Territorio del poeta
Ricardo López Si
¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.
Límites, Jorge Luis Borges
Para ser finales de noviembre el clima que me recibe en Ginebra es llevadero. Benévolo, siendo generoso. Me entusiasma encontrarme por primera vez con el lago Lemán, ese lago sereno y diáfano, con gaviotas mansas que se acercan a comer en las manos, del que hablaba García Márquez en sus Doce cuentos peregrinos.
La ciudad es pequeña y palpitante. Moderna. Insoportablemente cara. Reconocida como faro de la diplomacia internacional y de las instituciones humanitarias. Refugio de exiliados y pensadores contraculturales. Aunque para mis ojos cándidos más bien simboliza un acervo de postales que enaltecen todo la bonanza y bienestar de una economía prospera. La estación de tren de Cornavin, mitificada por el artista belga Hergé —creador del personaje de Tintín—, es el punto de encuentro natural con la Suiza más cosmopolita. Desde casi cualquier coordenada de Les Pâquis se puede divisar el emblemático Jet d’eau, con la cadena montañosa de los Alpes como telón de fondo. Se trata, con permiso del reloj de flores del jardín inglés, de la gran metáfora ginebrina. Un chorro de agua que se eleva a 140 metros de altura y alcanza los 200 kilómetros por hora, situado en el punto exacto donde el lago Lemán desemboca en el río Ródano.
Vine a Ginebra expresamente para visitar la tumba del escritor argentino Jorge Luis Borges. En la ribera suiza siempre se sintió invisible. Sensible intelectualmente. Un día, instalado en la ciudad tras un viaje por Italia, le dijo a su mujer María Kodama: «No volvemos más». Como prueba inequívoca de fidelidad, en la etapa final de su vida dejó constancia que «de todas las ciudades del mundo, de todas las patrias íntimas que un hombre busca merecer a lo largo de sus viajes, es Ginebra la que me parece más propicia a la felicidad. A ella le debo el haber descubierto, desde 1914, el francés, el latín, el alemán, el expresionismo, Schopenhauer, la doctrina de Buda, el Taoísmo, Conrad, Lafcadio Hearn y la nostalgia de Buenos Aires».
Antes de embarcarme en la aventura, decido explorar el coqueto café librería Les Recyclables, en la rue de Caroge, sólo para confirmar, encorvado, que no existe casa de libros en el mundo que no dedique sus anaqueles de literatura mexicana al duopolio literario conformado por Octavio Paz y Carlos Fuentes. A punto de levantarme para mitigar el insoportable dolor de mis rodillas, me encuentro por sorpresa con una traducción al francés de La vida conyugal, de Sergio Pitol, y Los bandidos, de Jorge Volpi, que me dan fuerzas para emprender una larga caminata hasta el Café Librairie Livresse, el cual goza de una aceptable reputación entre el círculo bohemio ginebrino. Al llegar, el lugar me provoca una decepción mayúscula. Nunca me han generado placer las cafeterías que pretenden pasar por librerías desperdigando en viejas repisas best sellers de superación personal. Prefiero librerías en toda la regla que ofrecen, como valor añadido, un espacio íntimo para leer y tomar una taza de café.
Podría pasar el resto de mis días caminando a orillas del lago, pero me obsesiona la idea de encontrarme con la tumba del poeta en el Cimetière des Ruis, donde también están enterrados el teólogo francés Juan Calvino, promotor, junto a Lutero, de la reforma protestante en Europa, el escritor austriaco Robert Musil y Sophia Dostoievsky, hija de Fiódor Dostoievsky y Anna Grigórievna Snítkina, la taquígrafa a la que el novelista ruso dictó El jugador.
