Sombras en el campus, de Malva Flores
Gisela Kozak
Cuando en los años ochenta estudiaba Letras en la Universidad Central de Venezuela, un debate constante dividía al profesorado y también a los estudiantes: ¿cómo debía leerse y enseñarse la literatura? Una clara línea separaba a quienes defendían la literatura como simple disfrute y aprendizaje personal, de la mano de docentes muy populares que apelaban al psicoanálisis junguiano, y quienes pensábamos que Letras no debía ser un centro de entretenimiento literario. Los latinoamericanistas, marxistas o no, y el Departamento de Teoría y Crítica Literaria libraba la pelea por la academia. En cualquier caso, los enfrentamientos no ponían en duda un punto nodal: todos y todas éramos lectores convencidos de literatura. Por ejemplo, José Lezama Lima, Marcel Proust y Teresa de la Parra eran apreciados por los distintos bandos de aquella pelea, que hoy se me antoja más bien inocente en comparación con el retroceso de la literatura concebida como arte verbal en el mundo académico internacional.
Las escuelas de Letras, invento del siglo pasado, que alejaron la literatura de la filosofía y también de la filología, crecieron con el florecimiento impresionante de la teoría literaria. Fascinante como ejercicio de análisis de la cultura, la historia de esta disciplina en extinción tuvo figuras públicas destacadas: Umberto Eco, Edward Said, Julia Kristeva, George Steiner y Tzvetan Todorov; en América Latina tenemos figuras al estilo de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Ángel Rama, Antonio Cándido, Mariano Picón Salas y, más recientemente, Beatriz Sarlo. Provenientes del mundo de la teoría y la crítica literaria, grandes lectores y conocedores de la literatura, se convirtieron en críticos de la cultura. ¿Este momento ya pasó y la crítica como lectura del mundo no parece tener futuro?
Precisamente porque soy feminista, activista LGBTIQ, escritora de ficción y crónica y profesora de teoría literaria, estoy convencida de que eclipsar el poder subvertor de la literatura es inane políticamente porque impide una deliberación a fondo sobre la variedad esencial de la vida, por no hablar del empobrecimiento que implica dejar de lado la riqueza significativa del trabajo del lenguaje. Los primeros que se habrían espantado ante esta tendencia son los críticos marxistas del siglo pasado, al estilo de Walter Benjamin, admirador del aristocrático Proust y del maldito Baudelaire. Por fortuna, la literatura sigue de la mano de editores, escritores y lectores convencidos de su permanencia en el tiempo, aunque ha perdido el prestigio y la centralidad que poseyó en otras épocas, dadas las expresiones culturales propias del mundo contemporáneo, vinculado a las tecnologías de información y comunicación y a las del mundo audiovisual. .
Sombras en el campus. Notas sobre literatura, crítica y academia (Ciudad de México: Bonilla Artigas Editores, 2020) es una recopilación de ensayos que subraya precisamente la cualidad subversiva de la literatura como arte verbal, su proyección histórica como práctica cultural irreductible a la denuncia ideológica y las características particulares del campo literario mexicano, uno de los más poderosos de América Latina en cuanto a proyección pública. La mexicana Malva Flores —poeta, ensayista y docente de literatura—, recientemente galardonada con el Premio Mazatlán de Literatura por Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes (2020), propone una reflexión desde el ensayo sobre el naufragio de la literatura en las escuelas y posgrados del área, perdida la perspectiva histórica que sitúa el pasado como las líneas sobre las que escribimos el presente. El libro está dividido en tres partes; la primera, “Traductores burócratas”, se concentra en la batalla entre literatura y academia; la segunda, “Elogio de los maestros”, en autores claves en la formación y valores estéticos de Flores; y la tercera, “La poesía, otra vez”, en la situación de este género de cara al sector editorial y sus lectores.El hilo conductor entre las tres secciones es la tensión existente entre la literatura con su campo de existencia: academia, mundo editorial, instituciones culturales, debate público. En esta reseña me detendré en la primera sección.
