Claustros Novelescos
Anadeli Bencomo
Mónica Lavín,
Yo, la peor,
Grijalbo, México, 2009.
Esta novela de Mónica Lavín se enfrenta al reto de reconstruir ficcionalmente la vida de una de las mayores protagonistas de la literatura mexicana, Sor Juana Inés de la Cruz. Es, en este sentido, una empresa ambiciosa aunque, a mi juicio, lamentablemente fallida. Convertida rápidamente en un éxito de ventas dado el tema, la novela no satisface las expectativas de un lector medianamente exigente. Desde la portada, el texto se inscribe en la modalidad de la novela histórica, género que ha ofrecido una muestra copiosa e irregular en la última década de la narrativa mexicana.
Mónica Lavín es quizás mejor conocida en su faceta de cuentista (Nicolasa y los encajes, Ruby Tuesday no ha muerto, La isla blanca) que en la de novelista (La más faulera, Cambio de vías). Con Yo, la peor probablemente Lavín se proyectará más allá del panorama local al abordar a una fi – gura de incontrovertible fama transatlántica. Y es precisamente esta apuesta tácita a un público mayor la que la coloca en la tendencia creciente por el best seller redituable dentro de la actual lógica del mercado editorial. Hace ya un buen rato que se vienen discutiendo las coordenadas de la industria transnacional del libro, con su aparato consagrador de prestigios de última hora y su racionalidad mercadotécnica. A este respecto, libros como el de André Schiffrin, La edición sin editores. Las grandes corporaciones y la cultura, se han convertido en clásicos de este subgénero crítico. Uno de los argumentos de este ensayo es precisamente la desaparición paulatina dentro de las grandes firmas editoriales de la figura del editor acucioso, capaz no sólo de discernir la calidad sino de corregir, revisar y afinar los manuscritos sometidos a su juicio. En el caso de Yo, la peor se puede reconocer sin mayor difi cultad la ausencia de esta instancia mediadora del editor tradicional: el libro muestra fallas que denotan la premura. Para citar un ejemplo concreto puedo referirme a cierta inconsistencia en los nombres de los personajes que se encuentra en varios pasajes de la novela, como cuando Isabel es asaltada en su cuarto por Nicolás, nombrado como Jacinto en medio de la escena. A este descuido en el tratamiento de los nombres, se suman ciertos deslices de la prosa que luce por ratos escrita con cierta torpeza y apresuramiento: “Si al principio todos habían respirado el alivio de que teniendo hija ya hubiera hombre que cargara con ella, cuando le dejó a Isabel de María, a Lope e Ignacio para que se las viera como su madre, se las había visto antes del capitán Ruiz de Lozano, todos se quedaron perplejos” (277). Sin embargo, estos detalles no bastarían para deslucir el texto, si éste acertara en su objetivo central: retratar al personaje histórico de Sor Juana. Y es alrededor de este punto central donde el proyecto narrativo de Lavín pierde fuerza y contundencia, puesto que el personaje de la célebre monja se le escapa por vía doble a la escritora y a la voz narrativa. En el epílogo de su novela, Lavín afi rma que su deseo era meterse “detrás de los ojos de Juana Inés, en su piel, en sus oídos, escuchar su respiración, verla llevarse la cuchara a la boca…”(373) Para ello, optó por la mirada de ciertas mujeres ligadas a la vida de la monja. Esta perspectiva fracasa pues la mayoría de los personajes femeninos en quienes se delega el retrato de la protagonista, su maestra Refugio Salazar, su hermana Josefa, la virreina Leonor Carrero, la cortesana Bernarda Linares, terminan disputándole el terreno novelesco y transformándose en las verdaderas protagonistas de la historia. Como resultado, las peripecias de estos personajes “secundarios” terminan por hacer sucumbir la historia de Sor Juana insertando en su lugar un tono y un aliento folletinesco. Las intrigas románticas, cortesanas y religiosas quedan así convertidas en materia central de la trama, desdibujando al mismo tiempo y paradójicamente el retrato de la época colonial que reconstruye de manera magistral otra novela reciente sobre el virreinato mexicano, la satírica Ángeles del abismo (2004), de Enrique Serna.
Otra presencia esquiva dentro de Yo, la peor es la obra misma de Sor Juana, fuente primera de otros retratos que se han hecho de la décima musa y que habría servido para aproximarse de manera más convincente a la fi sonomía intelectual y anímica del personaje. Frente a estos desaciertos, hay momentos en los que la novela alcanza su mejor factura, como en el capítulo “Las mujeres de Belén”, donde el tono naturalista de la prosa logra capturar ciertos escenarios marginales y grotescos de la sociedad novohispana. A fin de cuentas, la sensación que quizás persista en algunos lectores de este libro de Lavín es la de encontrarse frente a una novela enclaustrada entre una fabulación que no logra trascender sus propios riesgos y los dictados de las modas narrativas de última hora.
Posted: April 20, 2012 at 6:25 pm