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Periferia mental
COLUMN/COLUMNA

Periferia mental

Miriam Mabel Martinez

Fallas humanas, fallas de cálculo, fallas de planeación, fallas de origen… La falla original se convierte en falta al no ser corregida en al momento de ser detectada. Una falta que exhibe, más que el “ahíseva”, la irresponsabilidad de no asumir las equivocaciones, la falta de profesionalismo, de ética y decencia –diría mi abuela– para reparar. No es la primera vez que un error de ingeniería afecta una obra pública; por ejemplo, en Londres, el hermoso y muy cacareado Millenium Bridge, que cruza el río Támesis, tuvo que ser corregido casi casi después de su pomposa inauguración. ¿Prisas, mal proyecto, corrupción, malos materiales, errores humanos? Sin importar la causa había un problema tan visible y grave que fue cerrado de mayo de 2001 a enero de 2002 para instalar 91 amortiguadores que absorbieran las oscilaciones laterales y verticales que se generaban al cruzar este puente de acero de uso peatonal. Sí, un puente peatonal que se tambaleaba cuando pasaba la gente, una obra insignia de una ciudad insignia que también fue atacada, aclamada, denostada y politizada. Sí. La reputación de sus hacedores se tambaleó junto con la de los servidores públicos, los ingenieros, los contratistas y una extensa lista de irresponsabilidades que, pese al amarillista no detuvo la tarea primordial: corregir, no sólo para frenar la controversia, sino para resolver y devolverle al pueblo no lo robado, sino bien hecho lo mal hecho. El arreglito costó 5 millones de libras; caro, sin duda, pero más caro hubieran salido los hubiera.

La Línea 12 ha sido polémica y ha estado politizada de origen. Esa es su falla primera, su pecado original, al que se han sumando otras fallas y muchos pecados que han evidenciado –además de los ya consabidos juegos de intereses y corrupción– la incapacidad y la falta de ética y profesionalismo de los involucrados. Pareciera que esta línea dorada más bien está hechizada, porque de otra manera no sé explican tantos accidentes, cierres, comisiones investigadoras, funcionarios sancionados (15, de hecho), autoexilios (Marcelo se fue a Francia por cigarros), sismos, rehabilitaciones, reaperturas. Pareciera que ninguna solución fue la adecuada ni la correcta tampoco la buena mucho menos la integral… Pareciera que apenas se hizo lo suficiente, que para el caso es nada. Quizá ahí está la respuesta: hacer lo suficiente y no lo necesario; un chiquiteo de las acciones que sumado a las alteraciones en la propuesta inicial que finalizaba en Acoxpa, en Coapa (de acuerdo al Plan Maestro integral del sistema metro de 1985), las decisiones de extenderlo por Tláhuac y construir una parte elevada para combatir costos (en el plan original la línea completa debía ser subterránea, ¡por supuesto!, esta parte elevada no podía cruzar la alcaldía Benito Juárez ni ensuciar el paisaje del Eje 8 ni de División del Norte, ¡mucho menos de Félix Cuevas), “el problema de trazo de vías en la zona de talleres, la contratación de dos constructoras, los trenes rentados, los señalamientos, los escándalos, las acusaciones que no se han limitado a la operación ni al mantenimiento, sino que vienen desde la gestión, el financiamiento… y otra vez está cerrada”, se lamenta Kei Tanikawa Obregón, un joven mexicano aspirante a doctor en Geografía que me ha enseñado no sólo a aprehender la ciudad al andarla, sino que transitarla es un derecho y no un privilegio.

La noticia del desplome de la trabe de acero entre las estaciones Olivos y Tezonco me quita el sueño tejiendo mi noche al desvelo de Kei, que está terminando de escribir su tesis doctoral (“Movilidad urbana en tiempos digitales: efectos del uso de tecnologías en la gobernanza y gestión de sistemas de transporte México y París”). “¿Sigues despierto?”, le mando un whats mientras leo la retahíla de acusaciones que saturan las redes sociales, las exigencias de “fuera, fuera”, los “que se vayan” que, por un instante, vuelven a aplastar a los heridos, a matar a los muertos. Observo al odio vencer a la empatía. ¡Qué difícil ser ya no empático, sino compasivo en un presente en el que identificarse con el otro es una práctica en desuso y la empatía se ha banalizado hasta convertirse en una estrategia! ¡Qué difícil entender el dolor de los otros cuando se cree que esos otros tienen la desgracia de no ser como nosotros! ¡Qué centralista resulta la empatía cuando de entrada pensamos que esa tragedia aconteció en un lugar alejado de la mano de Dios y de la civilización! Me horroriza el accidente, me entristecen los muertos, me indigna la negligencia, la cadena de deficiencias que certifican lo que sabemos de sobra en este país: la corrupción mata; pero también me escandaliza la ira, la caza de culpables para una vez capturados quemarlos vivos y saciar una insaciable sed de venganza; me escandaliza tanto como la marginación a la que hemos condenado en el imaginario aspiracional urbano, todo lo que no sea la “ciudad gentrificada”.

