Muerte de un escritor
Efraín Villanueva
Sabeth y yo caminábamos de regreso a casa, luego de cenar, y nos descubrimos en medio del alboroto decembrino del Weihnachtsmarkt, el mercado navideño. Supongo que durante un tiempo estos bazares eran la oportunidad de reunirse a celebrar el nacimiento de Jesús. Pero hoy, como yo lo veo, son solo una excusa de los alemanes para hacer en invierno lo que hacen en verano: atiborrarse de comida grasosa y alcohol. Sabeth y yo huimos de la multitud sin tapabocas e inadvertidamente aterrizamos frente a nuestro bar de jazz. No dudamos en entrar.
En medio de la presentación de una de las bandas regulares, y sin ninguna razón aparente, un pensamiento se estrelló en mi cabeza: tuve la certeza, por primera vez en mi vida, de que le tenía miedo a la muerte. La convicción de que mi existencia y mi muerte son acontecimientos minúsculos en la escala infinita del universo siempre me ha agobiado porque delatan mi insignificancia. Pero nunca, hasta aquella noche, le había tenido miedo a la muerte, a la interrupción categórica de mi vida. Compartí mi angustia repentina con Sabeth, quien me devolvió una mirada que reconocía y abrazaba mis particularidades –“no debe ser fácil vivir en tu cabeza”, me ha dicho en diversas ocasiones.
Media hora después, se presentó en el escenario un solista desacostumbrado para un bar de jazz. Un metalero de diecinueve años, si mal no recuerdo. Escribe sus propias letras, pero la música la compone a través de un bot de inteligencia artificial cuyo código él escribió. Mientras sacudía su cabellera y vociferaba su música, volví a Sabeth: “el miedo se acaba de ir con la misma facilidad con la que se presentó”.
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Vivo en Alemania hace ya casi siete años y sufro cada vez que sé que visitaré Colombia. Por un lado, el estrés de la planeación de un viaje que debe ser largo y lleno de aventuras para justificar los costos. Por el otro, la inconveniencia de viajar por avión: apresurarse para llegar con suficiente anticipación al aeropuerto, someterse a las largas y lentas filas de seguridad y, en mi caso, a una probabilidad del 75% (cifra que he documentado) de que mi maleta sea sometida a un escrutinio más riguroso del que deben seguir pasajeros con pasaporte alemán. Pero estas contrariedades son minúsculas en comparación con los dolores que debe soportar mi cuerpo.
La primera vez que sobrevolé el Atlántico me impresionó cuan incómodo son los asientos de clase económica en vuelos de largo alcance. Las piernas se acalambran. El cuello se tensa. La espalda irradia dolor. Pero es el culo el que más sufre, pues se acalambra, se tensa y sufre dolor simultáneamente. Desde entonces, intento evadir la fatiga intentando dormir lo más posible. Pero siempre fallo y termino en una duermevela sofocante que empeora mi agonía. Me torturo mirando constantemente mi reloj o revisando la información del tiempo y kilómetros restantes.
Mi resistencia a volar ha empeorado. Aunque se limita a presentarse en forma de desazón, en mi más reciente visita a Colombia, en la primavera de 2022, la experimenté con síntomas físicos. En la madrugada antes del vuelo, en la ducha, sentí una nube ardiente a mi alrededor, mi respiración se agitó y tuve que apoyar mis manos en las rodillas para sostenerme. Tenía los ojos abiertos y lo único que podía ver era la imagen de un cuerpo, que parecía el mío, embutido en un tubo metálico de hileras estrechas y asientos poblados de desconocidos, volando a diez mil metros de altura. Hiperventilé, pero tuve la precaución y la fuerza de voluntad de hacerlo en silencio, para no alertar a Sabeth. Cerré el agua caliente y permanecí debajo del chorro frío hasta que logré calmar mi ansiedad, de forma similar a las duchas forzosas que solían darles a los pacientes sicóticos en los manicomios de antaño.
