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Todo el mundo sabe que va a llover

Todo el mundo sabe que va a llover

Ana Clavel

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Hay cosas que el todo mundo sabe. Por ejemplo, que los elefantes no vuelan, que el hombre es el lobo del hombre, que tarde o temprano vamos a morir. Aun así, los cuentos de Todo el mundo sabe que va a llover de Jorge Córdova Monares, publicado por Puertabierta Ediciones, nos revelan situaciones y psiques en conflicto con una mirada original. Es que su autor sabe escudriñar en el corazón y las vísceras de sus personajes con empatía y ternura, pero también con delicada crudeza.

En el centro de todas las narraciones del libro palpita un núcleo familiar fracturado. Como si el paraíso primordial del que parte todo ser humano, al resquebrarse por el desamor, la traición, el abandono de los padres, conllevara un cataclismo emocional del que los hijos difícilmente pueden recuperarse. Resulta tan recurrente el tema, que varios de los cuentos se antojan capítulos de una misma y obsesiva novela. No sólo por el narrador, muchas veces en primera persona, que responde al nombre de Jorge (como el autor, y entonces uno elucubra si no estará ante poderosos ejercicios de autoficción), sino porque una y otra vez aparecen la figura de la madre distante, el padre traicionado que queda tan indefenso como los vástagos, el hijo que ya adulto es incapaz de mostrar cercanía emocional con semejantes progenitores. Así en los relatos “Una persona fácil”, “Nunca me gustó Acapulco como a ti”, “Qué tanto de nosotros se ha perdido”, “El Maverick no era mi coche”, verdaderos recuentos y ajustes de cuentas con un pasado familiar en el que campea siempre la incomunicación, el rencor y la soledad, a su vez responsables de los fracasos y pérdidas del presente.

Personajes desadaptados que generan mayor inadaptación en quienes los rodean, perpetuando un estigma de Caídos, que sin embargo y contra toda esperanza, buscan su redención. A veces a través de las drogas, otras a través de la tentación del suicidio, otras más intentando reconstruir el paraíso perdido con la ilusión del amor, un fantasma dorado en la piel de una joven tan elusiva como, a veces, en una vuelta de tuerca inusitada, imaginaria o irreal.

Todo este universo de conflicto y contrariedad pudiera ser materia de un volumen de psicoterapia, de varios tomos de psicoanálisis o socorridos cursos de constelaciones familiares o talleres de superación personal. Pero lo que convierte a Todo el mundo sabe que va a llover en una apuesta literaria singular es la habilidad de su autor para armar universos de incertidumbre y desasosiego a través de la creatividad verbal, las palabras y frases que conforman personajes, situaciones, atmósferas. Así como su capacidad de sugerencia para, a partir de escenas cotidianas, sin mayor trascendencia –un viaje en auto, una mudanza–, insinuar la catástrofe que acaba de pasar, o la que se avecina… Córdova Monares es experto en narrar sus acciones meticulosamente, pero también con parquedad, de tal modo que nada de lo relatado está de sobra. Así, con parsimonia y perentoriedad, un ritmo de pausas y a la vez urgente –vaya contradicción–, presentimos que algo terrible, o algo grandioso, va a ocurrir en esos mundos turbios y frágiles, siempre a punto de la implosión, que son las piezas de este volumen. Y aquí, Córdova Monares parece llevar a un grado extremo aquello de la teoría del iceberg de Hemingway: nos muestra apenas un montículo de hielo, pero lo que se presiente bajo el agua es enorme…

Mónica Lavín, autora del hermoso prólogo que antecede al conjunto de cuentos, habla del rigor y entrega de Jorge a este género exigente y preciso. También de la influencia de Raymond Carver en su narrativa, y sin duda acierta por cuanto la complejidad de los personajes, siempre se presentan minusválidos para comunicar lo que sienten. Sin embargo, la delicadeza de este arte de narrar, sutil como una nube, también está cargado de tormentas eléctricas que presagian lluvias torrenciales –que, además, no sucederán en el transcurrir del cuento mismo, sino más allá, después o nunca, acaso en nosotros los lectores, que nos quedaremos con un pedernal encendido en el alma para no perdernos en la tormenta silenciosa que caerá al cerrar el libro.