¡Quiero llorar! Llorar de impotencia por la certeza de que la impunidad reina. Me indigna la imposibilidad de que la rendición dé cuentas, me asusta que en lugar de encontrar a los responsables se busquen chivos expiatorios, que se creen más comisiones de la verdad y pasemos meses (o años) escuchando todo lo que hicieron bien y no todo lo que dejaron de hacer o lo que hicieron mal o que “el yo no fui fue Teté” diluya ya no el recuento de los daños, sino las opciones de reparación de los daños. Me inquieta la posibilidad de que la historia concluya en el castigo. No, no es suficiente. Nunca será suficiente el “pégale, pégale que ella merito fue”, no se trata únicamente de castigar y ser castigado, se trata de aceptar las faltas, de explicar las malas decisiones y, sobre todo, de resolver. Pero hasta para eso somos paternalistas, que resuelva quien se deje, porque a sí no jugamos.

Jorge Peralta, un maestro en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, decía que la santidad estaba en hacer las cosas bien. ¿Cómo empezar? ¿Por dónde? Los peritajes y la comparecencia se advierten como un buen inicio, que comparezcan para que expliquen por qué y no para que se deslinden de responsabilidades, que asuman que sus actos tienen consecuencias. Porque el infortunio que creemos de otros, es de todos.

© Kei Tanikawa Obregón

“Esta línea nació maldita”, me responde Kei. Y siento rabia, una rabia que es distinta a la de los familiares que debido a la avaricia de otros hoy buscan entre los escombros a los suyos. Rabia de que sus historias serán construidas desde la condolencia centralista como eje narrativo de  “así viven los jodidos”, exhibiendo una aporofobia que hace mucho dejó de ser de clóset. Más que indignarme, me preocupa el amarillismo que sumado al pobreteo y al cinismo de la clase política se ha expandido hacia todos los ámbitos con la misma rapidez y eficiencia con la que se han diversificado las estrategias de corrupción –en los sectores público y privado–, que incluyen el enriquecimiento ilícito, el tráfico de influencias, el pago de favores, las alianzas, el robo hormiga, las licitaciones diseñadas para beneficiar proyectos de los cuates (sobre todo si la mediocridad es proporcional a los costos inflados) y esas sofisticaciones variantes desarrolladas y ejercidas por los cleptócratas ante la vista gorda de quienes creen que callar o no hacer nada los exime y agazapados observan el perfeccionamiento de la maquinaria gracias al intercambio con la iniciativa privada. Porque el que parte y comparte se queda con la mejor parte como lo ha demostrado el subejercicio de una rama de la función pública especializada en administrar el riesgo para ensanchar el bolsillo propio a costa del gasto público y por encima del bienestar social.

Observo las imágenes de una escena espeluznante, mientras imagino a esos “ganones”, a esos “listos” –que están en todos los niveles desde hace décadas y que hicieron un mantra de “él que no tranza no avanza”– ver este horror desde la comodidad del cinismo, como si fuera una película o una serie de Netflix. Y ahí estamos todos frente a la pantalla, apretando botones, modificando la lista de los videos más populares, viralizando el morbo disfrazado de solidaridad por una tragedia que está sucediendo en la periferia mental de nuestra ciudad gentrificada aspiracional. Conmovidos por la desgracia de los desgraciados participamos dando like y/o retuits furibundos que presumen una “fraternidad” displicente, mensajes de “ánimo”, “resiste periferia”, entremezclados con los “se los dije”, “qué se podía esperar” y las condolencias a las víctimas no por la tragedia, sino por la desgracia de vida que tienen. Allá les tocó vivir, ¡pobres!, ¿cómo le harán para soportar esa “vida”? Esa vida que la Línea 12 unió a las nuestras, ¡qué privilegio poder acceder a nuestra cotidianidad tan bonita, tan urbana y cosmopolita! ¡Qué generosos los habitantes de las alcaldías estrella de la capital, la capital de la capital, el corazón de la aspiración y de la “inspiración” de aquellos suertudos que tiene el chance de trabajar en esta la verdadera metrópoli para que de menos durante sus jodidas jornadas laborales tengan una probadita del buen vivir! ¡Qué afortunados son al poder escapar de esa “periferia” inventada en defensa de un centralismo del que todos somos cómplices!