A punto estuve de cancelar el viaje. En cambio, y como es mi costumbre, encerré mis sentimientos bien adentro de mi cuerpo, en mis intestinos. Al menos tanto como pude. Le confesé a Sabeth, sin detalles, que me sentía ansioso por el viaje. Me consoló con un par de pastillas de valeriana que tragué con fugacidad. En la sala de espera, analicé mi temor. No es miedo a un accidente aéreo, reflexioné, sino claustrofobia, de allí la casi-alucinación en la ducha. Saberme confinado a un espacio reducido, de aire reciclado. Atrapado sin la posibilidad de tocar el timbre y decir “aquí me bajo yo, gracias”. Durante diez horas, mi destino estaría en las manos de otros –un recordatorio tangible, entendí, de la sensación real con la que he vivido durante los últimos años, desde que ejerzo el oficio de la escritur: no sentirme en control de mi propia vida.
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Unos días después del concierto de jazz, Sabeth y yo decidimos a última hora pasar Año Nuevo con unos amigos que abandonaron Alemania para refugiarse en las semanas de sol extra que ofrece España. Optamos por volar pues sería un paseo corto y un viaje en tren nos tomaría demasiados días. Tal vez por tratarse de un vuelo de solo tres horas, no sufrí ninguna preocupación por anticipado. Hasta que se me ocurrió un chiste pesado. Sabeth debía regresar a Alemania una fecha específica, pero me sugirió que me quedara unos días más. Luego de realizar el cambio, le pregunté qué pasaría si mi vuelo se estrellara. ¿Se sentiría culpable de mi muerte porque, después de todo, fue ella quien propuso ampliar mis vacaciones?
El juego se me devolvió. Cuando Sabeth regresó y yo me quedé en España, otro pensamiento llegó a mi cabeza con la misma frescura y convencimiento de aquel que tuve durante el concierto: mi avión se caería y solo me quedaban unos cuantos días de vida. Y es que noviembre y diciembre fueron meses en los que sentí que el universo me escupía en la cara cada vez que intentaba algo nuevo para sentirme más a gusto con la vida. ¿Abrazar el invierno y, en vez de encerrarme en la casa, caminar una hora sin rumbo fijo? Toma tu esguince. ¿Practicar la meditación para sofocar mis intranquilidades y crisis? Toma tus episodios de llantos descontrolados. ¿Intentar conocer nuevas personas para aislarme de la soledad de mi oficio? ¿Pasar unos días extras de sol en el sur del continente? Disfruta tus últimas vacaciones.
Explayé mis temores con Sabeth y mis amigos. Nuestros anfitriones en España estuvieron cautivados por el convencimiento y la energía de mi narración. Los amigos que contacté por mensajes de textos me respondieron, como anticipaba, con burlas sobre qué desearían heredar de mí. Sabeth me escuchaba, asentía y me invitaba a indagar en las causas escondidas de mi aflicción. Todos coincidieron en desestimar mis temores y la fiabilidad de mi vaticinio.
Pero yo estaba tan seguro de que mi avión sufriría un accidente que le escribí una carta a mi nueva sobrina, de dos años. La conocí el año pasado, en Colombia, y compartí con ella apenas dos semanas, suficientes para enamorarme. Nos despedimos luego de un día playa, al atardecer. Ella pataleó porque no quería devolverse a la ciudad sin nosotros. Desde entonces solo nos hemos visto por FaceTime y está convencida de que vivimos en una playa llamada Alemania. Incapaz de reconocer conceptos geográficos y fronterizos, mi sobrina no entiende por qué a través de nuestra ventana siempre se ve oscuro y por qué nos despedimos alegando que “es hora de dormir”, mientras ella está rodeada de sol. Para que no nos olvide, intentamos enviarle selfies espontáneas o videollamarla una vez por semana, aunque cada vez con más frecuencia es ella quien le pide a mi hermana llamarnos.
