Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio
Alejandro Badillo
Augusto Monterroso, para muchos, es autor de una sola obra: “El dinosaurio”. Esta minificción ha ocultado, para el gran público, buena parte de la escritura de un artista que jugó con la tradición literaria hispanoamericana y que experimentó con la forma en todos sus libros. Alejandro Lámbarry recupera, en la primera biografía que se publica sobre el autor guatemalteco, el trayecto que emprendió desde Centroamérica –la periferia– hasta el canon de la literatura hispanoamericana.
Una de las virtudes del libro de Lámbarry es entretejer diversas perspectivas sobre la obra de Augusto Monterroso. A través del trabajo de archivo –la correspondencia y documentos personales del autor resguardados en la Universidad de Princeton y la Universidad de Oviedo–, entrevistas a familiares, teoría literaria, fotografías y la reconstrucción del contexto social y político de gran parte del siglo XX, podemos leer un retrato que nos hace entender la importancia del autor guatemalteco, sus antecedentes y la influencia que ha dejado en la literatura en castellano. Una biografía, con independencia de marcos teóricos y datos, es una historia. Lámbarry, a través de un recorrido cronológico, logra entretejer el testimonio oral y la exploración literaria sin que se noten las costuras que, a veces, impiden el flujo natural de una narración.
Uno de los aportes interesantes y que sirven muy bien para crear tensión y profundidad en el ejercicio biográfico, es el vínculo de Augusto Monterroso con la historia de Centroamérica. A través de una reconstrucción breve que no se pierde en datos eruditos pero irrelevantes, el autor ofrece un mapa de esa zona del continente y lo relaciona con la búsqueda estética y personal de Monterroso. Centroamérica, en el siglo XX, fue escenario de dictaduras, invasiones, golpes de Estado y guerras civiles. Países olvidados para el resto del mundo, las naciones centroamericanas fueron cuna de algunos autores que narraron las complejidades de su historia: Rubén Darío, Miguel Ángel Asturias, entre otros, exploraron el pasado prehispánico, la etapa colonial y el presente que les tocó enfrentar marcado, por supuesto, por la intervención de Estados Unidos en el continente. Lámbarry inserta a Monterroso en ese contexto y descubre, para el lector poco especializado, el papel del autor en medio de la efervescencia política que marcó a su generación: habitante de una región que vivió de cerca la revolución cubana, la influencia de movimientos de izquierda como la Teología de la Liberación, entre otros, Monterroso parece un artista pasivo comparado con personajes cuyo activismo marcó su vida literaria como Julio Cortázar o Gabriel García Márquez. Combativo en su juventud ante las dictaduras y la corrupción de Honduras y Guatemala, Monterroso mantuvo un perfil casi silencioso durante su larguísima estancia en México. Sin embargo, como lo analiza Lámbarry, la arena de combate del autor en aquellos años fue la literatura. Escritor para escritores, como lo definen algunos estudiosos, hizo de la ironía, la parodia y la intertextualidad sus herramientas para innovar y, al mismo tiempo, burlarse de los convencionalismos importados de los países del primer mundo. Sin olvidar la herencia occidental que absorbió en sus años de adolescencia y juventud, Monterroso supo aprovechar la tradición para crear nuevas reglas y buscar nuevos lectores. De esta forma reclamaba, desde su posición marginal que con los años se fue acercando al centro, un lugar para la escritura hecha en la periferia adelantándose a muchos movimientos y propuestas que llegaron décadas después.
Un elemento destacable y que el lector agradece al terminar el libro, es la distancia que mantiene el biógrafo con su personaje. A menudo, en este tipo de ejercicios, hay una admiración del escritor con la vida que nos cuenta. Esta inercia aleja el texto del talante crítico que debe existir en cualquier biografía interesante. Monterroso, sin ser un escritor polémico, tuvo claroscuros personales –sus matrimonios, la relación con sus hijas, entre otros– que no son pasados por alto en el libro. También, Lámbarry revisa toda la obra del autor tomando nota de los elogios y las críticas positivas –sobre todo en su primera etapa– y de aquellos aspectos que limitaron la profundidad de su propuesta: un conocimiento libresco que, para algunos, se quedaba en el regodeo erudito entendible para unos cuantos. El biógrafo, en la misma tónica, problematiza el paso que dio al publicar en editoriales trasnacionales después de haber pertenecido al catálogo de editorial Era, una empresa pequeña pero prestigiosa. Asediado por contratos, editores y agentes, Monterroso tuvo que ceder y autorizar la publicación de textos que, quizás, en otros años, habrían permanecido guardados en un cajón. A pesar de eso –y esto se constata en el día a día que registra Lámbarry a través de la lectura de los apuntes y correspondencia– el autor guatemalteco nunca dejó de interrogarse las causas profundas de la literatura: ¿Por qué escribimos? ¿Cuáles son límites del lenguaje? ¿Cómo seguir innovando en un camino que, en apariencia, se iba estrechando?
Marcel Schwob –otro autor excéntrico– en el prefacio que escribió para Vidas imaginarias, afirma que el detalle en apariencia intrascendente es el que da vida a los personajes de los que se habla. “Las ideas de los grandes hombres son patrimonio común de la humanidad; lo único que cada uno de ellos poseyó realmente fueron sus rarezas”, dice. Lámbarry entendió muy bien esta sentencia para la hechura de su libro y nos ofrece, a la par del análisis de la obra literaria, los pequeños momentos que formaron la vida y los días de Augusto Monterroso: su casa en Coyoacán; el jardín en el que disfrutaba estar con Bárbara Jacobs, su última esposa; el refugio en Burger Boy –una cadena de restaurantes ya desaparecida– para poder leer, escribir y disfrutar de una soledad que fue perdiendo mientras crecía su fama. Estos detalles redondean y entretejen muy bien la primera biografía del escritor guatemalteco, publicada por Bonilla Artigas Editores, un material que descubre al autor detrás de la minificción más famosa en lengua castellana.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: November 18, 2019 at 10:30 pm