¿Está la línea la línea maldita o es la maldita corrupción la que nos margina de un bienestar que parece ser un privilegio individual y no una búsqueda colectiva? La red arde, exige cabezas y contabiliza minuto a minuto los daños. Paralelamente a los números de muertos crecen los números de los acusados, comenzando por la “farisea”, seguida de la directora actual del Sistema de Transporte Colectivo Metro, Florencia Serrania, de los anteriores Jorge Gaviño y Joel Ortega, de Enrique Horcasitas Manjarrez, exdirector general del Proyecto Metro e ingeniero responsable de la construcción de esta línea (por cierto, inhabilitado), Marcelo Ebrard, los responsables de las constructoras ICA y Carso Infraestructura y Construcción (encargada del trayecto afectado) y hasta de CAF, la empresa proveedora de los trenes que alarga el etcétera buscando ya no quién la hizo, sino quién la pague. Y en esta cacería se confunde la exigencia de la rendición de cuentas con los tejesmanejes de la corrupción, la negligencia con el desprecio absoluto exhibido por esos altivos personajes que pasean su inmunidad –ya sea económica o política– sin deberla ni temerla y descaradamente viven fuera la ley y dentro de las normas de convivencia de la gente como ellos. Mi indignación se funde con la frustración y la tristeza. Lo siento, no puedo conformarme con el estoicismo del “aquí nos tocó vivir” ni con la mediocridad del “así son todos los políticos” ni con la comodidad de la empatía virtual, ¡pobrecitos!, pero no se preocupen, somos tan buena onda e incluyentes que hasta los comprendemos y haremos una petición en change.org para lo que sea, desde exigir renuncias, peritajes, cárcel y convocaremos a marchas en auto que recorran nuestro hermoso Paseo de la Reforma, se los prestamos siempre y cuando se comprometan a quedarse en la periferia de nuestra imaginación. Lo que quieran menos incluirlos en nuestra idea de ciudad. Los apoyamos pero permanezcan en donde nosotros decidimos que pertenecen: en la marginalidad, cumpliendo su labor, su deber de ciudadanos de segunda.

