Essay
A propósito de Territorio Lolita, de Ana V. Clavel

A propósito de Territorio Lolita, de Ana V. Clavel

Sandra Lorenzano

Una herida resplandeciente

1. Estamos en el territorio inaprensible y envolvente del deseo. La piel tibia, alerta, vuelta hacia sí misma, es desafío a la mirada. Eco de caricias insinuadas apenas, olvida su nombre, y es un puro y libre fluir.

Estamos también en el territorio de lo silenciado. Oculto. Secreto. Sólo murmullos en torno. El goce susurra. La ley ordena callar. Tapar. Cancelar. Todo deseo transgrede, provoca, reta. “Que le corten la cabeza”,  grita la Reina de Corazones.

Todo deseo será decapitado. O acallado. O escondido. O disciplinado. Shhh. Golpes de pecho ordenan. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.

E pur si muove… Y sin embargo ahí está agazapado. Inmanejable. Incomprensible (lo siento Doktor Freud). Indomesticable.

Va una idea. Una hipótesis, digamos. La piel tibia, alerta. Territorio Lolita (México, Alfaguara, 2017) es un libro sobre el secreto, sobre lo que no se dice. Las pulsiones incandescentes van develándose lentamente, insinuándose. Lo que se calla, habla. Deambula por el cuerpo sin ser nombrado. No lo miramos a los ojos. No lo bautizamos. ¿Acaso existe lo que no tiene nombre? Un no decir que se va diciendo… “Un no sé qué que queda balbuciendo”, como lo escribiera San Juan de la Cruz.

¿Adónde te escondiste,
amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti, clamando, y eras ido.

El deseo en su expresión más pura recorre los versos del Cántico Espiritual. Como un escalofrío. Como una pluma deslizándose por la columna vertebral. “…salí tras ti, clamando, y eras ido”. Como los hermanitos de Jardín de cemento, la novela de Ian McEwan que menciona Ana y sus caricias sobre la espalda de la más pequeñas. El escalofrío del placer. Antes de conocer la prohibición. Antes de saber el sabor de lo prohibido. El vértigo. El borde del acantilado. Una pluma deslizándose por la columna vertebral.

Regreso: Ana escribe sobre lo silenciado. Y como en la escritura secreta hecha con jugo de limón con la que jugábamos de niños y que sólo se develaba al ponerla sobre una vela, la lectura va haciendo que aparezcan las letras escondidas.

La primera en aparecer lo hace ya en la portada: por primera vez la escritora Ana Clavel es Ana V. Clavel. ¿V de Vendetta como la película? ¿V de valor? ¿V de Victoria? La V es también más íntima. La V del placer en el cuerpo femenino. V dulce que emerge al calor de una vela.

Lo que se dice y lo que se calla: Nabokov y la casi inexistente mención de Alicia y Lewis Carroll. Él que fue el traductor al ruso de la famosa obra del diácono anglicano Charles Lutwidge Dodgson. El nombre que no se menciona. Tan elidida Alicia por Nabokov como la muerte de su propio padre. “La poderosa elipsis del duelo” (p. 17), escribe Ana. Y continúa: “Insisto: la elipsis puede decir tanto como lo que se calla”.

Elipsis del duelo, elipsis del deseo. ¿Acaso no es el deseo siempre elidido? La parte por el todo, lo que se adivina, lo que se insinúa.

Entre Alicia y Lolita se tiende el arco de la escritura. Entre la niña fotografiada obsesivamente por un párroco del siglo XIX a la adolescente que enloquece a Humbert Humbert (“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas”), Ana va tejiendo en amoroso ritual lo dicho y lo no dicho sobre las nínfulas, lo dicho y lo no dicho sobre la piel joven que despierta el deseo. Lo demoníaco ¿de las niñas o de la mirada deseante de quien las mira? “Una de las muchas genialidades de Nabokov tras los dedos titiriteros de Humbert es cómo pasamos del encantamiento ante el ‘fantástico poder’ que Lolita ignora ejercer, como deidad que irradia belleza e inocencia, a la terrible enfant fatal que manipula a los hombres a su antojo y conveniencia” (p. 41) (paréntesis mío: ¿los dedos titiriteros no son acaso los que vemos y no vemos, los que se esconden y callan para que aceptemos como real lo que no lo es? ¿No lo es?).

