Blake en la Tate
Adriana Díaz Enciso
Disidentes 3. Un momento en cada día
Pese a las calamidades que se han ido cerniendo sobre la vida política del Reino Unido, la bruma convertida en nubarrón, en septiembre del año pasado se desató una corriente paralela de luminosidad y optimismo. En los meses que siguieron, acompañada en ocasiones por las acciones de Extinction Rebellion o las marchas anti-Brexit de que ya he hablado en este espacio, la atmósfera de celebración era lo suficientemente palpable como para rebasar los círculos de acostumbrados devotos y hacer eco en la prensa nacional. Me refiero a la exposición retrospectiva de William Blake en la galería Tate Britain, la más exhaustiva muestra de su obra realizada en veinte años.
Que la prensa nacional hable sobre las inauguraciones de la Tate no es nada extraño. Lo sorprendente era la exaltación con que se celebraba la presencia de Blake; la reiterada afirmación entre periodistas de lo más diversos —y, hay que admitirlo, los periodistas no suelen ser los cronistas más emotivos— de la pertinencia de Blake en nuestros tiempos; los exabruptos líricos de reporteros normalmente ecuánimes. Por momentos parecía que habitáramos una doble realidad, arrastrando por un lado la depresión por la llegada de La Bestia a Downing Street, la cada vez más oscura debacle de Brexit, luego las inminentes elecciones con su tufo apocalíptico, y despertando por el otro a una inequívoca sensación de unidad nacional… provocada por el recuerdo de un poeta y artista que veía ángeles en las copas de los árboles, muerto hace 193 años, ignorado en sus tiempos, que vivió y murió en la pobreza. Era sumamente estimulante.
Empezaron a multiplicarse presentaciones de libros sobre Blake, charlas sobre Blake, caminatas por el Londres de Blake, lecturas de sus poemas por la noche afuera del monstruoso edificio en Soho que ocupa el sitio donde estuvo la casa en que Blake nació. Una deliciosa locura colectiva. Empecé estas notas diciendo que esta corriente de luminosidad y optimismo surgió pese a las calamidades de la vida política, pero me corrijo: lo tenebroso de dichas calamidades volvió más vívido el contraste entre las mismas y lo que Blake aún tiene que decirnos, y más urgente la necesidad de escucharlo.
Ignoro si La Bestia —cuyo nombre he decidido no volver a decir jamás— y sus compinches se han dignado a visitar la exposición. Si lo han hecho, no habrán entendido nada, ni puede importarles lo que un espíritu fiero y libertario articuló para hablar con los siglos venideros a través de su arte y su poesía. Lo maravilloso es saber que quienes no lo entiendan pasarán por esas salas como fantasmas, sin lograr ensuciar nada, ignorados a su vez. Magia pura.
En cuanto a la feliz coincidencia, provocada por infelices causas, de las manifestaciones en las calles en estos meses, no me queda duda de que éstas han sido, en una medida imposible de cuantificar, más confiadas, más alegres y luminosas por sentirse la gente acompañadas por Blake de manera tan ostensible. En esas marchas y acciones callejeras la exposición era un tema recurrente de conversación, y la presencia de Blake multiplicada por todas partes una fuente de optimismo.
Lo anterior no es fácil de desentrañar. Nadie que esté atento a la crisis ambiental puede ignorar cuán arduo será enderezar el barco que se hunde (y que es nuestra tierra), ni la enormidad de los obstáculos en lo que hace a intereses comerciales y cabezas duras y viles como las de Trump o Bolsonaro. En cuanto a Brexit y La Bestia, ya desde antes de las elecciones se veía claro que la batalla estaba perdida. Entonces ¿optimismo por qué?
La respuesta es compleja y elusiva. Las circunstancias políticas en tiempos de Blake no eran precisamente alentadoras. Los niveles de pobreza y desigualdad eran enormes; los niños eran explotados y realizaban trabajos que resultaban en su muerte temprana, como lo retrata el poema “El deshollinador”; el temor de una invasión por las tropas napoleónicas se había convertido en paranoia, y Blake mismo fue acusado de sedición por un soldado borracho. Esto en el ámbito político y social. En el personal, Blake fue durante toda su vida, ante la mirada de la sociedad en que le tocó vivir, un perdedor. No era un santo ni un mártir, y la penuria, sumada al desprecio de su arte por sus contemporáneos, le provocaron no poco dolor y, en ocasiones, furia y amargura.
