20 días en Mariupol, de Mstyslav Chernov
Naief Yehya
“Las guerras no comienzan con explosiones sino con silencio”, dice en su narración en off el cineasta debutante y periodista de la agencia AP, Mstyslav Chernov, al inicio de su documental 20 días en Mariupol, una crónica desoladora de los primeros días del sitio de esa ciudad ucraniana. La crónica comienza el 24 de febrero de 2022, el día en que comenzó la invasión rusa de Ucrania, la cual en un desplante digno del newspeak orwelliano de 1984, Vladimir Putin bautizó como Operación militar especial. Chernov con el fotógrafo Evgeniy Maloletka y la productora Vasilisa Stepanenko ofrecen una visión de los hechos desde las calles, los hospitales y los barrios destruidos ante el avance de la línea del frente, en un momento en que no había presencia de la prensa internacional. Así sus imágenes pasan a ser de las pocas evidencias en contra de la propaganda rusa y son un poderoso testimonio de la crueldad y sadismo de esta campaña militar destinada a destruir toda esperanza, identidad nacional ucraniana y desafío a la hegemonía rusa. Esa perspectiva sirve para rehumanizar el conflicto, de ahí que el cineasta se esmere en obtener los nombres de la gente que entrevista. La lente de Chernov logra rescatar el horror entre la banalización, esterilidad y el nihilismo que se le imprime a las imágenes en los medios de difusión y en la cacofonía troglodita que domina las redes sociales. Aquí queda clara la importancia de esta ciudad portuaria e industrial para las ambiciones rusas y la enorme dificultad que representa protegerla de las ambiciones de su vecino. La ciudad cayó después de 86 días y se estima, muy conservadoramente, que murieron alrededor de 25,000 personas.
Más que mostrar escenas de combate lo que Chernov y su equipo registran son los ataques indiscriminados en contra de la población, los misiles y obuses que derriban casas, que perforan edificios y destruyen gradualmente todas las instalaciones esenciales para la vida en la ciudad dejando a la población sin infraestructura, por tanto sin agua, comida, medicinas, electricidad, gas y señal de internet (la gente carga sus celulares para usarlos como lámparas ya que no hay comunicación con el mundo). No es esta la cinta que de contexto a los eventos o explique las acciones de los políticos (Zelensky es apenas mencionado), este es un reportaje formal de los hechos en un período determinante. La guerra con que Putin pensaba “desnazificar y desarmar” a Ucrania ha logrado fortalecer el sentimiento antirruso que tiene buena parte de la población, engrandecido a la OTAN y ha cerrado por décadas la posibilidad de cualquier relajamiento de tensiones en la región. Lo que vemos es el estremecimiento, la agonía, la confusión y el sufrimiento en los ojos desorbitados y llorosos de los niños, la angustia de las ancianas, los bebés muertos envueltos en cobijas sucias, las mutilaciones y las manos reventadas. No están presentes las justificaciones seudo ideológicas ni los argumentos anti y proOTAN. No olvidemos que Putin precisamente argumentó que su objetivo era rescatar a la población rusa de Ucrania de la desrusificación y el genocidio. Con pudor, pero también con determinación se muestra el horror de la sangre y se denuncia la glamurización de la guerra, la cual: “Debe ser dolorosa al ser observada”. Los cineastas se quedan sin manera de transmitir sus imágenes y eventualmente quedan atrapados detrás de las líneas enemigas. Logran escapar en el auto de un policía y su familia, escondiendo sus cámaras y material filmado de los retenes rusos.
¿Quién en su sano juicio puede ver la tragedia de la devastación de la guerra y pensar que las familias de Mariupol se merecen su suerte por ser banderistas (admiradores del partisano pronazi Stepan Bandera) o filonazis? Sería curioso que los apologistas de esta masacre tuvieran explicar “que los ucranianos son nazis” a la madre que llora diciendo: “¿Qué hemos hecho para merecer esto?” Lejos de ser un documental dogmático o panfletario Chernov muestra que hay ucranianos que ven a la prensa como “prostitutas”, otros que creen en la propaganda rusa y asumen que es el propio ejército ucraniano el que los está bombardeando y sobre todo presenta lo que pasa cuando el orden social se desploma y la gente sale a saquear las tiendas, en buena medida por desesperación para obtener productos básicos, pero también para robar equipo electrónico, juguetes y cosméticos. Esas imágenes tienen un carácter casi apocalíptico. Un médico le dice a Chernov: “La guerra es como los rayos X ya que muestra el interior de la gente”.
Chernov pudo filmar las consecuencias del bombardeo ruso del hospital de maternidad que más tarde fueron tergiversadas por los propagandistas prorrusos y sus deplorables fake news, al declarar que las víctimas eran “actores de crisis” y que el hospital era como un set cinematográfico. La cinta tiene un enfoque particular en los verdaderos héroes de la guerra: los médicos, enfermeras y socorristas, aunque también es un homenaje al periodismo: “Filmen esto para que Putin vea los ojos de esta niña y las lágrimas de los médicos”, dice un cirujano refiriéndose a una niña de 4 años que acaba de morir en el quirófano. Chernov y su equipo se juegan la vida con la gente y no son testigos frívolos de la desgracia. También hay una poderosa reflexión en torno a la ética del periodismo, de lo que significa mostrar la cara de la muerte para denunciar a los responsables y a la vez preservar la dignidad de los caídos. Así, filmar a un bebé de 18 meses al que tratan inútilmente de resucitar, a un padre que llora desconsolado sobre su hijo muerto o a una niña que dice que no quiere morir tiene sentido porque no se trata de una explotación morbosa sino de un testimonio inocultable. Cuando vemos las guerras a la distancia no nos queda más que confiar en la prensa, si ellos nos traicionan al divulgar propaganda y “terrorismo informativo” no nos queda nada como comunidad humana.