“…la nínfula perversa y celestial siempre nos llega tamizada –reverenciada y estigmatizada- por la mirada anhelante, encantada, de su cazador.” (p. 48)

Adoración y satanización. Deseo y violencia. “La violación empieza con la mirada”, había escrito Ana.

2. La mirada. La de Humbert Humbert, pero también la de Perrault, la de MacEwan, la de Calasso, la de Mauricio Molina… ¿Y las mujeres me pregunto de pronto? ¿No hemos escrito las mujeres sobre este perturbador tema? Además de la propia Ana V. Clavel, claro.

Me quedo con la idea de la mirada, idea que nos lleva directamente por supuesto a la fotografía. Y allí sí la mirada de las mujeres ha estado presente. Pero vamos en orden:

Me detengo en cuatro ejemplos: por supuesto, inicio con las imágenes de Lewis Carroll. Imágenes que muestran la fascinación por los cuerpos de las niñas, entre los cuales el de Alice Lidell ocupa un lugar especial. El párroco que las fotografía “naturales, disfrazadas y a partir de 1867 desnudas” inquieta a los padres. La fotografía le permitía fijar la belleza fugaz. ¿No es eso lo que todos buscamos a través de las imágenes? ¿No sería ésa una de las vocaciones más profundas del arte? Del voyeurismo al fetichismo en un tránsito que, como señala Ana, “conduce obligatoriamente a una forma de paroxismo que tarde o temprano resultaría inaceptable para los otros y para él mismo” (p. 65).

Un poco posteriores son las imágenes de Julia Margaret Cameron, pionera de la fotografía que consideramos hoy una de las artistas más importantes del siglo XIX  (tía abuela de Virginia Woolf). En su libro, Ana la vincula con Balthus –y varios más, como Dante Gabriel Rosetti, Bouguereau, y otros- en el sentido que en el tema de las niñas resplandecientes “convergen los intentos de capturar la inocencia y el estado edénico de la infancia y la preadolescencia”.

Ana busca entender las características de esa fascinación, de la mirada que encuentra el equilibrio entre la atracción erótica y la búsqueda de una cierta forma de sacralidad. Cito la frase que toma de las Memorias de Balthus:

“Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Porque yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad, crear un vértigo a su alrededor. Por eso las consideraba ángeles. Seres llegados de fuera, del cielo, de un ideal, de un lugar que se entreabrió de repente y atravesó el tiempo, y deja su huella maravillada, encantada o simplemente de icono […] lo que me preocupa es su lenta transformación del estado de ángel al estado de niña, poder captar ese instante de lo que podría llamarse un pasaje.”

Imposible en este cruce entre lo erótico y lo sagrado no pensar una vez más en el imprescindible Bataille, claro.

Un cierto juego visual propuesto por Cameron le da a sus imágenes ese carácter onírico –el “efecto flou”, lo llaman. Un cierto desenfoque con intención- que tan bien supo retomar un fotógrafo contemporáneo, por cierto, acusado de pornografía: el también británico David Hamilton.

“Cualquiera que tenga libros de David Hamilton podrá ser arrestado por posesión de fotografías indecentes’. Con esa frase, dicha en 2005 por un jefe de policía inglés, la obra del célebre retratista dejó oficialmente de ser arte para ser pornografía.” Dice un periódico en la nota aparecida a raíz de la muerte del artista, en noviembre de 2016. (1)

“…un jurado de Alabama (EEUU) consideró que dos de sus trabajos en los que aparecían niñas medio desnudas constituían un delito de pornografía infantil y condenó a la editorial Barnes & Noble a retirar los ejemplares del mercado.”

Y de pronto pienso en mi padre, amante de las fotos de Hamilton, preso no por la dictadura militar argentina sino por los “policías de la decencia”. Las “buenas conciencias” siempre tan hábiles y dispuestas para encontrar la paja en el ojo ajeno (y por las dudas, retiro las palabras paja y ojo para no provocarlas).