Pero no cejó. Con esto no quiero decir simplemente que no dejó de escribir poesía, de pintar ni de imprimir sus gloriosos, extravagantes poemas iluminados con el método de impresión inventado por él mismo, que luego iluminaba con la ayuda de su esposa Catherine, sino que no dejó de estar en contacto con las fuentes que volvían posible todo ese trabajo realizado a contracorriente. Dichas fuentes eran del todo intangibles y, por lo tanto, incorruptibles. Eran “las cosas del espíritu”, para usar sus palabras. Y para Blake, las cosas del espíritu eran las cosas del arte; el Genio Poético, el arte visto como trascendencia, como medio de atravesar la barrera entre el terreno de lo mundano y el reino del espíritu, y descubrir que tal barrera en realidad no existe. Blake sabía que Jerusalén, la ciudad sagrada, está siempre en la ciudad mundana, en las calles sucias que habitamos, en cualquier lugar; que toda oposición entre ambas formas de la realidad es entelequia, porque la belleza y la nobleza de la existencia dependen de nuestra capacidad y disposición de mirar. Esa es la sustancia de su arte y su poesía, que sabía lo habrían de sobrevivir y que hablarían para otros. Ese su triunfo. No hay Brexit ni Bestia que destruya eso, y ni siquiera crisis climática. Los humanos podemos ser borrados de la faz de la tierra en un instante; el planeta mismo va en algún momento inconcebiblemente lejano a desaparecer, pero el haber sido humano, este acaecimiento incomprensible, no está fijo en el tiempo ni el espacio.
Nuestra desaparición es tan cierta como nuestra existencia. El arte y la palabra son una de las formas en que afirmamos tanto el misterio como la realidad de esa existencia, oponiéndola a cuanto los denigra en el limitado ámbito de nuestro paso por el mundo. Son entonces una forma de solidaridad. Me viene a la mente Primo Levi. El Guernica. Los Desastres de la guerra de Goya. El poema “Ayotzinapa” de David Huerta. La lista es inagotable, e incluye por supuesto a William Blake. Estos autores, estos artistas, saben además que la fundamental solidaridad humana no se limita a la condena directa de la ignominia; la búsqueda de la belleza y de sentido, la determinación de mirar el mundo con renovado asombro, son armas igualmente poderosas. Y es por todo lo anterior que la exposición dedicada a un artista visionario muerto hace casi doscientos años en la Tate es un triunfo sobre la inmundicia de la coyuntura política —esa sí pasajera— en que nos encontramos.
La exposición de la Tate, curada por Martin Myrone, se anunció por toda la ciudad con las palabras “Rebelde, radical, revolucionario”, y el énfasis en la disposición de la obra y los textos que la acompañan, el boletín de prensa y el catálogo está puesto indiscutiblemente en estos atributos, presentando a Blake como inspiración para todo aquel “que aspira a los ideales de libertad personal, espiritual y creativa” y hablando de su “heroica historia” que ha “inspirado y vigorizado a generaciones: sus luchas personales en un periodo de terror y opresión políticos, su innovación técnica y su compromiso político, quizá nunca han sido más pertinentes.” Más claro ni el agua.
La imagen que nos recibe al entrar es Albion Rose, conocida también como Glad Day: grabada al aguafuerte e iluminada a mano sobre papel, es de modestas dimensiones. Su fuerza sin embargo es mayúscula: un hombre joven, desnudo y radiante sobre una roca (¿emergiendo, quizá, de una cueva?), con los brazos extendidos contra un estallido de color, es la personificación de la libertad física y terrena, pero impregnada también de libertad mental y espiritual. Provoca, de manera inequívoca, gozo, y el que sea esta imagen en particular la que nos da la bienvenida refuerza la percepción de que esta exposición es un llamado a la libertad.