La cinta de Chernov parte del material que filmó para noticieros, pero le dio una estructura de documental, con la edición de Michelle Mizner. Al material crudo le agregó la narración en off que por momentos roza al thriller, incluyó un par de reflexiones poéticas y una amenazante pista sonora de Jordan Dykstra. 20 Días en Mariupol tuvo su premier en Sundance y será distribuida por Frontline de la cadena PBS. Este es un brillante trabajo clásico documental, pero es más importante porque nos muestra lo que en realidad significa la brutal ilusión de una purga social, de una purificación ideológica, de una presunta desnazificación. La campaña militar putiniana es una expresión contemporánea de la inquisición, una actualización del pánico moral religioso en una era de cancelaciones, de autos de fe irredimibles e irrevocables. Sin duda es inquietante la abundancia de símbolos nazis entre los milicianos ucranianos y no debe ser ignorada. Pero así mismo no debe olvidarse que los medios occidentales han aprovechado la agresión rusa para actualizar la paranoia de la “amenaza roja” y el viejo odio a Rusia. No hay duda que esta guerra es el negocio soñado de los fabricantes, vendedores y traficantes de armas. La perspectiva de este documental es profundamente personal, es la visión de un ucraniano que siente la responsabilidad de contar la historia de esta guerra, de esta ciudad, de los que tratan de aliviar, cerrar las heridas, rescatar a los sobrevivientes, apagar los incendios y enterrar a los muertos. Una de las imágenes más devastadoras de la cinta es una larga fosa común que hace pensar en una trinchera en donde tiran a buena parte de los muertos que Chernov filmó. Las bolsas negras parecen adquirir ahí un significado adicional, el de cancelar a las víctimas, arrebatarles su nombre e identidad. Ahí radica la importancia de este filme, impedir el olvido y como dijo Jean Luc Godard: “A veces un fotograma puede salvar a la humanidad”.
Ha pasado un año y cuatro meses del inicio de una guerra (un conflicto que en su versión más moderna data en realidad de 2014, con la anexión rusa de Crimea y la invasión del Dombás) y no está ni siquiera remotamente cerca de terminar. Occidente insiste en defender a Ucrania “con el sacrificio hasta del último ucraniano”, mientras Putin se aferra a su fantasía expansionista a pesar de haber perdido decenas de miles de soldados y de las resquebrajaduras que mostró la reciente insurrección de los mercenarios de la milicia Wagner y su líder Yevgeny Prigozhin. Nadie está ahora dispuesto a sentarse a negociar. Ucrania ha perdido una parte considerable de su territorio y creen que con las armas modernas de Occidente podrán recuperarlo. Cualquier intento de detener la guerra es visto como cobardía y traición.
Ser “izquierdista putiniano” hoy es una expresión de resentimiento y odio comparable en buena medida con el franquismo y el pinochetismo. Quienes antes se manifestaban en contra de las guerras coloniales, expansionistas o de posicionamiento geográfico estadounidense y de Europa occidental pero hoy celebran los avances de los tanques rusos ponen en evidencia que nunca estuvieron del lado de los oprimidos ni de las víctimas de la brutalidad imperial, sino que simplemente esperaban bombas que reivindicaran sus frustraciones personales al aplastar a enemigos simbólicos. Hay también nostalgia por una Unión Soviética que nunca fue y temor de que al reconocer la barbarie del ejército ruso contemporáneo se estuviera negando el heroísmo y sacrificio del ejército rojo, del cual tampoco deberíamos olvidar sus excesos y catástrofes. Obviamente hay también un retorcido schadenfreude al ver sufrir al pueblo que quiso romper con la órbita rusa y acercarse al “sueño occidental”. Imaginar que el imperialismo expansionista putiniano tiene algo de socialista o que es una alternativa humana a la tragedia que ha provocado la “guerra contra el terror estadounidense” a lo largo de este siglo, va más allá de la ingenuidad más ramplona.
En un tiempo de colapso ideológico, bancarrota intelectual y cinismo depravado podríamos aventurar una definición muy sencilla de lo que quiere decir ser de izquierda: siempre estar del lado de la gente que se encuentre amenazada por las armas, la extorsión política o el terrorismo económico de los poderosos.
Naief Yehya es narrador, periodista y crítico cultural. Es autor, entre otros títulos, de Pornocultura, el espectro de la violencia sexualizada en los medios (Planeta, 2013) y de la colección de cuentos Rebanadas (DGP-Conaculta, 2012). Es columnista de Literal y de La Jornada Semanal. Twitter: @nyehya
©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.
Posted: July 9, 2023 at 5:44 pm