Essay
Sin instrucciones
COLUMN/COLUMNA

Sin instrucciones

David Miklos

Es el segundo día del año y, frente a mí, Anna arma un Lego de cerca de 900 piezas mientras yo escribo. Es un Lego grande y complicado, con un instructivo de varias páginas, casi una novela.

A diferencia de ayer, que armamos otro Lego, menos complicado y con la mitad de piezas pero con un instructivo igual de nutrido, Anna no me pregunta nada: lo arma sola, sin necesidad de mí, la lección aprendida y, como suele pasar con los niños, mejorada.

Pienso en lo que yo escribo, en ese libro de no sé cuántos fragmentos de memoria propia y ajena que me ha dado por llamar “el libro de mi vida”. A diferencia de Anna, yo trabajo sin un instructivo: las piezas de mi libro están allí, sueltas, algunas incluso informes.

Y mientras escribo el libro, en otro documento voy dejando registro de la propia escritura del libro: ordeno las piezas y las digo de otro modo, más técnico que narrativo, como si escribiera el propio instructivo del libro que me encuentro escribiendo, acaso para no andar a ciegas por esa rara cueva de ficción y realidad que es la literatura.

Anna tiene ocho años y yo cuarenta más.

Ella, mi hija, arma un Lego que, una vez terminado, le servirá para jugar y hacer sus propias narrativas, sus propias ficciones mezcladas con la memoria que les da sentido: hará suyo ese Lego, ya sin la necesidad de seguir instrucción alguna.

Yo, escribo un libro que, una vez terminado, no me servirá de nada si no es leído por alguien más, ya desprendido de su propia narrativa, de esa ficción mezclada con memoria: desprendido de mí, que me quedaré con esa otra coraza, ese instructivo de cómo escribí el propio libro, ahora ajeno.

Miro las piezas de Lego echadas sobre la mesa, un dechado de entropía negativa, visible, sólido incluso, desordenado pero lleno de sentido: cada pieza ocupará un sitio exacto, preciso, único en la estructura que Anna arma, guiada por su instructivo, y pasará del caos al orden de manera casi natural. Una realidad empatada con su propia ficción, pues.

Las piezas de mi libro, sin embargo, son invisibles: yacen dispersas en mi memoria, desordenadas, apiladas unas sobre otras, sueltas luego, ocultas a ratos y, qué duda cabe, ausentes, es decir, olvidadas para siempre, perdidas, tan perdidas que no me queda de otra que inventarlas y trasnformarlas en una ficción revestida de realidad.

A diferencia de Anna, ahora lo recuerdo, a los siete u ocho años yo armaba un Lego sin instructivos, en casa de mi amigo Alex, que sabía hacer cálculos de matemáticas sin necesidad de papel o calculadora.

Alex tenía una caja enorme rellena de piezas sueltas que vertíamos sobre el piso y, echados, convertíamos en vehículos, objetos móviles cuyo destino era chocar los unos con los otros y desarmarse, para luego armarlos de nuevo, con una forma distinta, un juego que nos tomaba a veces la tarde entera y se suspendía cuando mi madre pasaba por mí y las colisiones cedían.

Por ese entonces, escribí un primer texto a máquina: una retahíla de palabras vueltas frases para celebrar el cumpleaños de mi madre, una parrafada que, separada en frases, luego versos, resultó ser un poema, una primera obra que mi madre compartió con mi maestra y con sus amigos, y que me hizo acreedor del único premio nacional de literatura que he recibido en mi casi medio siglo de existencia.
Mi poema, llamado “Poesía”, era pura asociación libre, el ensamblaje de las palabras y situaciones, reales o imaginadas, que yo conocía, una suerte de cadáver exquisito a una sola voz, la mía, infantil y sin mayores instructivos, vertida en una hoja de papel colocada en el rodillo de una temblorosa y pesada y enorme máquina de escribir Olivetti.

Y es que ese, claro, era mi propio Lego: el lenguaje, las palabras que escuchaba y que leía y que me enseñaban en la escuela, una escuela activa que, a ratos, parecía funcionar sin instrucciones.

Anna deja de armar su Lego, me pide un plato de cereal con leche, y yo dejo de escribir, voy a la cocina, tomo un tazón, saco la leche del refrigerador, la caja de hojuelas azucaradas de la alacena y, mientras sigo el instructivo de mi devenir doméstico y la crianza de mi hija, me distraigo de estas palabras.

 

David Miklos es autor de La piel muertaLa hermana falsa La gente extraña, así como de La pampa imposible, su novela más reciente. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.

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Posted: January 2, 2019 at 8:56 pm

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