Son más de 300 las imágenes que constituyen la exposición (concentrada en la obra pictórica de Blake más que en su poesía), y no tenemos por supuesto espacio para hablar de todas ellas. Podemos hablar sin embargo de la exaltación que provoca entrar en un espacio poblado por los frutos de la imaginación de un hombre para quien la imaginación era “la existencia humana misma”; frutos que hasta la fecha nadie ha podido “explicar” ni dilucidar del todo, que siguen vibrando con su promesa de infinitos significados. No que Blake sea hermético. Simplemente, para él la imaginación era irreductible a interpretaciones fijas, explicaciones racionales, a las limitaciones que Urizen, su dios caído de la razón, impone a la experiencia humana.
Su autorretrato en la primera sala (c. 1802-1803), hecho a grafito y aguada sobre papel, es la suma de esta convicción. Nos muestra a un hombre que se sostiene en el mundo por la pura intensidad de su mirada, fija en el espectador. Nos contiene, pero está viendo también más allá, hacia el universo inagotable abierto a nuestra percepción, conminándonos a ver “no con los ojos, sino a través ellos”. Es, en efecto, la mirada de un poeta y artista visionario, y la abundancia de imágenes que nos rodean en la exposición confirma que las visiones están a nuestro alcance.
El universo nacido de esa mirada es vasto: las hermosas ilustraciones de pasajes de la Biblia, animadas sin duda por la gracia, en las que Blake prefigura su nada ortodoxa concepción de Cristo como la imaginación humana; el arte en el corazón del hombre; una divinidad que es la nuestra, en la que no existe la idea siquiera del pecado, mucho menos del castigo y la expiación; las apariciones como venidas de mundos intermedios entre el nuestro y algún cielo (no es de sorprender que lo hayan rechazado los grandes señores de la Real Academia); las delicadas ilustraciones de sus libros iluminados, ricas en detalles, hechas de líneas gráciles, sutiles texturas y exuberancia de colorido. Está además la sala dedicada a los Cantos de Inocencia y de Experiencia, las impresiones dispuestas en vitrinas en zigzag al centro de la sala que nos permiten acercarnos y apreciar la casi incomprensible exquisitez de ese reino creado de imagen y palabra, poblado de seres diminutos flotando en el aire o encaramados en las ramas de los árboles que enmarcan el poema. El equilibrio de delicadeza y fuerza arrebata el aliento y abre la puerta al gozo en estado puro. No estamos en una galería, sino en un jardín. En los muros alrededor se despliega el drama de América, y ante la belleza de estas impresiones, que han sido analizadas con lupa durante dos siglos, entendemos que todo está contenido en la obra misma: Blake no necesita de nuestra interpretación. Están también sus imágenes alucinatorias, creaturas míticas, monstruosas algunas; su fascinante Fantasma de una pulga (¿qué crítico podría decir una sola palabra que explique ese cuadro?); la soberbia visión profética en cuadros como Elohim creando a Adán; la perfección de los grabados comerciales creados por encargo; las páginas de los largos poemas Milton y Jerusalén (en el primero, pese a su admiración por el poeta ciego, Blake corrige su “error moral”, recibe el espíritu del bardo que desciende hacia él en su jardín en Felpham, entrando por su pie, y da continuidad a su canto en completa libertad espiritual; en el segundo describe la batalla espiritual entera del hombre para despertar a un Albion dormido, que es la humanidad y ha de recobrar su herencia de éxtasis y libertad). Asomamos también a su proceso de impresión (dictado, decía Blake, por el espíritu de su fallecido hermano Robert), en que imagen y palabra eran grabadas sobre la misma placa de metal, lo que quiere decir que el poeta escribió invertidas estas páginas desaforadas e increíblemente complejas de visión profética. Entendemos entonces que realmente no habido ningún artista, antes o después de Blake, que haya dado forma concreta a un sueño semejante. Vemos expuesta una de las copias de Jerusalén, libro del que Blake no vendió una sola copia; sus alegorías en temple, oscuras no nada más por el deterioro del material con el paso del tiempo, de la naturaleza demoniaca del poder en las figuras de Nelson y Pitt; la fascinante imagen de Newton inclinado en lo que parece el fondo del mar, trazando con un compás sus limitada reglas del universo, la mirada transparente fija en una entelequia; la bellísima Piedad, ilustrando un pasaje de Macbeth, su elocuencia en el misterio mismo de la figura que se inclina desde su montura blanca, con un recién nacido entre las manos, sobre un cuerpo sufriente de mujer; la enorme Alegoría de la condición espiritual del hombre, compleja narrativa de la aventura humana desde la creación hasta la redención; la interpretación liberadora del Libro de Job; las acuarelas ilustrando la Divina Comedia en que estuvo trabajando hasta que llegó la muerte; las exquisitas entalladuras en madera de las Pastorales de Virgilio, que inspiraron a artistas que entendían el genio de Blake, como Samuel Palmer. Y al final de la exposición, la portentosa imagen que Blake creía era su obra técnicamente más lograda, El Anciano de Días, el hombre de barba blanca suspendido en el espacio que se inclina, como eco de Newton, con un compás en su fútil, malhadado intento de compartimentar el mundo y la existencia humana. Se trata de Urizen, la otra cara de la moneda, el lado oscuro del espejo del Albion Rose que nos recibió a la entrada.