No son los únicos casos.

“…el experto en cultura popular Ray B. Browne, (explica que) la polémica sobre la sexualización de los menores no la estrena Hamilton y analizada con detalle, encierra más hipocresía que otra cosa. En su libro dedicado a los tabúes de la Cultura explica como modelo el caso de la actriz Brooke Shields, que tenía sólo 10 años cuando hizo sus primera serie de desnudos para Richard Avedon.

Browne habla de la hipocresía de un sistema que sexualiza a los críos para vender cualquier cosa (tejanos Calvin Klein en el caso de Shields) y luego se escandaliza al ver sus cuerpos con poca ropa.”

Algo de esta perspectiva hay también en el concepto de neopuritanismo que usa Ana Clavel. Y que de alguna manera aparece también en un artículo que la española Elvira Lindo escribió a propósito de la polémica en torno a las fotos de Sally Mann. Una “mujer que desafió a aquellos que piensan que un niño desnudo invita inevitablemente a la pedofilia”. La polémica comenzó

“…cuando el Wall Street Journal reprodujo uno de las célebres desnudos de los niños de Sally añadiéndoles, muy retorcidamente, la banda negra sobre los pezones y el pubis. Una manera maliciosa de acusar a la artista de explotación de la intimidad de sus propios hijos en un país obsesionado por el sexo hasta el punto de convertir en algo sucio el cuerpo de una niña pequeña.”

Volvemos a la tensión entre los que se muestra y lo que se oculta. Roland Barthes sabía bien de la provocación que puede significar el ocultamiento. O el juego de develar-esconder como puesta en escena de la seducción.

Finalmente qué es el deseo sino esta tensión entre el anhelo y su im/posible realización. “Un éxtasis -para decirlo con palabras de Ana-. Una herida resplandeciente que nos abre y nos hace manar” (p. 230). Y frente a esta herida qué sucede dentro de la propia ninfa; eso que ha permanecido como secreto es la pregunta que guía la exploración del libro. Y en este develar es también la autora la que devela su mundo, sus interlocutores, sus fantasmas, las páginas y las imágenes que han provocado su propia escritura. Qué sucede en la interioridad de la ninfa. Y qué sucede en la interioridad de la autora.

Con enorme rigor y a la vez con una escritura deliciosamente provocadora en la que la erudición se desliza como caricia, Territorio Lolita sea lee como se leen siempre los textos de Ana, con el enorme placer de espiar por una rendija todo aquello que los prejuicios de nuestra sociedad -tan hipócrita ella- condena a la oscuridad más absoluta. Ana hace de esa oscuridad un espacio libre, en el que como decía Valéry “no hay nada más profundo que la piel”. O, como lo escribe Alberto Ruy Sánchez:

La boca que dice es sexo que canta.
Decir es desear
y tocar con manos invisibles.
(…)
Decir nos conduce al fondo del silencio: 

         un abismo habitado de deseos.
Decir es y no es.

Ya sea que leamos Lolita en nuestro mundo chilango o en Teherán -como lo propone Azar Nafiz-, sigamos haciendo del decir (y del leer lo dicho) un viaje por el territorio inaprensible y envolvente del deseo. Como bien lo sabe Ana V. Clavel, allí la piel tibia, alerta, vuelta hacia sí misma, eco de caricias insinuadas apenas, olvida su nombre y es entonces –y no es poco ante los puritanos censores- desafío a la mirada, puro fluir de la libertad.

 

Notas

1) Silvia Cruz Lapeña, “El arte que acabó con la vida de David Hamilton”: https://www.elespanol.com/cultura/arte/20161128/174232849_0.html

2) Forbidden Fruits. Taboos and Tabooism in Culture. Edited by Ray B. Browne.

3) Elvira Lindo, “La desnudez de los hijos”: https://elpais.com/elpais/2015/05/21/estilo/1432220870_254257.html

 

Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.

 

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Posted: February 25, 2018 at 5:41 pm

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