Una persistente ventisca provoca que la temperatura comience a descender dramáticamente. El clima ha dejado de ser condescendiente. Dicen que la ciudad de Ginebra es abrazada por dos vientos. El foehn, también conocido como el viento de las brujas, es característico de la región de los Alpes. Viene del sur, con aire cálido y lluvia. El otro es el bise: un viento frío y húmedo que llega desde el norte. Para un mexicano, capitalino, las distancias pueden llegar a ser muy relativas. Me interno en el barrio de Plainpalais en un suspiro. El cementerio de la ciudad, un antiguo hospital que combatía las epidemias provocadas por la peste, abarca una superficie de 28 mil metros cuadrados. Cruzo el corredor principal esperando encontrarme de bruces con la lápida. El cementerio es más que digno: inalterable. El césped del lugar se asemeja más al de un jardín. Apenas existe rastro de personas. Y las pocas que deambulan no parecen estar preparadas para rendir algún homenaje póstumo a un escritor. A pesar de no tratarse de una lápida especialmente llamativa, no me es difícil ubicarla. Es rústica y sencilla. De piedra blanca ennegrecida. Yace al pie de un árbol centenario. La contemplo una y otra vez, pero la súbita aparición de una anciana hace que postergue mi encuentro íntimo con Borges:
—Bienvenue dans le monde des morts —me dice en un francés solemne mientras coloca artesanalmente un ramillete de crisantemos amarillos en la lápida contigua.
Al ver resignada que me limito a gesticular y pronunciar monosílabos, prueba con el italiano y me advierte señalando la lápida del escritor: Il nostro futuro.
Me pregunta si hablo francés, italiano o alemán (tres de los cuatro idiomas oficiales en Suiza). Le respondo, avergonzado, que no soy capaz de conversar fluidamente en ninguno. Nos despedimos intercambiado señas mientras vocifera un arrideverci reverberante seguido de un au revoir más melancólico. Como asegurándose de que reciba el mensaje encriptado: Ay, nuestros muertos.
Finalmente, me quedo a solas con los restos del creador de El Aleph. Sin «réclame» ni «bullanga ensordecedora», me postro ante la tumba y recito los poemas de Límites y Elegía de los portones. Me tomo un respiro para descifrar las inscripciones en el anverso y el reverso de la lápida. El frente es una reproducción de la piedra de Lindisfarne, con siete guerreros vikingos tallados que blanden sus armas durante el saqueo a un monasterio inglés, en la isla de Lindisfarne. En la parte inferior, se distingue la leyenda AND NE FORTHEDON NA (Y QUE NO TEMIERAN) en inglés antiguo, un extracto del poema que conmemora la batalla de Maldon entre vikingos y sajones, allá por el año 991. En la parte de atrás sobresale una nave vikinga —que presumiblemente representa el pasaje a la eternidad—, con un texto islandés en prosa del siglo XIII, perteneciente a la Saga völsunga: Hann tekr sverthit Gram ok leggr í methal theira bert (Él tomó la espada Gram y colocó el metal desnudo entre los dos). La frase hace alusión a los amantes medievales Sigurd y Brynhild, separados en su lecho de muerte por una espada. Por eso se explica que más abajo aparezca, también, la sentencia De Ulrica a Javier Otárola, protagonistas del cuento Ulrica, sentido homenaje de Borges al drama nórdico inmortal.
Apenas soy capaz de tomar notas. El viento me sacude. No sé cómo despedirme del hombre ilustre en la ciudad de los desconocidos. No tengo dudas de que Jorge Luis Borges representa todo el carácter multicultural ginebrino: porteño, hijo legítimo de Buenos Aires, latinoamericano, anglófilo, con una erudición enciclopédica de la historia y la literatura universal, que congrega peregrinos de todas partes del mundo para honrar su memoria.
Paso varios minutos meditando sobre lo que acabo de vivir en una banca que se aferra con firmeza a su puesta otoñal. Me acerco nuevamente a la lápida para dar un adiós definitivo. Vuelvo a rendirle tributo y le imploro que me convierta en escritor de tiempo completo, con la promesa de sostenerme siempre por esos dos báculos borgeanos: la soledad y el trabajo. Lección aprendida, maestro. Y que no temieran.
Ricardo López Si es coautor de la revista literaria La Marrakech de Juan Goytisolo y el libro de relatos Viaje a la Madre Tierra. Columnista en el diario ContraRéplica y editor de la revista Purgante. Estudió una maestría en Periodismo de Viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona y formó parte de la expedición Tahina-Can Irán 2019. Su twitter es @Ricardo_LoSi
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Posted: June 14, 2020 at 3:42 pm