Este estallido imaginativo, que busca romper los límites que impone a nuestra percepción nuestra mente encadenada (the mind-forged manacles), nos ha estado acompañando mientras las sombras se desatan en Westminster.
El 28 de noviembre de 2019 se celebró el cumpleaños número 262 de William Blake. El artista, como se informa en una de las últimas salas en la exposición de la Tate, siempre tuvo la ambición de ser comisionado para crear grandes murales. El sueño nunca se hizo realidad; nadie le confiaría a un artista ignorado y ridiculizado la tarea de crear arte público. Hace algunos años, cuando era la secretaria de la Blake Society, se me ocurrió que podríamos cumplir a medias ese sueño de Blake, proyectando algunas de sus imágenes en las calles de Londres, pero no contábamos con los recursos para llevar a cabo un proyecto tan costoso. Sin embargo, la Tate lo logró, y el 28 de noviembre, un jueves, inició la proyección por cuatro noches consecutivas de The Ancient of Days sobre la cúpula de la catedral de St Paul, que es escenario de “Jueves Santo” en los Cantos de Inocencia y Experiencia (apasionado cuestionamiento a una sociedad en la que multitud de niños viven en la pobreza), y cuya imagen aparece también en una de las placas de Jerusalén.
Es difícil describir el efecto de esa imagen magnificada cubriendo toda la cúpula, la barba blanca de Urizen ondeando en el aire helado, la viveza de los colores vibrando en la oscuridad, perfectamente visible aún desde el otro lado del río. Durante las noches en que se proyectó parecía que el espíritu de profecía a menudo invocado por Blake hubiera descendido en su ciudad. Estábamos, realmente, suspendidos entre la realidad mundana y la visionaria, ¡y cuánto le habría alegrado a Blake saberlo!
En los círculos blakeanos hubo, además del enorme entusiasmo, algunas risas nerviosas: ¿en qué estaba pensando la Iglesia anglicana, al proyectar en una cúpula la imagen de Satán? Como ya hemos visto, Urizen representa al dios convencional de la religión institucionalizada, y este “Anciano de Días”, uno de los nombres de ese dios en el Libro de Daniel no es, en la cosmogonía de Blake, otro que el adversario del Dios verdadero. Pero Blake consideraba esta estampa su imagen más lograda, y convertida en arte público de grandes dimensiones, como él lo deseaba, es sin duda portentosa.
El viernes 29 de noviembre por la tarde me dirigía hacia London Bridge. El tren se detuvo sin embargo en la estación de City Thameslink, a unos pasos de St Paul’s. Era un día radiante, temprano aún para la proyección. La catedral era sostenida simplemente por la luz del día, afilada y deslumbrante bajo un cielo muy azul, dibujando sombras de acentuada nitidez sobre la fachada blanca, como la impresión de un grabado. Aquí y allá resplandecían charcas de luz dorada arrancadas del reflejo de los vidrios en los edificios cercanos, estremeciéndose sobre los muros y el tronco de un árbol, y arriba volaban las palomas con alas que centelleaban también, como si hechas de plata. Era una de esas tardes que llenan el corazón de gozo, arrancándolo del lastre de las miserias cotidianas. “Estoy viendo el sol espiritual de Blake”, pensé; ese con que él afirma haber conversado desde la cima de Primrose Hill. Los autobuses tampoco llegaban a London Bridge. Supuse que habría alguna manifestación, y seguí caminando, en un estado de exaltación provocado por la belleza de la luz de noviembre en las calles de Londres, las calles de Blake.
