos llamarlos, que generalmente eran visuales. Alguna otra vez los contaré. Pero, aficionado como era a quedarme solo, yo me deslizaba, de la manera más natural, sin saber por cuáles caminos, a un estado de olvido y abstracción que me hacía perder del todo la conciencia de mi ser limitado.
De pronto me recobraba, “despertaba” por decirlo así. Entonces me sentía yo como espantado. El caer del éxtasis me asustaba, como en Plotino. Ser yo mismo, ser una cosa sujeta en un alma y en un cuerpo particulares, me causaba verdadero pavor. Corría yo a verme en el espejo para mejor lograr mi descenso desde el cielo a la tierra; corría a buscar a alguien que me hablara, que me ayudara otra vez a anudar mis lazos. Con la infancia desapareció este don envidiable. Yo estaba por aquellos días mucho más cerca de los ángeles.
Como podemos observar, las tres anécdotas con ángeles guardan ciertas similitudes más allá de la figura que contienen: ángeles que fascinan pero pueden ser terribles (en los tres casos), una atmósfera de delirio o desconcierto ante la aparición y una necesidad de ser rescatados de esa opresión emocional. A Garibay niño parece que la preocupación de su madre lo sacará de su delirio; a Reyes niño lo rescata su reflejo en el espejo, además de una voz que le habla; a Ida Vitale la saca de su estupefacción la explicación de Fernando Benítez. Amén de las explicaciones, el prodigio ha obrado su trabajo.
Quiero cerrar este flujo de pensamientos con un par de ejemplos de prodigio que nos ofrece nuestra autora en De plantas y animales. El primero pertenece al ámbito literario y se refiere a una anécdota escrita por Alberto Savinio y la otra, más cara quizá, forma parte del ámbito vivencial de la autora (aunque, para todos nosotros, pertenezca también al literario).
El primero nos cuenta lo siguiente:
El espíritu franciscano no ha muerto. La noche del 16 de agosto de 1943, bajo las bombas de dos mil toneladas que martilleaban Milán, un frailecito salió a las calladas del convento de Piazza Sant’Angelo y con un cucharón de madera recogió los peces rojos de la fuente del Poverello y los puso a salvo. Esto en el tiempo de la Violencia triunfante y mientras el hombre es perseguido, humillado, encarcelado, torturado, deportado, asesinado con indiferencia y desenvoltura.
¿Es la anécdota digna de crédito? ¿Es posible dar fe a la imagen de un hombre marchando al filo del riesgo de las bombas por rescatar de la muerte la minúscula maravilla escamada de rojo? Por supuesto que sí. En ella vemos reflejos de realidad que nos han proporcionado los medios masivos de comunicación gracias a las herramientas tecnológicas: recordemos la imagen del tanque sobre la plaza de Tiananmen y el ciudadano armado sólo con su dignidad y un par de bolsos impidiéndole el paso; rememoremos una anécdota narrada en un programa de televisión por Vasco Popa, el poeta sebio, en la que refiere cómo un hombre observa los buldóceres tratando de derribar, sin éxito, un árbol centenario, mientras él masculla entre dientes pero con emoción apenas contenida: “no te rindas, alma mía”. Todas estas son imágenes en las que hallamos al “hombre soberano” defendiendo el derecho a la vida de los inocentes de este mundo, a la vez que, con esas acciones, realizando una extensión para el alma de los que tenemos la fortuna de atestiguar el prodigio.
La última anécdota que queremos tratar es un recuerdo. Nos dice Ida Vitale:
El jardín de mi casa de Montevideo lindaba con el departamento del lechero que, ¡oh, tiempos cómodos!, me dejaba a diario su producto. Si encontraba en la puerta la llave, que había pasado allí la noche, ¡oh, tiempos apacibles!, tocaba el timbre y cambiábamos alguna broma. Cumplía su recorrido en una pulcra jardinera, tirada por una yegua reluciente y sabia, que caminaba despacio, se detenía donde cada cliente y respondía a un silbido o a una sílaba del amo acelerando el paso o deteniéndose del todo. Un día llegó mi vecino en camioncito.
—¿Resuelto a modernizarse? —pregunté. Me contestó heridísimo, que de ningún modo: eran las vacaciones anuales de su yegua, la cual holgaba pastando en un suculento baldío próximo, como después comprobé. Sin duda el lechero no olvidaba que Dios, en el Antiguo Testamento, mediante el episodio del arca, incluyó en su pacto a los animales y extendió a ellos el descanso dominical de los que trabajan para nosotros.
La ternura de este recuerdo, que nos pinta la sensibilidad de un hombre hacia los animales, que nos hace acudir a una experiencia totalmente inusitada, digna de nuestra emoción, es uno de los ejemplos más exaltados de los que nos atrevemos a proponer para señalar el prodigio.
Gracias al hallazgo del prodigio, el ser humano puede, por un instante, extenso en su intensidad, flotar en la duración sin medida, abandonar la tiranía del “mundo con su horario carnicero” y, como la yegua de Vitale, dejar libre su espíritu, permitirle tomar sus vacaciones, entrar en sus días sagrados, celebrar sus días de fiesta.
Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) es autor de Los pasos del visitante (Ediciones de Punto de partida-UNAM, 2006), Maverick 71 (Literal Publishing, 2013), □ (Revarena-Dirección de Literatura, 2017), Umbrales (Universidad de Guanajuato, 2018), La patria es praderade corderos segados por el filo y el veneno (CCH Naucalpan-UNAM, 2019) y Claro rastro del mundo oscurecido (STyC Morelos, 2020). Su trabajo ha merecido los premios Punto de Partida (2004), Literal Latin American Voices (2013), XXXIX Premio Hispanoamericano de Poesía San Román (2014), Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2020 y Laura Méndez de Cuenca en la categoría de Ensayo Literario (2022), entre otros.
Posted: December 13, 2022 at 11:09 pm