Contra las élites
David Medina Portillo
Supongo que no soy el único pero el actual debate sobre las élites me deja un tanto perplejo. En México descalificar a alguien por su identificación, real o supuesta, con las élites es equivalente a una denuncia de falla moral. Por lo regular esa falla se vuelve patente en cuanto se denuncia a la vez su simbiosis con la bête noire de nuestra vida civil jacobina: la derecha. En nuestro imaginario social básico sólo ella, la derecha, ha estado y estará en posición de ejercer algún elitismo.
La derecha por definición aparece asociada con los privilegios y el poder en cualquiera de sus formas. De modo que, si está en sus cabales, ningún excluido puede militar en favor de causas que no son las suyas. Es más, para los usos y costumbres de México dicha opción es políticamente inconfesable: muy pocos –si no es que nadie– se asumen de derecha. Lo que explicaría por qué en algún punto de las elecciones del 2000 Vicente Fox se declaró de centro-izquierda.
En Inglaterra, igual que en Estados Unidos, la revuelta contra las élites está encabezada por la derecha, la misma que, respectivamente, votó por el Brexit y llevó a la presidencia a Donald Trump. Obviamente, el enemigo son las élites del capital global, aquellas que desde hace dos décadas o más han propiciado el renacimiento del activismo con el altermundismo globalifóbico y el posterior Occupy Movement. Ahora bien, no ha sido este activismo progresista el que consiguió una victoria política real y contundente poniendo al mundo de cabeza. El sueño de toda izquierda radical ahora está en manos de alguien como Steve Bannon, asesor ideológico de Trump y virulento anti-establishment. Uno de los elementos inquietantes del fenómeno (no el más importante pero sí uno de los de mayor impacto en los medios) es su ataque frontal a la corrección política. Y ese ataque, precisamente, forma parte de una inesperada revuelta. Inesperada porque el objetivo no son sólo las ya aludidas élites financieras sino también otra de las superestructuras contemporáneas, el progresismo multicultural y aun antiliberal que, lejos de representar una amenaza, han acompañado a la liberalización hasta mostrarse como lo que realmente son: las élites políticas y culturales complementarias del nuevo orden.
Quizá una manera de ilustrar este asunto sea recurriendo a las páginas de un volumen clarividente, The Revolt of the Elites, publicado en 1994 tras la muerte –ese mismo año– de su autor, Christopher Lasch. El libro debería ser lectura obligada si queremos entender algo de los acontecimientos de los últimos meses, en particular la relación entre lo políticamente correcto y el empowerment de las élites progresistas. Desde luego, como a un buen sociólogo de formación socialista, a Lasch le preocupan las prácticas del capital global; sin embargo, no se entretiene recitando el amplio surtido de estereotipos común tras el giro de la economía en la era Reagan-Thatcher. Le inquieta más bien ese otro “giro neoliberal”, aquel que incorporó la revolución cultural de los años sesenta a la lógica misma de la apertura de mercados y creó múltiples subculturas de consumo, del liberalismo multicultural al pseudoradicalismo de la academia, de las políticas de la identidad a la acción afirmativa y su discriminación positiva, de las teorías críticas al postestructuralismo y los estudios culturales, etc. Ninguno de estos fenómenos constituye un auténtico desafío a la lógica de la liberalización que, desde los años ochenta y noventa, socava las posibilidades de una redistribución real y estructural de la riqueza. El resultado en cualquiera de los casos es eso que Lasch describiría como progresismo a secas y que, retomando algunas ideas de Lasch, Nancy Frazer denuncia como progresismo neoliberal. En este sentido, no ha faltado quien describa al progresismo como enfermedad terminal del izquierdismo.
