Planeta Lynch
Alberto Chimal
Getting your Trinity Audio player ready...
|
Casi ningún artista recibe el reconocimiento de que su nombre se vuelva un adjetivo: un descriptor de su obra que luego puede aplicarse a otras, a temas de las artes en general, a situaciones de la vida. Están lo dantesco, lo kafkiano, pocos más. Aun si las sociedades occidentales no tuvieran los sesgos que tienen, la lista sería muy escasa.
Otro de esos nombres consagrados es el de David Lynch, el cineasta y pintor estadounidense que murió el 15 de enero de 2025, en medio de los incendios de California que ahora se antoja encontrar, prefigurados, en varias de sus películas. Lo lynchiano es una categoría que permanecerá en la cultura de nuestro tiempo. La palabra llegará a ser usada, tal vez, incluso por gente que jamás haya visto una película de David Lynch.
¿Qué es lo lynchiano? En estas semanas se ha escrito mucho al respecto. Una de las mejores impresiones que he encontrado, repetida en varios sitios de las redes por personas distintas, atribuida a veces a David Foster Wallace, se aplica en realidad a todos los adjetivos derivados de un nombre. Lo lynchiano, incluso sin tratar de describirlo, se siente, se reconoce al ser visto, igual que lo dantesco de un puerto devastado por el huracán o lo kafkiano de un trámite burocrático que se prolonga, nos parece, hasta la eternidad. Semejantes palabras cumplen una de esas funciones cruciales de las artes: darle sentido a una realidad que es siempre más compleja, siempre más grande que nuestro propio entendimiento, al enfocar nuestra percepción: al ponernos en contacto con nuestras reacciones más inmediatas ante el mundo que hace presión contra nosotros.
Lo lynchiano es una impresión de oscuridad: de una oquedad, una sombra impenetrable en el centro de las cosas comunes, como aquella en la que se interna Fred Madison, como por un pasillo de su casa, en Lost Highway (Por el lado oscuro del camino, 1997). Al parecer, Lynch encontró esta imagen por contraste, sin tener que mirar más allá de su propio entorno. Su leyenda empieza con una infancia idílica, asombrada, en la pequeña ciudad de Missoula, Montana, y sigue con un inicio en las artes promisorio pero lento, en medio de las obligaciones de la edad adulta, la descomposición social, ambiental y política de su país, el mal y la violencia de la vida humana. La diferencia entre los ideales y la realidad, que con frecuencia convierte a ésta en una pesadilla, se ve desde sus primeros cortometrajes y durante todo el resto de su obra, y llega a dos puntos culminantes en sus largometrajes Eraserhead (Cabeza de goma, 1977) y Blue Velvet (Terciopelo azul, 1986). En el primero, el universo entero parece estar en contra de Henry Spencer, un hombre desajustado y timorato que se convierte en padre sin quererlo. En el segundo, la apariencia inocente de un pueblo maderero americano –como lo fue Missoula– revela corrupción, crimen y un horror insondable. Kyle MacLachlan, el actor central de Lynch y más que un poco su doble o su máscara, interpreta a Jeffrey Beaumont, un joven universitario que, al encontrar evidencias de este “lado oscuro del sueño americano”, se descubre también atraído por él.
Otros “dobles” del director como Jack Nance, Bill Pullman o Justin Theroux enfrentan la misma atracción. Y en el gran papel de su carrera, como el agente del FBI Dale Cooper, MacLachlan centra y explora el lado oscuro de otro pueblo más, entero, al protagonizar de las dos primeras temporadas de la serie de televisión Twin Peaks (1990-91). Creado en equipo por David Lynch y el guionista Mark Frost, Twin Peaks es el proyecto más exitoso e influyente del primero, y nada menos que el antecesor de todas las grandes series del siglo XXI, al mezclar una producción lujosa, y un trabajo de guión refinado y complejo, con lo más trillado de la soap opera estadounidense: la versión de aquel país de la telenovela de habla castellana, incluyendo conflictos prolongados hasta el absurdo y representaciones maniqueas del bien y del mal.
Lo lynchiano tiene un lado amable, incluso cursi, que se conecta con la soap opera y muchos otros productos culturales de la llamada Americana: lo típicamente estadounidense. Las apariencias que Lynch desmonta le gustan, pese a todo, y en ellas se encuentra un subtexto esperanzado, sentimental, que se opone a lo brutal y lo oscuro. Las referencias a la cultura pop abundan, igual que las canciones melosas de los cincuenta o rehechuras contemporáneas en voz de Julee Cruise, Isabella Rosellini o Chrystabell. En Wild at Heart (Salvaje de Corazón, 1990), el violento Sailor Ripley renuncia a parte de su actitud machista al encontrarse, literalmente, con Glinda, la bruja buena de El Mago de Oz (Victor Fleming, 1939), y declara su amor cantando “Love Me Tender” de Elvis Presley. Lynch siempre se dio tiempo para insertar esas manías y amores suyos en su obra, participando en el diseño visual de cada una de sus producciones y creando –en especial con la ayuda del compositor Angelo Badalamenti– complejas bandas sonoras, en las que una de sus piezas preferidas puede dar paso a símbolos de miedo o inquietud como el crepitar de la electricidad o el rugido de un viento remoto.