© Kei Tanikawa Obregón

Sigo scroleando la pantalla de mi celular, entre tanto odio y reclamo me pregunto si la Línea 12 es un error en sí. Por fortuna, Kei lee mis pensamientos con la misma inteligencia que ha sabido leer la discriminación infiltrada en el día a día urbano; discriminación que ha sido el tema de conversación desde nuestra primera charla acerca de cómo el uso de la bicicleta cambiaba de acuerdo a la demarcación, lo que para unos era un divertimento, para otros era movilidad. Hablamos, recuerdo, de la necesidad de entender que la bicicleta es un medio de transporte que nos ofrece la libertad del desplazamiento; me explicó que los sistemas de bici compartida son una estrategia para que ciertas zonas de alta densidad poblacional como la alcaldía Cuauhtémoc (“y  aquéllas que tienen el poder adquisitivo para subirse a los autos”, anota Kei) experimentaran eso que el resto de la urbe sabe desde hace mucho tiempo: la bici es más que un hobby y la ciudad está conformada por 16 demarcaciones. Ya en aquella primera charla los prejuicios aseguraron el primer lugar indiscutible en la lista de los obstáculos a combatir en la movilidad urbana. “NO”, el uso de mayúsculas exalta su postura, “NO, la Línea 12 era y es necesaria porque es un eje troncal de correspondencias entre las líneas que corren de sur a norte 7 (naranja), 3 (verde), 2 (azul), 8 (verdeazul)”. ¿Te refieres a que posibilitan la inclusión?, le pregunto. Me responde con muchos emojis con los ojos de plato. De pronto, me descubro tan prejuiciosa como esos que creen que la “ciudad” está conformada sólo por las alcaldías Cuauhtémoc y Benito Juárez, que las del poniente-norte son suburbios y las del sur-oriente, periferia. “¿Inclusión?”, responde y advierto el reclamo en esos signos de interrogación. “Tláhuac e Iztapalapa son dos alcaldías al igual que lo son Coyoacán y Miguel Hidalgo”. Bueno, conectan, mi autocorrector se activa. “Tláhuac, Iztapalapa, Xochimilco y Milpa Alta son la ciudad, no la periferia”, insiste, “si bien son el frente de urbanización, también son la ciudad”. Entiendo su molestia, y sin justificarme me pregunto cómo fue que esta zona fue excluida del mapa urbano mental, ¿siempre ha sido así? ¿Fue la carencia de transporte público? ¿Fue (es) la imagen folclorizada en eslogan desafortunados de “visita a la provincia en la ciudad”? Es claro que la Línea 12 redujo a la mitad el tiempo de traslado, pero su objetivo no era sólo procurar que los habitantes del sur-oriente (que no la periferia) llegaran a tiempo a sus trabajos, sino de ampliar el desplazamiento de todos los citadinos. Si bien la cobertura de la Línea Dorada era un pendiente, su construcción era una deuda (que no un regalo ni dádiva) con la ciudadanía, un reconocimiento a la igualdad de derechos y la oportunidad de descubrir otros centros; sin embargo, nos es más cómodo conformarnos con el prejuicio de “una línea incluyente”. Esta idea redime nuestros reclamos en los que “por fortuna”, muchos respiran aliviados porque aún hay clases sociales. “Me parece trágica esta visualización, se está categorizando a Tláhuac un como una bolsa de empleo. Esta mirada corta los encasilla y determina, ¿qué son? ¿Sólo los empleados de la gran ciudad que utilizan el metro únicamente para transportarse al trabajo y no a la escuela, a lugares de diversión o para ir de compras? ¿Por qué su objetivo de movilidad es distinto al nuestro?”. Las palabras de Kei develan esta resignificación dolorosa que visibiliza la práctica de acciones que expulsan a un sector de la sociedad al que se considera menor. Visibiliza el clasismo, la aporobofia que nos margina a todos. Una marginación mental que traza una división política  basada en imaginarios aspiraciones y discriminadores. ¿Pobres quiénes? Pienso mientras me reclamo mi desidia para visitar el templo y exconvento de San Pedro Apóstol de Tláhuac; mi silencio ante los comentarios clasistas en los chats, mi participación en la repetición de estereotipos; mi estrechez no sólo de corazón sino de visión al no participar activamente en la economía local comprando productos cultivados en esta zona de la ciudad, al no sentir curiosidad por conocer esas tradiciones que soy incapaz de celebrar o por maravillarme ante esos monumentos históricos que deberían protagonizar el orgullo metropolitano; me arrepiento por no acompañarlos activamente en la defensa de las reservas naturales locales como las chinampas de Tláhuac, al no sumarme a su resistencia feroz ante la voracidad inmobiliaria. ¿Quién vive en la periferia? ¿Ellos que entienden que la estandarización de formas de consumir la vida nos empobrece a todos o yo que estoy atrapada en un modelo único? Tiene razón Rosario Castellanos: “nada produce una degradación mayor en uno mismo que la degradación que se pretende infligir a otro”. Siento vergüenza.

Aerosol pintado por un “visitante” a la “periferia” ante la molestia de los habitantes de la alcaldía, “así nos ven”. © Kei Tanikawa Obregón

Las imágenes del accidente se repiten hasta el infinito del sin sentido, el sueño me vence y mis pesadillas son la consecución de las escenas transmitidas en directo. Me duermo con la esperanza de que al día siguiente la lista de muertos no haya aumentado, que la voluntad por resolver sea más grande que la de linchar; sobre todo, me duermo con la ilusión de que este quiebre también quiebre nuestros prejuicios, pero quizá estamos demasiados encerrados en nuestro centro. Quizá esta es nuestra falla de origen.

*Fotos de Kei Tanikawa Obregón

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y  El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).

 

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Posted: May 10, 2021 at 8:51 pm

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