Entre las observaciones de Lasch con mayores implicaciones están sus señalamientos en torno al paulatino desconocimiento de las élites progresistas de la realidad del ciudadano común, es decir, la escandalosa renuncia de la izquierda a las causas históricas de la clase trabajadora en favor de las subculturas de las identidades como auténticos “sujetos de emancipación”. Ese ciudadano corriente no sólo ha desaparecido de la esfera de sus intereses sino que se convirtió en el receptáculo exclusivo de las taras y vicios políticos y sociales más deleznables, al grado de que es un lugar común identificar a la Middle America –geográfica pero también culturalmente– con todo lo que combate el progresismo: intolerancia y fanatismo ignorantes, racismo y patriotismo agresivos, prejuicios depredadores, etc. En este contexto, ¿hace falta recordar que la Middle America se quedó sin voz entre las nuevas élites ilustradas (las “clases parlantes”) encargadas de articular la retórica de los movimientos sociales? Aunque a propósito de lo mismo no sé dónde leí que un desideologizado sentido común debería dejarnos ver que los trabajadores no están en los nuevos “movimientos sociales” –ni en las ONGs, ni en los carriles para las bicis… Trabajan muchas horas al día por sueldos cada vez peores o andan buscando trabajo con cada vez menos esperanza. Para la retórica de la corrección política este trabajador es una abstracción y hasta una amenaza, a menos que se integre al nuevo mapa de las identidades, los verdaderos –ya lo dijimos– “sujetos de emancipación”.
Pero ¿cómo describir a esta nueva élite social?, se pregunta Lasch. He aquí la transcripción de uno de sus párrafos:
Su inversión en educación e información, y no tanto en propiedades, la distingue de la burguesía típica, cuya influencia caracterizó una etapa previa del capitalismo, y de la vieja clase propietaria –la clase media, en el sentido estricto del término– que en alguna ocasión formó el grueso de la población. Estos grupos constituyen una “nueva clase” sólo en el sentido de que su novedoso estilo de vida se sustenta no tanto en la posesión de una propiedad como en la manipulación de la información y el expertise profesional. Esta élite comprende una gran variedad de ocupaciones –financieros, banqueros, promotores de bienes raíces, ingenieros, consultores de todo tipo, analistas de sistemas, científicos, médicos, publicistas, editores, ejecutivos de mercadotecnia, directores artísticos, cineastas, artistas, periodistas, productores de televisión, escritores, profesores universitarios– como para ser descrita como una “nueva clase” o una “nueva clase gobernante”.
Lo anterior contradice la idea que de sí mismas puedan tener las élites de izquierda, quienes difícilmente se reconocerán como minorías selectas y rectoras (élites) y, menos, como élites gobernantes. La izquierda –por definición– siempre será oposición y, aun como gobierno, se concibe a sí misma enfrentando al poder en cualquiera de sus formas. Lo que nos lleva a entender por qué con tan sobrada naturalidad los artistas, escritores y profesores de aquí y allá, por ejemplo, suelen hablar de las élites como de un fenómeno ajeno, no importa que los miembros más destacados de entre ellos, así como sus respectivos nichos en los campus y medios de comunicación, incidan y decidan sobre las corrientes de la discusión pública.
A este respecto, a la izquierda norteamericana y mexicana les sucede lo mismo y sólo distinguen como élite a los altos directivos financieros. Así lo expresó Bernie Sanders en las recientes elecciones, acusando única y exclusivamente a Wall Street y al capital global por la crisis. Curiosamente, no otra cosa han dicho Donald Trump y su gente, sumándole el nacionalismo xenófobo que les dio el triunfo. Por su parte, para los señores de Wall Street los dos encarnan la pesadilla de la política actual: el populismo. Así lo dio a entender Michael Bloomberg al descalificar por populistas a los radicales de ambos bandos, Donald Trump y Bernie Sanders. Cualquiera diría que no es extraño: Michael Bloomberg, ex alcalde de Nueva York y oponente circunstancial de Trump en la disputa por las candidaturas presidenciales, es dueño de Bloomberg LP y uno de los 10 hombres más ricos del mundo.
David Medina Portillo. Ensayista, editor y traductor. Ha colaborado en las revistas Vuelta y Letras Libres y en los diarios Reforma y La Jornada, entre otros. Editor-In-Chief de Literal Magazine. Twitter: @dmedinaportillo
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Posted: March 13, 2017 at 10:09 pm
Me queda claro que tanto tú, como el académico, el artistas o yo disfrutamos de beneficios que nos colocan en un sitio especial en la sociedad. Poseemos información y ese es nuestro capital. Pero todavía no me queda claro en qué sentido esa élite hedonista constituye una clase gobernante, a no ser que la entienda como un instrumento más de las clases dominantes. Porque en buena medida sólo somos un burdo simulacro de rebeldía