La única película enteramente luminosa de Lynch: The Straight Story (Una historia sencilla, 1999), es también su única narración sin desconciertos ni miedo. Narración entrañable acerca de la vejez y el afecto entre hermanos, se destaca por lo diferente que resulta (está distribuida por Disney, incluso), pero es también una defensa sincera de una especie de bondad humana, frágil, en constante peligro, que siempre le interesó retratar y en la que, a su modo, creía.
Por otra parte, hay una segunda oscuridad, más potente aún, en lo lynchiano. Es una oscuridad argumental, una especie de sustracción del lenguaje, que impide hallar en el grueso de sus obras un “mensaje” o interpretación unívoca. De hecho, ocurre todo lo contrario. David Lynch se formó como pintor, se interesó primero en el cine porque (de nuevo según la leyenda) le daba la oportunidad de “agregar” movimiento a una obra plástica, e incluso en sus películas más comerciales, como The Elephant Man (El hombre elefante, 1980) o Dune (1984), evitó la “economía” y la “eficacia” del cine de Hollywood y no dudó en agregar tomas aparentemente inconsecuentes, escenas que no contribuyen a ningún “avance” de un argumento y momentos de duda, de incógnita, donde los acontecimientos mostrados se alejan de su presunta trama central para no regresar. Lo que importa es, primero, lo que se ve, la experiencia visceral de contemplar y participar en lo que se contempla.
Más aún, la tendencia de Lynch a sabotear la lógica narrativa convencional se hizo más radical con el paso del tiempo, y no menos. Tres de sus últimos largometrajes –la ya mencionada Lost Highway, Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2006)– forman una trilogía cuyos argumentos básicos se vuelven cada vez más imposibles de reducir a una sinopsis o de entender, incluso en el nivel más básico, como una “historia”. Causas que se difuminan, efectos de “algo” que se aplaza o se omite, personajes que se mueven entre escenas inconexas y obligan a sus espectadores a tratar de inventar hipótesis, de rellenar los vacíos, acaban por vaciar por completo a la “narración” de estructura narrativa, a dejarla como un enigma insoluble, estimulante, en el que siempre es posible seguir discutiendo a partir de lo que el “texto” fílmico dice, por extraño que sea. En 2017, Twin Peaks regresó como una tercera temporada que era a la vez una película continua de 18 horas, toda dirigida por Lynch y meramente dividida en capítulos; en ella, la oscuridad argumental acaba volando en pedazos al universo entero de la serie, y, de hecho, a la vida americana tradicional, en una reflexión muy desesperanzada y pertinente sobre la nostalgia convertida en mercancía, los primeros años de la era de Trump y, señaladamente, el mal que está en el fondo del mundo contemporáneo: el poder autodestructivo de la especie humana, desencadenado en 1945, un año antes del nacimiento de Lynch, con las primeras explosiones atómicas.
(Algo más, por cierto: la trilogía final de Lynch muestra una preponderancia creciente de los personajes femeninos y del tema del doble, empleado para mostrar la complejidad del carácter de una o varias mujeres y poniendo, cada vez más, el acento en el interior, los sentimientos e impulsos más profundos. En su orden, las interpretaciones de Patricia Arquette como Renée/Alice, Naomi Watts como Betty/Diane y Laura Dern –la actriz lynchiana por excelencia– como Nikki, una mujer que se subdivide y se fragmenta hasta el infinito, dibujan una trayectoria clara hasta un tipo de representación del carácter humano que Lynch bien puede haber inventado entera.)
Lo lynchiano, sea lo que sea, se replica y se propaga por estas obras mayores y por música, pintura, cómics, comerciales, libros, proyectos digitales y numerosos cortometrajes. Cómo le dio forma su creador, o cómo se dio esa forma incluso sin que él se lo propusiera, nunca lo vamos a saber con certeza. Por eso está claro que seguirá asombrándonos por muchos años. En su necrológica para la revista Time, Stephanie Zacharek escribió que, incluso en el tiempo atribulado que estamos viviendo, podemos sentir contento “de haber existido en la misma época que David Lynch”. Tiene razón y, a la vez, creo que se queda corta. No siempre se nota, pero la existencia desconcertada y rota del presente, como un sueño que nos atrapa y a la vez nos elude, podría ser, ya, toda una experiencia lynchiana. A lo mejor, si tenemos suerte, nuestras vidas llegarán a su propio momento de perturbación; entonces miraremos en lo oscuro, entenderemos (o no) y tendremos una revelación.
Ya estábamos viviendo en el planeta Lynch.
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.
Posted: February 11, 2025 at 9:15 pm