A patadas
Francisco Hinojosa
El futbol es mucho más que un deporte. Es una esperanza para una gran cantidad de niños y jóvenes cancheros que sueñan con llegar a ser un día astros del futbol. Se esfuerzan al máximo con la ilusión de que en alguno de sus partidos, que disputan en llanos de tierra y lodo, se encuentre un buscador de talentos que les proponga hacerse cargo de su preparación y les prometa un futuro promisorio, para ellos y sus familias hundidos en la pobreza. O bien en las escuelas y fuerzas básicas de los equipos que ya están atentos a ver quién sobresale para irlo estudiando y así darle una oportunidad de ascender poco a poco y, como si fuera ganado, una vez en forma venderlo al mejor postor. Por cada uno de esos niños y jóvenes que llegan a convertirse en profesionales, varios miles se quedan con la ilusión truncada.
Es una pasión. Portar con orgullo una camiseta, ir al estadio, ver un encuentro por la televisión rodeado de parientes y amigos, gritar un gol, llorar una derrota, agitar una bandera, lanzarse de espontáneo al terreno de juego para abrazar a un ídolo, son partes de un ritual que se repite muchas veces al año. En ocasiones hay que desvelarse o madrugar para ver un partido que se juega en el otro lado del planeta o fingirse enfermo en el trabajo con tal de no perderse un encuentro. Es una pasión adictiva. Y la rivalidad es un factor importante de ella. Sin antagonismos muy marcados no tendría sentido la palabra “competencia”. Así es como el futbol también es conversación, convivencia y contienda, motivo de amistades y de discordias. Por mucho, el futbol soccer es el deporte que más seguidores tiene en todo el mundo.
Pero también, por esa misma pasión que se desborda, el futbol es una excusa para la violencia, y no solo en la cancha sino también en las gradas y fuera del estadio. A fines de los años sesenta fue causante de un conflicto armado entre dos países vecinos, Honduras y El Salvador: la “guerra del futbol”, como la llamó Kapuściński. Los hinchas, las barras bravas, las torcidas, los hooligans son los nombres de los grupos de simpatizantes de un equipo que manifiestan su afición a través de hechos violentos. El futbol como catarsis. La historia de sus desmanes son abundantes. Baste recordar la “tragedia de Heysel” (Bruselas, 1985): la final de la liga de campeones de la UEFA la protagonizaron dos equipos rivales que se adjudicaban cada uno jugar el mejor futbol del mundo: el Liverpool y la Juventus. Antes de que iniciara el encuentro los ánimos ya estaban calientes. Una avalancha de aficionados del equipo inglés llevó contra las vallas a sus rivales y los dejó sin posibilidad de escape. El resultado fue de 39 muertos y 600 heridos. Pese a la tragedia, el encuentro se llevó a cabo como si nada. Muy recientemente, en un partido entre dos enemigos históricos, el súper clásico River Plate contra Boca Juniors, algunos hinchas de este último lograron echar en los rostros de los jugadores del equipo contrario gas pimienta, lo que les ocasionó quemaduras y devino, esta vez sí, en la suspensión de la segunda parte del partido.
Aunque el soccer es también, y sobre todo, un gran negocio. Y como cualquier gran negocio en el que el dinero fluye a raudales, la tentación de meterle la mano y llevársela al bolsillo cargada de billetes “está en la naturaleza humana”, según dirían algunos altos funcionarios de la FIFA, asociación que cuenta con más países afiliados que la ONU y que podría cambiar pronto sus siglas a FIFAD: Federación Internacional de Futbol Asociación Delictiva.
Los sueldos de los jugadores, la venta de sus cartas, los contratos con las televisoras y los anunciantes –que llenan los estadios y las playeras de los jugadores con logotipos que nada tienen que ver con el deporte–, las entradas a los estadios, la venta de comida y bebida al interior de ellos, la reventa de boletos, la asistencia a bares y restaurantes que ofrecen a sus clientes grandes pantallas, las casas de apuestas, el uso de la imagen de un jugador para buscar tarjetahabientes o anunciar un desodorante y los pronósticos deportivos son algunas cuantas acciones en las que habla y manda el dinero.