Esa sutileza en el tratamiento, esa forma de adensar la nube, de fraguar un cúmulo gris y húmedo que anuncia diluvios íntimos, le viene sin duda de Chejov, que en sus cuentos sabía cargar de intensidad dramática los más mínimos gestos y acciones. No ha de ser fortuito que nuestro autor defina así su poética del género: “El cuento, como mecanismo complejo que expone a la luz asuntos que van más allá de una anécdota, se teje en los intersticios de la historia, se construye con lo que no se dice, pero acecha con fuerza telúrica. Es como la verdad, está ahí, demoledora, pero no todos la ven o saben qué hacer con ella”.

Cargados de fuerza telúrica, la mayoría de estos cuentos se narran en dos planos evidentes: presente y pasado se intersectan gracias a una suerte de memoria orquestadora, que acumula y precipita el conflicto como un demiurgo que buscara develarse y revelar su conocimiento y su verdad. Pero es bien cierto que, detrás, como una sombra acechante palpita otra historia secreta, oculta que, según Piglia, siempre está detrás de un buen cuento. A la par, como contrapeso, se perfila la escenografía urbana: la ciudad con sus avenidas tumultuosas, su tráfago cotidiano, su horizonte de edificios y azoteas, se convierte en vía de escape al ensimismamiento y la claustrofobia interior. El resultado son pasajes cargados de belleza poética, como si el conflicto humano cediera a la fuerza de la vida que se prodiga más allá de nosotros.

Los otros relatos de la colección, coinciden en la mirada infantil de sus protagonistas y están contados en tercera persona. Son tres: el que da título al volumen, “Todo el mundo sabe que va a llover”, “Polar” y “Un río tras las cortinas”. Al centrarse en la percepción de la niñez, de nuevo en el marco de familias disfuncionales, nos ofrecen una visión de extrañamiento y pureza, que por momentos raya, como en el caso del escalofriante “Polar”, en lo demencial. Un magnífico cuento no por terrible menos revelador pues quién de nosotros no ha querido convertirse en aquello que más aman nuestros padres.

A menudo, mientras tomaba un respiro entre un relato y otro, me venía a la mente la tonada de la canción de Leonard Cohen, “Everybody knows”, con su carga de verdades incómodas de las que nadie quiere hablar. Todo mundo sabe que el éxito o el fracaso, la felicidad o la desgracia, la capacidad para sortear o dejarse abatir por las dificultades de la vida, nos vienen en gran medida de una estructura familiar y emocional, según nos haya deparado el azar, sólida o frágil. Todo mundo sabe que la vida suele ser un reto continuo… Como lo son las historias de este libro desafiante sobre los quiebres, rupturas y revelaciones familiares. No por nada, el rabino Najman de Breslav decía: “No existe nada más completo que un corazón roto”. Si de fracturas semejantes surgió un volumen de cuentos como Todo el mundo sabe que va a llover, podemos esperar mucho más ahora que, como todo mundo sabe, después de las tormentas vienen los cielos despejados.

 

Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007).  Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99

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Posted: October 26, 2023 at 9:09 pm

There is 1 comment for this article
  1. Valentina Sánchez Tos at 7:54 pm

    Ana Clavel muestra tener una visión clara y una percepción atinada sobre “Todo el mundo sabe que va a llover”. Nos señala que todos los problemas provenientes de una estructura familiar quebrada son mostrados con una particular creatividad verbal por parte del autor , donde narra escenas cotidianas pero insinuando la catástrofe que se avecina, además de que Ana deja clara su postura en cuanto al texto: después de la tormenta, llega la calma.

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