Essay
La cumbia del infinito, de Iztapalapa para el mundo
COLUMN/COLUMNA

La cumbia del infinito, de Iztapalapa para el mundo

Miriam Mabel Martínez

“Estoy en el lugar prohibido con ganas de experimentar donde se hace el pecado” no del amor, sino de la resistencia. Al igual que la protagonista de la canción Entrega de amor, de Los Ángeles Azules, me suelto el pelo y miro al espejo para confrontar el reflejo de un sonido que me provoca. Entro a un mundo paralelo al siglo XXI ajeno a la corrección política, a los análisis, teorías y batallas post-género y post izquierdas y derechas. Estoy en el universo de los sentidos. Me abandono a mi cuerpo y más que perder el control, lo suelto. Acaricio la tierra al arrastrar los pies tal como lo hicieron los precursores negros de la cumbia; ellos descalzos yo con unos tenis que dan testimonio de mi aquí y ahora.

El sonido del acordeón me remite al porro, a ese ritmo que al salir del caribe colombiano, por allá de los años de la década de 1940, corrió rumbo al sur y rumbo al norte. En Argentina, Perú y México la cumbia llegó para quedarse. Cada territorio la aprendió –y la aprehendió– en forma distinta. En México, los metales y las trompetas fueron las primeras aportaciones, sonidos dramáticos como las historias de rumberas que al son del chachachá y del mambo contribuyeron a la explosión del cine de oro mexicano narrando las calamidades de personajes que emigraban del campo a la ciudad. Adentro de la pantalla, los tambores y el baile son una tregua en la vida urbana que no sabe descansar y que exige resguardar la identidad. En esas escenas ya está música como la posibilidad de reconstruirse en el espacio de la otredad. “Mirarse en el espejo” y mirar al otro mirarnos en el espejo como en la cumbia sonidera de Los Ángeles Azules.

El 8 de junio se presentó en el Auditorio Nacional esta agrupación famosa por sus letras, su sentir sonidero y su capacidad por transitar, sin visa, en los ámbitos del pop y de la cumbia. La cumbia sinfónica es parte medular de este proceso de gentrificación. No por nada en abril pasado formó parte del cartel de Coachella, otrora el festival del rock más alternativo del mundo, hoy el más hipsterizado y consumido por el híper lujo hip. 

Al igual que la movilidad residencial de clases medias hacia barrios populares –ubicados en los centros históricos de las grandes capitales globales, que a partir de la década de 1960 han experimentado una recomposición socioespacial– la cumbia está siendo reapropiada por otros actores que resaltan su “historicidad” y sus valores identitario y patrimonial.

Cómo es que un listón de pelo sintetiza el imaginario social de la periferia urbana, donde la ciudad como ideal de occidente es una ilusión. En este territorio donde la urbe se resiste a serlo, donde la energía del campo marca pautas de identidad, el sonido de la cumbia se vive como un acto de resistencia. Hoy Iztapalapa, con sus casi dos millones de habitantes inmigrantes en su mayoría, es la meca de la cumbia, ahí paralelo al crecimiento poblacional, durante los últimos 30 años, Los Ángeles Azules han hecho crecer también a este género. En sus composiciones están los acordes nómadas, característicos de la cumbia, al igual que la negritud, el éxodo, la hibridación, la austeridad impuesta, las soluciones creativas para explorar la escasez y la inteligencia para asimilar instrumentos que delatan cada región y cada época, siempre resguardando un acorde que se siente cómodo más allá de los márgenes

De acuerdo con el antropólogo colombiano Darío Blanco Acosta, en su tesis doctoral “La cumbia como matriz sonora”, este ritmo tiene “la capacidad de mutar, de viajar, de expandirse y en el proceso de fungir como una herramienta identitaria”. Lo fue en sus orígenes afro-campesinos en los campos caribeños de la República de Colombia y lo sigue siendo en sus versiones mestizas contemporáneas que, orgullosas de su origen, comparten una lírica que narra con candor la complejidad de la normalidad moderna. Relatos naif que captan experiencias humanas, las cuales bajo la lupa de la occidentalización teorizada del siglo XXI resultan –por su hiperrealismo– transgresoras y políticamente incorrectas; sin embargo, se acomodan sabrosamente en la cadencia de la cumbia. La abrazo, me abraza y empieza a temblar, a temblar de miedo diciéndome que nunca había sentido sensación así en su vida”, y mientras sentimos el acordeón –y el calorsubir y bajar de la cabeza a los pies, experimentamos el Eros; entonces nos preguntamos “¿qué si eso es el amor?”.