El libro empieza con un poema:
Yo repienso
Tú configuras
Él resignificaNosotros reformulamos
Ustedes recontextualizan
Ellos re[ponga lo que corresponda]Nadie crea nada
Todos simulamos
La parodia del lenguaje académico, como se nota en las páginas posteriores a este poema, no expresa una defensa del simple abordaje personal de la literatura, supuestamente ajeno a toda visión teórica o ideológica sobre la misma. La autora se refiere a lo largo de la primera parte del libro a la lengua de palo que se erige como justificación de la existencia de la literatura en el mundo universitario. A la vieja interrogante sobre el valor de las humanidades en un mundo que exige cuadros profesionales para la producción, se ha agregado la duda metódica de las humanidades sobre sí mismas, muy presente en la constante impugnación del canon literario y artístico. Esta impugnación está relacionada con la situación actual de los estudios de literatura; así, en “Atila en las fronteras del ensayo” se destaca que este género literario sale de las escuelas de Letras con el triunfo de una jerga burocrática legitimada por la militancia e ideología, no por el conocimiento:
Preocupado por la horizontalidad, la inclusión de las minorías, etcétera, el lenguaje del ensayo contemporáneo es, de hecho, un instrumento de segregación. Quienes lo escriben no hablan para que los individuos a quienes dicen incluir los entiendan; sino para un gremio que reclama sus cotos de poder y la ración presupuestaria correspondiente. Hablan entre ellos, se citan entre ellos y la pretendida “socialización del conocimiento” es sólo una etiqueta conveniente, que no amplía el conocimiento y se conforma con la uniformidad del habla. Así, es posible que un comentarista de fútbol, un doctor en letras o un poeta hablen con el mismo lenguaje. ¿Necesitaría decir que, además de la religión, la mejor forma para colonizar ha sido el lenguaje? Las instituciones nos han convertido a su fe y, al mismo tiempo, nos han querido volver sus comisarios. Nuevos Torquemada, linchamos gustosos a quienes no profesen nuestra religión, aunque nuestra religión, decimos, tiene su base en el respeto de las diferencias.
Para Flores, somos testigos de la imposición de una terminología abstrusa que sirve hoy en día como medio para expresar un interminable memorial de agravios racistas, machistas y clasistas. En “Apuntes sobre el juicio literario”, la autora reconoce la existencia pasada y actual del racismo y el machismo pero privilegia una visión sobre la literatura que asume un hecho incontestable, como es que Pablo Neruda, Jorge Luis Borges y Octavio Paz son vitales en la historia de la poesía en lengua española, independientemente de sus actuaciones como personas. Ignorar este hecho es sustituir el conocimiento por la militancia, trajeada de una terminología que finge parecerse a la ciencia aunque la impugne.
No es por este camino que el humanismo puede reponerse de su superación por la ciencia y la tecnología, capaces de entender y manejar lo real con una exactitud atractiva para los hombres y mujeres de acción que forman parte de los grandes poderes en juego. Este tema se analiza en “Modas críticas”, ensayo en el que se señala cómo la constante búsqueda de novedades teóricas exclusivas para especialistas, condenadas rápidamente a la obsolescencia, ha alejado hace tiempo a la crítica de su público. La erudición, la lectura, la estética y la consciencia plena de formar parte de múltiples y complejas tradiciones son fenómenos cada vez más excepcionales. A contravía, Flores en “En contra de la crítica forense” propone la literatura como pasión de historia y de cultura, visión ajena a un ejercicio académico al que describe en términos de la disección de un cuerpo, simple materia muerta que terminará en un “paper” ininteligible:
Durante un semestre revisamos una sola obra: “Aviso”, de Salvador Elizondo, y volvimos a los griegos y antes de los griegos. Y escuchábamos a Torri, a Reyes, al Panteón entero de nuestras literaturas y de otras literaturas. Y llegábamos al cine, nos imaginábamos a nosotros mismos como el profesor Aubanel. Cambiamos la libertad y la patria por “la isla infame y legendaria”. Y escribíamos, escribíamos, escribíamos. Y buscábamos en mapas las distintas coordenadas de la imaginación y la historia.
Dentro de la tradición de la escritura como exploración del ensayo hispanoamericano, Sombras en el campus [Notas sobre literatura, crítica y academia] nos recuerda a quienes escribimos y también a quienes enseñamos e investigamos que la historia de la literatura es al mismo tiempo historia de lo común, pasado vivo. En una época de sospecha y de extremos políticos, la libertad estética, central en el siglo XX, retrocede ante los rostros condenatorios de las nuevas generaciones que hemos estado formando. Vale la pena apuntar que no será la literatura la única víctima del liberticidio actual acompañado por ideologías contrapuestas pero unidas en su propósito de control y silenciamiento.
Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak
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Posted: February 21, 2021 at 4:42 pm