Y por supuesto habría que hablar de los billetes que pueden circular en la compra de jugadores, entrenadores o árbitros para ganar o perder un partido, o en la de una candidatura seria para ser anfitrión de un mundial. Todo puede estar a la venta y todo se puede comprar centavo a centavo, dólar a dólar, millón a millón. Deporte sin negocio, no es negocio.
Los actos de corrupción se llevan a cabo en lo oscurito: muchas nueces y poco ruido. Sin embargo ese oscurito relumbra pronto: los viajes de los principales funcionarios de la FIFAD suelen ser materia pública: boletos en primera clase, si no es que en jets o aviones privados, los hoteles más exclusivos de cada ciudad visitada, los excesos y lujos en sus reuniones, los table dances, el caviar y la champaña. Las alianzas, las complicidades, las reelecciones en los puestos que toman las decisiones y los compadrazgos huelen a estercolero.
Chuck Blazer, ex secretario general de la CONCACAF, se daba el lujo de tener un departamento en Nueva York para uso exclusivo de sus gatos (allí pinchemente seis mil dólares mensuales). Al ser aprehendido en el 2013, se declaró culpable de, al menos, diez delitos a cambio de cierta inmunidad. Una de sus confesiones dice: “Yo y otros miembros del comité ejecutivo de FIFA acordamos aceptar sobornos para la selección de Sudáfrica como sede mundial del 2010”. El desfalco y los montos de los actos de corrupción y extorsión se cuentan en cientos de millones de dólares, más que todos los aficionados al soccer en el mundo.
El 27 de mayo pasado, las autoridades suizas detuvieron a varios funcionarios de la FIFAD de alto rango acusados de fraude, blanqueo de dinero, soborno y extorsión, entre otros delitos que llevan a un mismo cargo: delincuencia organizada. Joseph Blatter, presidente del organismo, no estuvo entre los detenidos. Sin embargo el escándalo no impidió que se reeligiera una vez más. Una vez reelecto dimitió, aunque seguirá al frente en lo que se nombra a su sucesor. Muy probablemente pronto haya razones para implicarlo en los delitos como el gran orquestador.
Un escándalo más ligado al futbol se anuncia en el negro panorama de México, específicamente de la ciudad de Cuernavaca. Resulta que un exjugador de balompié, Cuauhtémoc Blanco, fue lanzado por el Partido Social Demócrata a contender por la alcaldía de dicha ciudad. El voto popular le dio el triunfo a un candidato que desconoce los problemas de Cuernavaca, que no sabe nada de administración pública, que es violento y soberbio y que no tiene equipo. Además, encabezará un municipio con uno de los índices más altos de criminalidad del país y con un presupuesto muy mermado. Hay que jugar a ser alcalde.
A esto le llamamos ahora “política” y “democracia”: presentar como candidato a ocupar un cargo público a alguien que goce de cierta popularidad que garantice su triunfo en las urnas. Si es la persona idónea para cumplir con su trabajo o si está capacitado para hacerlo son cuestiones que importan poco. Hace ya varias décadas no estaba Gloria Trevi tan lejana de nuestra realidad actual cuando decía que su meta era ser presidenta de la República. Resulta creíble que si Cantinflas o Chespirito hubieran sido candidatos independientes a gobernar el país, el voto popular los habría llevado a Los Pinos.
Discrepé en su momento de Javier Sicilia, amigo muy querido y respetado, en su convocatoria a no votar. Si él y muchos otros que lo siguieron hubieran sufragado, lo más seguro es que no estarían temerosos, como ya lo deben estar, acerca del futuro inmediato de Cuernavaca en manos de alguien que solo sabe jugar con los pies.
Francisco Hinojosa es poeta, narrador y editor. Es autor y antologador de más de cincuenta libros y columnista en Literal. Su twitter es @panchohinojosah
Posted: June 16, 2015 at 9:38 pm