Esa no es la única pregunta que surge ante el éxito rotundo en el Vive Latino 2013, o al ver en youtube videos de Justin Beaver moviéndose al ritmo de Los Ángeles Azules en Coachella o al escuchar el disco sinfónico de duetos con los intérpretes más representativos del rock nacional, quienes imitan una forma de baile que requiere una destreza inherente a las bases militantes barriales, al contagiarnos de su vigor también nos cuestionamos sobre su ductilidad, quizá la particularidad que le ha asegurado su lugar en el presente globalizado. Pero este diálogo entre rocanrol y cumbia no es nuevo, sus destinos han sido paralelos desde los comienzos de ambos géneros.

En la película Agente 00sexy (dir. Fernando Cortés, 1968), Fernando Luján en una trama de espías transita por los puentes musicales que conectan a Colombia y México (más específicamente Jalisco) exhibiendo la expansión del rocanrol y de la entonces denominada “música tropical” en territorio mexicano. Mientras el rock sacudía las buenas costumbres con sus letras traducidas al español que hablan de una clase social seducida y espantada por una chica alborotada que es un trompo bailando el rock, que está un poco loca, habla inglés, conduce autos a gran velocidad, esquía y pone a temblar a pubertos y adolescentes clasemedieros que arman bandas con sus cuates, ensayan en los garajes y se reúnen en cafeterías para armar la revolución contra la autoridad negándose a asistir a elegantes banquetes y a ser hombres ilustres, el jalisciense Mike Laure (1937) sienta las bases de un mestizaje que marcó una línea en el futuro de la cumbia. Con un pasado rocanrolero este músico entra a la escena tropical acompañado de sus Cometas (una cita a The Comets de Billy Halley) con una versión electrificada de porros colombianos clásicos como “La banda está borracha”, de Wicho Sánchez,  o “Quiero amanecer”, de Raúl Saladem Marrugo y  Pacho Galán , bien vestido Laure canta a otra juventud que no es tan urbana, ni moderna ni educada y toma la pista no como prueba de la conquista de libertades, sino para conectarse con sus orígenes.

Ya en la década de 1940, la llegada del barranquillero Luis Carlos Meyer había logrado colar un sonido que, a oídos de los mexicanos, resultaba herencia del mambo, la rumba y el guacancó, y comprimía tal eclecticismo en la disgregada denominación: “música tropical”. La influencia de este exportador musical se expandió por el cine en blanco y negro gracias a su colaboración con el chiapaneco Rafael de la Paz. Su trabajo fue la primera fusión de una cumbia nómade que en tierras mexicanas se transformaba por la inclusión de metales, trompetas y trombones. Sin embargo, a esta hibridación aún le faltaba el toque femenino, Carmen Rivero no sólo introduce los timbales y la güira, sino que añade sabor cubano y se atreve a nombrar las cosas por su nombre: “A bailar cumbia”, canta y las percusiones de Laure, quien introduce la guitarra y el bajo eléctricos, inaugurando una línea que, una década después, exploraría Rigo Tovar, quien al añadir el sintetizador inventa la cumbia-rock.

La década de 1960 con sus revoluciones, manifestaciones y psicodelia inspiran la creatividad de Rivero y Laure, quienes fusionan lo local con este ritmo viajero que, como afirma Darío Blanco, ha ido creciendo como una matriz sonora que da identidad a América Latina. Ellos asientan las bases de una cumbia que se distingue de la original y de las experimentadas en el continente hasta en la forma de bailar. Diferencia afortunada que celebra el documental colombiano “Zapatos mexicanos para bailar cumbia” (dir. Juan Ortiz Osorno, 2004) y da fe testimonial a la reinvención permanente en el siglo XXI.

“La cumbia del infinito no conoce las fronteras, se mueve por el Perú y también por el Gabacho con Los Ángeles Azules se acelera el corazón” globalizando la audacia de una clase popular que, desde la periferia urbana, ha ido creando un imaginario propio y auténtico en el que el sueño de la modernidad funcionalista y el milagro mexicano, implorado por una clase media mundana obsesionada por el progreso importado, ha falsificado al flâneur del siglo XX, al que le ha tomado más de 50 años llegar al territorio de la cumbia.

Paradójicamente, la cumbia ya en su origen cumplía a cabalidad las estrategias del Situacionismo. Los músicos de barrio construyeron un momento de vida, que hoy se planta en los escenarios celebrando un espíritu que a posteriori ha resultado más audaz que el de su compañero de camino, el rocanrol.

Si bien la rebeldía burguesa del rocanrol sucede paralelamente a la creación de células marginales cumbiancheras, desatiende los procesos de urbanización de los provincianos que llegaban a la urbe para vivir la modernidad prometida por el siglo XX. En sus líricas no caben los sinsabores de las clases populares ni el crecimiento de las periferias, donde la cumbia fusiona las diversas geografías operando como un vaso comunicante entre pasado y presente, entre campo y ciudad.

