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En el corazón de las tinieblas

En el corazón de las tinieblas

José Antonio Aguilar Rivera

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Entre las muchas apologías del linchamiento tienen especial importancia las de los políticos. Recuerdo que el momento en el cual comprendí la naturaleza política del actual presidente de la república; fue en 2001 cuando justificó los linchamientos de una turbamulta en la ciudad de México mientras él era jefe de gobierno. “Con las tradiciones del pueblo, con sus creencias, vale más no meterse”.

El 28 de marzo una turbamulta linchó en la ciudad de Taxco, Guerrero, a una mujer acusada del secuestro y asesinato de una niña de ocho años. Las múltiples imágenes de la atrocidad, difundidas por las redes sociales, sacudieron al país. Este evento se suma a la larga historia de linchamientos que conforman la historia íntima de la barbarie mexicana. Hay pocos acontecimientos que exhiban la fibra moral de una sociedad como los linchamientos. El homicidio tumultuario no sólo habla de las víctimas y los perpetradores, sino de aquello que podríamos denominar el “ecosistema del linchamiento”. Una compleja red de relaciones, complicidades, acciones y omisiones por parte de diversos actores: párrocos, policías, periodistas, académicos y autoridades de los tres niveles de gobierno. En mayo Pablo Majluf publicará el libro Pueblo bueno y sabio: reflexiones sobre los linchamientos en México (Penguin Random House, 2024). El linchamiento, si no la palabra, es un fenómeno recurrente en la historia nacional. En el libro Majluf pasa revista a las diversas explicaciones que historiadores, sicólogos, politólogos y sociólogos han propuesto. Las encuentra, todas, insuficientes. Sin embargo, lo realmente notable de este libro no es el necesario análisis de las causas de los linchamientos sino más bien su mirada a una dimensión mucho menos explorada: la relación entre los homicidios tumultuarios y la moral pública. Con encuestas de opinión pública el autor desnuda a una sociedad que no sólo tolera, sino que a menudo aprueba y legitima los asesinatos cometidos por la turbamulta. El linchamiento no es una anomalía ni una aberración de comunidades atrasadas y rurales. Aun en los confines más remotos del país esos homicidios no podrían ocurrir sin la complicidad –política, jurídica y cultural– de la sociedad mayoritaria. Como Gema Kloppe-Santamaría ha demostrado para el periodo posrevolucionario, los linchamientos no eran el resultado de la ausencia del Estado, sino una estrategia de dominación estatal que buscaba, con el concurso de los grupos regionales dominantes, preservar el status quo. Ello explica por qué el linchamiento no es, en ningún sentido, un fenómeno periférico. La mayoría de los casos no ocurre en estados lejanos y aislados, sino en lugares céntricos, densamente poblados, bien comunicados y no particularmente marginados. La misma Ciudad de México es uno de los sitios en los que se lincha con mayor frecuencia, al igual que Puebla, el Estado de México y Morelos. El linchamiento ocurre en el corazón geográfico y demográfico del país. ¿Cómo se explica la abulia del Estado mexicano ante la barbarie que ocurre en sus narices? Ese Estado, escribe Majluf, “…sigue en la complacencia, la incompetencia, y la conveniente opacidad. No sólo no hace muchas mediciones. Tampoco campañas de concientización, los linchamientos generalmente quedan impunes, la policía no suele estar preparada para disuadirlos, la ley no es clara al respecto y, desde luego, algunos políticos hacen apología de ellos como tradiciones del ‘pueblo’”.

La impunidad habla no solamente de la precariedad proverbial de nuestro aparato de impartición de justicia sino de algo más. No son los linchamientos lo que más llama la atención, sino la sociedad que los tolera. Lo que subleva a Majluf es la ausencia de una clara condena social –cultural, emotiva y normativa– al linchamiento. Por qué, se pregunta, “los linchamientos pueden tener legitimidad y porqué se pueden deslizar apologías sobre ellos sin ninguna pena o escrúpulo”. Que esto ocurra habla de una profunda falla moral en la manera de concebir la vida, una incapacidad secular de la sociedad mexicana para reconocer y proteger la dignidad humana. Ello explica la ausencia, a su vez, de la culpa, de la indignación y de un remordimiento colectivo capaz de movilizar a las fuerzas sociales para cambiar la realidad. Por eso ni siquiera se ha establecido un tipo legal apropiado para al linchamiento. No hay estigma para los pueblos de linchadores; no hay monumentos que conmemoren la muerte de inocentes, no hay actos de contrición comunitarios ni tampoco los pueblos experimentan una vergüenza colectiva por los crímenes cometidos. México es un país bárbaro de linchadores impunes y desvergonzados. A lo largo de nuestra geografía las campanas de todas las iglesias que doblaron para convocar a las turbamultas deberían ser fundidas para erigir memoriales a las víctimas.

Entre las muchas apologías del linchamiento tienen especial importancia las de los políticos. Recuerdo que el momento en el cual comprendí la naturaleza política del actual presidente de la república; fue en 2001 cuando justificó los linchamientos de una turbamulta en la ciudad de México mientras él era jefe de gobierno. “Con las tradiciones del pueblo, con sus creencias, vale más no meterse”. Estas palabras encarnan una claudicación civilizatoria. Provienen de ese corazón de las tinieblas que perdura en nuestro seno. Como señala Kloppe-Santamaría en En la vorágine de la violencia (2023), lo cierto es que el precario, pero bravucón, Estado mexicano toleró y en muchos casos promovió el uso “de la violencia extralegal por parte de agentes estatales y no estatales. Las élites políticas revolucionarias no buscaron monopolizar la violencia, sino administrar, moldear y negociar su uso, aunque no siempre con éxito”. Ese estado produjo una singular cultura política que facilitó, y facilita todavía, la ocurrencia de los linchamientos. Majluf desmonta y exhibe las coartadas de los apologistas del linchamiento: la idea de que el “pueblo” es inobjetable, la justificación de la ausencia del Estado y su defensa como acto de “último recurso”; la pobreza como causa y excusa de la violencia tumultuaria y el argumento de que el linchamiento es una forma de autodefensa colectiva al estilo de Fuenteovejuna. Lo que subyace en realidad es una sociedad bárbara y punitivista a la que no le importa la justicia sino el castigo. No hay mayor despropósito que llamarle “justicia por propia mano” a los linchamientos. El homicidio tumultuario es, como entendía Hobbes, la negación misma de la justicia.

Sólo la muy reciente investigación, particularmente histórica, ha comenzado a desmentir los lugares comunes de los que se nutre la apología del linchamiento. Esa evidencia ha permitido que, por fin, la mirada se desplace de las víctimas y los perpetradores a los facilitadores y a la sociedad mexicana en su conjunto. El libro de Majluf será una valiosa y necesaria contribución a esa impostergable tarea de salud pública. De otra manera, jamás saldremos del corazón de las tinieblas.

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: March 31, 2024 at 7:42 am

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