Al poco rato me enteré del motivo por el que las calles alrededor de London Bridge estaban cerradas. Horas atrás Usman Khan, excarcelado tras haber cumplido una sentencia por delitos relacionados con el terrorismo, había apuñalado a cinco personas durante una asamblea de rehabilitación de delincuentes en Fishmongers’ Hall. Dos de sus víctimas murieron: Jack Merritt, de 25 años, y Saskia Jones, de 23. Merritt coordinaba el curso “Aprender juntos” para prisioneros; Jones era voluntaria. Ambos creían en la necesidad de mejorar las condiciones de vida de los prisioneros, y de crear las condiciones necesarias para una rehabilitación digna y su reintegración a la sociedad. Creían, pues, en un mundo mejor.
Cuando supe del ataque terrorista, ahora más o menos atrapada en el caos creado por la suspensión de trenes y desviación de autobuses, sentí miedo y tristeza. ¿En qué lugar de oscuridad insondable había estado encadenada la mente del atacante (aún no sabía su nombre), que no pudo ver la luz maravillosa del día, que atacó a sus semejantes bajo esa luz que los cobijaba a todos, que lo cobijaba a él? Y por un instante me cruzó la mente, con un escalofrío, el pensamiento de que no habría que andar proyectando en las cúpulas de las iglesias la imagen de Urizen.
Que es una forma de decir que, con William Blake, las cosas son siempre complicadas.
¿Y qué significa todo esto? Blake dice, en unos maravillosos versos de Milton: “Hay un Momento en cada Día/que no puede encontrar Satán/ni tampoco lo hallan sus Demonios Celadores; pero los industriosos encuentran/este Momento y lo multiplican, y cuando ha sido encontrado/renueva cada Momento del Día si se coloca bien”. Ese momento fue el fulgor que me envolvió al bajarme del tren en la estación de City Thameslink aquel viernes y ver la ciudad transfigurada por la luz; el momento que Usman Khan no pudo ver. Pienso que ese momento también es uno, largo y continuo, en el que Jack Merritt y Saskia Jones encauzaron su vida —su juventud— en la creación de un mundo mejor. Tras su muerte, La Bestia no perdió tiempo en intentar convertir la tragedia en agua para su molino, pero David Merritt, el padre de Jack, lo paró en seco, exigiéndole que se abstuviera de convertir la muerte de su hijo en capital político, y diciéndole a él y a la prensa amarillista que le hizo eco: “No utilicen la muerte de mi hijo, ni su foto y la de sus colegas, para promover su vil propaganda. Jack estaba en contra de todo lo que ustedes representan: odio, división, ignorancia.” Esas palabras de David Merritt, en su duelo indescriptible, son otro momento del día que Satán no puede encontrar, donde imperan la lucidez y la verdad.
Acá en el Reino Unido, la exposición de Blake en la Tate nos ha estado acompañando a través de todo esto. Sé que cuando se publiquen estas palabras la exposición ya habrá sido clausurada, y, pasadas las luces y fiestas de la navidad y de año nuevo que hacen lo que pueden por mantener a raya la oscuridad, parecerá que ahora sí nos hundimos en el invierno, real y metafórico. Pero escribo esto para dejar testimonio de que el espíritu rebelde, radical y revolucionario ha llegado durante estos meses mucho más lejos que los muros de la Tate Britain; que nos ha fortalecido e ilumina la noche.
Que no se diga que el arte y la poesía no sirven para nada. Son baluarte, y la brújula para encontrar ese momento en cada día.
Adriana Díaz-Enciso es poeta, narradora y traductora. Ha publicado las novelas La sed, Puente del cielo y Odio, los libros de relatos Cuentos de fantasmas y otras mentiras y Con tu corazón y otros cuentos, y seis libros de poesía (Pronunciación del deseo, Sombra abierta, Hacia la luz, Estaciones, Una rosa y Nieve, Agua). Es también autora de la novela aún inédita Ciudad doliente de Dios, inspirada en los Poemas Proféticos de William Blake.
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Posted: February 9, 2020 at 6:04 pm