En España, me atormentaba pensar en las secuelas de mi muerte en la vida de mi sobrina. Las primeras veces que pidiera llamarme, mi hermana lograría distraerla con cualquier cosa. Pero ¿qué pasaría cuando insistiera? ¿Cómo le explicarían que ya no volvería a verme ni en una pantalla ni en persona? ¿Cómo se le explica a una nena de dos años que la vida es finita? Que si respiramos es porque moriremos; que la vida es evitable, pero la muerte siempre será parte de ella. ¿Cómo procesaría la confusión de ver a una persona amada desaparecer físicamente, primero; reaparecer como un ente digital, más tarde; para un día cualquiera terminar esfumándose por completo?
Programé el correo para ser enviado automáticamente un par de días después de mi vuelo, a menos que lo cancelara a mi regreso a Alemania.
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En el fondo, la certeza de que mi avión se estrellaría no lo era tanto. Después de todo, a excepción de la carta a mi sobrina, no ejecuté ninguna de las acciones que se esperaría de un moribundo que conoce la fecha de su muerte. No llamé a mis padres o a mis hermanas a decirles cuánto las quiero. No les envié un mensaje de cariño a ninguno de mis amigos. No dejé instrucciones sobre mis bienes literarios, que son los únicos que poseo.
En el vuelo de regreso a Alemania, recordé mi primer viaje en avión, a los diez años. Iba solo, pero custodiado por personal de la aerolínea. La azafata me agasajó con revistas y juegos y comida y mientras miraba por la ventana contemplé la posibilidad de que el cielo fuese, en realidad, un océano de aire y resultara que los humanos vivimos en la cama de ese océano. El avión, entonces, sería un submarino. Las turbulencias, corrientes. Las nubes, plancton. Sentí el deseo de sacar la cabeza por la ventanilla y tocar las nubes y olerlas. La hora y media del vuelo se me pasó volando, pero tan feliz que ni siquiera sentí los sacudones del aterrizaje de los que mis padres me habían advertido. Cuando regresé a casa, lamenté la imposibilidad de vivir en un avión por el resto de mi vida y regresar a la tierra solo de visita.
Treinta años después, despojado de la imaginación ingenua de la infancia, me preparé para mi muerte cuando el piloto anunció la aproximación al aeropuerto. Me abroché el cinturón de seguridad –con una sonrisa, sabiendo lo inútil de esta medida– y me concentré en mirar por la ventana hasta que sentí la inclinación del avión en descenso. Enlacé las manos y las senté en mi regazó. Cerré los ojos e imaginé lo que estaba por venir.
El piloto desplegaría el tren de aterrizaje. Reduciría la potencia de los motores. Ajustaría los alerones. Corregiría la dirección del avión para compensar las desviaciones normales de manejar semejante criatura de metal. Verificaría la altitud de aproximación hasta asegurarse de que la aeronave estuviese alineada con la pista. Pero entonces, a unos cuantos metros de altura del concreto, un ventarrón inesperado sacudiría el avión desde la derecha. La pericia y entrenamiento del piloto entrarían en acción, pero no serían suficiente para evitar la debacle. El ala izquierda se arrastraría sobre la pista y la fricción causaría que el resto del avión se precipitara como un toro de rodeo sometido. Una fuga del tanque de gasolina y un cortocircuito se encargarían de finiquitar la tragedia con varias bolas de fuego. Ninguna de las súplicas y oraciones de los pasajeros a sus diferentes dioses nos salvarían.
En un accidente aéreo como el que se desarrollaba en mi cabeza, la supervivencia no era una posibilidad. La muerte de mi cuerpo sería definitiva y unánime bajo cualquiera de las definiciones médicas, pretéritas o presentes. En mi cuerpo carbonizado, si es que acaso quedara un cuerpo completo, los pulmones estarían vacíos de aire y de nada valdría poner un espejo bajo mis narices a ver si continúo respirando. Mi corazón dejaría de latir y toda maniobra de resucitación sería inútil. Toda actividad neuronal cesaría en mi cerebro. Ninguna de las células de mi cuerpo continuaría reproduciéndose. Un difunto en toda regla.