El cine mexicano de la década de 1960 deja a las rumberas atrás y se enfoca en la adolescencia, una clase social emergente en la posguerra, de acuerdo con artista norteamericano Dan Graham. Estos rebeldes sin causa, que buscan su propio lugar retando y desobedeciendo (Mi vida es una canción con Angélica María o Juventud rebelde con César Costa), son una copia descontextualizada de los baby boomers promotores de la expansión del American Way of Life. Debajo del río Bravo, los mexas importaban, cobijados por los afanes cosmopolitas, una felicidad con acento gringo que no tenía espacio ni siquiera para Los Olvidados de Luis Buñuel.

Quizá son esos olvidados los que se aferran a sus recuerdos, a sus orígenes y relatan sus sentires a través de la cumbia. Sin pretensiones ni aspiraciones aquella genérica música tropical fue sumando, restando, multiplicando, dividiendo, fusionando instrumentos, voces, actitudes y líricas que han ido dibujando un territorio sonoro al que sólo es posible explorar llevando nuestros sentimientos.

Mientras el peso cae, los ejes viales expulsan a quienes ensucian sus líneas rectas, los excluidos del desarrollo estabilizador y de la renovación moral saben que la promesa de la solución tampoco los incluye, así que se arman sus propias estrategias y sacan las bocinas a las calles para apropiarse, a su manera, del presente. A todo volumen, la cumbia se hace sonidera; por si fuera poco, cada fiesta narra su historiografía: la Yolanda, de Tiberio y sus Gatos Negros, da paso al Es casado y le pegan de norteño Xavier Pasos  y al testamento de Rigo Tovar y su Costa Azul, que nos lega El Cangrejito Playero del Conjunto Acapulco Tropical y nos prepara para el romanticismo de los Bukis y los Temeriarios, el sentido de humor de Los Joao y de Chico Che y la Crisis , pasando por Los Flamers, Los Plebeyos, Los Yonics hasta Los Guardianes del Amor, la Banda Machos, la huella de Bronco, el amor prohibido de Selena, la Juliantla de Joan Sebastian o el Macondo de Celso Piña… Norte, sur, este y oeste se funden en una narrativa sonidera que entiende su zeitgeist.

Con este bagaje rítmico, Los Ángeles Azules, habitantes de Iztapalapa y de la posmodernidad, irrumpen en la década de 1990, retratando la vida cotidiana en un espacio urbano que, visto desde afuera y de acuerdo con los índices de violencia y criminalidad, es la distopía misma, pero que en las canciones de los hermanos Mejía Avante es “una mirada entregada en un tiempo sin tiempo y un semblante hermoso”, un cantar a la otredad. Los Ángeles Azules han desarrollado su propia estética relacional, que se ha autoconstruido e integrado un delicioso sistema de signos. Un tesoro que es saqueado por el consumo de una sociedad insaciable que en su urgencia por consumir va devorando todo. Y la música es uno de los productos más demandados.

El consumidor conectado y globalizado del siglo XXI es exigente. Está informado y viaja por cielo, mar, tierra, iCloud e intersocialmente. Un turista cultural que demanda experiencias que lo “mueva” sin moverlo de su zona de confort. Este cliente gourmand es caprichoso y requiere que los productos se ciñan a sus términos y condiciones. Así, la cumbia sonidera de Los Ángeles Azules debe llegar a los escenarios que le son familiares a este usuario sibarita, sobre todo está comprometido a borrar la distancia social y a gentrificar el placer culposo de la cumbia hasta transmutarlo en una experiencia cool.

“De Iztapalapa para el mundo”, una exportación que paga los aranceles adecuándose a las expectativas y formas reconocibles de esos aventureros de lo popular. Una expansión que implica el aburguesamiento, si bien no del sonido sí del contexto, que demanda una gentrificación profunda que exhiba la apropiación, que supere los coqueteos de sus antecesores (Bronco, Alicia Villarreal, Selena, Los Tigres del Norte), que se ajuste al gusto de la “gente como uno”, que integre las acciones alternativas del “naco es chido”, las excursiones antropológicas a los bajos fondos, la satisfaga la curiosidad intelectual y se asuma objeto de estudio.

Los Ángeles Azules sinfónicos nos recuerdan que, como afirma Darío Blanco, la cumbia hoy es un “elemento vertebrador” de América Latina, “una música que se deja voltear”.

Flexible, pegajosa, divertida, irónica la cumbia contemporánea es ante todo resistencia. Un territorio político transitado por nanas, niños, choferes, jóvenes, cocineras, patronas… Un espacio de mestizaje cultural y de encuentro intersocial, en el que Los Ángeles Azules entienden que su performance más allá de su gentrificación y  su bailar democrático, es un acto político, porque en la pista no tenemos más remedio que vernos y entendernos en el otro en la cumbia del infinito.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

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Posted: June 12, 2018 at 11:44 pm

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