Por segunda vez en mi vida, experimenté un aterrizaje perfecto, imperceptible, como quien aparca un auto en un garaje. Me sentí profundamente decepcionado de continuar con vida, aunque no porque tenga tendencias suicidas. Sino porque después de tanta lora que di con el tema, lamentaba no haber sufrido siquiera un accidente o un susto menor para compensar el incumplimiento de mi profecía –una que resultó siendo nada más que una ficción que yo inventé y solo yo me creí.
Mientras esperaba el tren de regreso a la ciudad pensé en el epitafio que se me ocurrió en un retiro espiritual en el colegio jesuita en el que estudié: No desaparece lo que muere sino lo que se olvida. Si mi cuerpo hubiese muerto en el vuelo, reflexioné, quizás yo habría sobrevivido en un limbo conformado por la memoria de quienes me sobrevivirían. En un cálculo optimista, asumiendo que mi hermana lograra mantener mi memoria viva en la mente de mi sobrina, yo podría sobrevivir unos ochenta años más, cuando en su lecho de muerte ella recordara el fallecimiento de su tío. Su último suspiro, el último latido de su corazón, el último enlace neuronal en su cerebro serían también los míos.
Quise pensar que mi recién estrenada página de Wikipedia me mantendría vivo mientras tuviese visitantes, aunque quién sabe con qué frecuencia alguien consultaría mi Wiki. Tal vez, solo por existir en algún servidor, aunque nadie la consultase, significaría que continuaría vivo en forma de unos y ceros. Sabeth, quien también es capaz de producir humor negro, sugirió que los más afectados por mi muerte serían los editores de Wikipedia. Alguno de ellos tendría que agregar la fecha y circunstancias de mi fallecimiento y cambiar las conjugaciones de tiempo presente al pasado. Cuando Sabeth se dispusiera a cerrar mis cuentas y a realizar trámites post mortem, ¿tendrían más valor las últimas ediciones de mi Wiki o mi certificado oficial de defunción? Un certificado que Sabeth tendría que utilizar para cumplir la configuración que definí en mis redes sociales hace unos meses: ser borradas al término de mi existencia. Correos y mensajes de textos y mi página de Wikipedia constituirían los últimos rastros digitales de mi vida. Al menos hasta que todos ellos sean destruidos, como es el destino de todo aquello que ocupa o ha ocupado un espacio en el universo.
¿Y mis obras, mis libros? ¿Podrían ellos prolongar mi vida más allá de mi muerte biológica? Recientemente aprendí que el papel, hecho de plantas, podría sobrevivir decenas y hasta cientos de millones de años, fósiles esperando a ser descubiertos por los arqueólogos del futuro. Pero la tinta en ellos habría desaparecido y con ella las palabras que dibujaban. Mis palabras, mis historias, perdidas para siempre: mi muerte.
Efraín Villanueva. Escritor colombiano radicado en Alemania. Ha publicado los libros Tomacorrientes Inalámbricos (Premio de Novela Distrito de Barranquilla, 2017), Guía para buscar lo que no has perdido (XIV Premio Nacional de Libro de Cuentos UIS, 2018) y Adentro, todo. Afuera… nada (Mackandal, 2022). Es Magíster en Escritura Creativa en español de la Universidad de Iowa y tiene un título de posgrado en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá.
Sus trabajos han sido publicados en diversas antologías y medios como Granta en español (España); Arcadia, El Heraldo, Pacifista!, Vice, Revista Corónica (Colombia); Revista de la Universidad de México; Roads and Kingdoms, Iowa City Little Village Magazine, Literal Magazine, Iowa Literaria (Estados Unidos); entre otros.
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Posted: March 23, 2023 at 7:40 pm