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Dantesca Terra

Dantesca Terra

Amalia Iglesias Serna

Varios días viendo avanzar la lava ladera abajo, desde Cumbre Vieja, arrasando a su paso todo lo que encuentra en el valle Aridane, en La Palma, antes de llegar al mar. Hierve Isla Bonita. Lo miramos en las pantallas, hipnotizados y sobrecogidos; los drones nos enseñan en directo la boca del infierno, imágenes dantescas que recuerdan el río de sangre hirviente en el séptimo círculo infernal de La Divina Comedia. Resulta casi imposible dejar de mirar ese fuego que se queda clavado en la retina, como esas ilusiones ópticas de imágenes que si las miras fijamente y luego cierras los ojos, las sigues viendo y luego los abres y miras a otro punto y las ves proyectadas, así ese fuego que explota en el aire, bulle y baja rodando como un dragón milenario de varias cabezas, sus lenguas poderosas derriten todo lo que tocan, en senderos que se bifurcan. Su fluir se queda arrastrando en el cerebro; imposible quitarse esa imagen de la cabeza. El volcán, con su furia desatada por varias bocas y fisuras, ríos incandescentes de inquietud. Todavía es el volcán sin nombre, como si nadie se atreviera a bautizarlo en plena ebullición. Miles de personas desalojadas de sus casas, muchas de esas casas ya inexistentes. Imagino a algunos todavía dando vueltas a la llave de su vivienda en el bolsillo, una llave muerta que ya no pertenece a puerta alguna. Imagino la angustia de tener quince minutos para recoger todas tus pertenencias y dejar atrás toda una vida; cuentan que, aturdidos, algunos dedicaban esos minutos a dar de comer a las gallinas o a barrer la ceniza de la entrada. Hace unos días soñé que yo era una de esas personas y tenía que recoger mis pertenencias antes de salir corriendo, pero mi cuerpo iba a cámara lenta, mis manos agarrotadas, incapaces de coger ni siquiera lo más esencial… Y todos esos días esperando que la lava llegase al mar; «podrían llover cristales» decían los expertos, pero al final el río incandescente se fundió con el agua sin lluvia ácida ni cristales y la isla se puso a crecer con las toneladas de lava, como si se estuviera estirando, creando un delta, que ya avanza varias hectáreas convirtiéndose en cabo, ¿en península?, ¿en otra isla?…

Cuando el fuego se apague quizás genere zonas de ‘malpaís’, que sí, con el tiempo se conviertan en un sosegado paisaje único o un paraíso digno de ser contemplado por los viajeros y turistas (estas maravillosas islas, las llamadas ‘Islas Afortunadas’ relacionadas con el paraíso clásico nacieron de otros volcanes. Pienso en el Teide, el Timanfaya o en la Caldera de Taburiente, pienso en Lanzarote y en el Valle del Silencio y en la casa mágica y paradisiaca de César Manrique dialogando con ese paisaje). Tal vez cuando pasen varias generaciones, en la lava se abran nuevos espacios de tierra fértil. La fertilidad es una de las razones por las que, en muchas zonas del mundo, después de haber sufrido las consecuencias de un volcán, los lugareños regresan a habitar sus laderas en cuanto se apaga. Hace unos años estuve en Nápoles; mis amables anfitriones del Instituto Cervantes me llevaron a contemplar el Vesubio apagado, casi anocheciendo, desde otro monte situado frente a él, que permite verlo en todo su esplendor. Desde allí se veían miles de luces que se iban encendiendo en las faldas del volcán que destruyó Pompeya y Herculano. Casi un millón de personas viven en las laderas de ese volcán, el más peligroso del mundo, dicen. Mi pregunta fue ¿por qué siguen viviendo allí si es tan peligroso? Es difícil saberlo. Me contaron que el Ayuntamiento de Nápoles ofrecía 30.000 euros (en 2005) a quienes abandonasen su casa en esa zona y se fueran a otro lugar. Pero la gente no se quiere marchar, entre otras cosas, dicen, por la fertilidad de los terrenos que rodean sus casas. Supongo que en la mayor parte de los casos debe ser también porque no tienen otro lugar a donde ir, porque ahí están sus raíces de muchas generaciones.

Lo primero que vi en aquel viaje al llegar a Nápoles fue la gran estatua de Dante que preside la plaza que lleva también su nombre, en el centro histórico de la ciudad. La destrucción de Pompeya y Herculano sucedió el año 79 d.C. Si no fuera porque las ruinas de estas ciudades arrasadas no se descubrieron hasta 1748, podría pensarse que Dante se inspiró en ese ‘dantesco’ episodio histórico para imaginar los nueve círculos del infierno de su Commedia (1307-1317). Releo estos días La Divina Comedia en una magnífica nueva traducción anotada de Juan Barja y Patxi Lanceros (Editorial Abada). En su portada, el embudo del infierno que Sandro Boticcelli dibujó para ilustrar esta obra, un embudo con sus nueve círculos, el último es el centro de la tierra donde se encuentra Lucifer. Un embudo que si le damos la vuelta resulta la imagen de un volcán.

Vi estos días también el increíble documental Dentro del volcán (2016), donde Werner Herzog explora la dimensión mágica que los habitantes cercanos les otorgan a los volcanes en muchos lugares del mundo (en Indonesia, Etiopía, Islandia, Corea del Norte…).  Lugares de espiritualidad en los que bullen volcanes en permanente ebullición vinculada con lo sagrado. En ese documental observamos que el paraíso y el infierno a veces están muy próximos. Como en La Divina Comedia y también en El Jardín de las Delicias de El Bosco, donde, por cierto, un drago canario preside la escena del paraíso (se dice que ese árbol desprende savia roja cuando se le hace una incisión); y en la tercera de sus tablas, en el infierno, el horizonte parece estar sembrado de volcanes en erupción.

Pero la imagen de la realidad supera a todas las ficciones. Ahora miramos el magma tan cercano, la colada que avanza imparable en La Palma, temblamos con la persistencia inquietante de los seísmos en enjambre de la zona. Escucho, acongojada, aunque esté a casi dos mil kilómetros, el rugido de la Tierra rota en Isla Bonita y no acabo de entender a quienes lo califican de ‘bello’ espectáculo. Me cuesta encontrar belleza ahora mismo en ese bramido amenazador, en la montaña que vomita fuego y nos enfrenta a nuestra vulnerable condición, nos muestra la fragilidad del suelo que pisamos. Resulta inquietante saber que vivimos en una bola gigante cuyo corazón tiene un latido de fuego.

Pienso también en esos muchos otros que nunca podrán volver a casa, que vagan errantes, en busca de un hogar de acogida, desplazados por catástrofes que dejaron miles de muertos a su paso y arrasaron con todo sin posibilidad de retorno. En la mayoría de esas catástrofes que siempre suceden a miles de kilómetros, nadie les ofrece dinero ni tienen un lugar al que ir. Comunidades enteras que parten hacia ningún lugar ni a parte alguna, cuando huir es el único camino, huir sin nada, con uno o varios niños de la mano, tomar un sendero sin meta ni punto de llegada. Miles de personas que huyen de las inundaciones, de las sequías, del fuego, de los terremotos o los huracanes. Una huida sin retorno, sin casa a la que volver ni tierra en la que pisar. Apiñados en bandadas de la desgracia, en tribus de la desolación y desheredados de la Tierra en busca de un refugio o una madriguera que a menudo es un campo de refugiados. Son los desplazados por desastres naturales, que, con frecuencia, no son tan «naturales», sino en su mayor parte  provocados por la avaricia de unos pocos: edificaciones en cauces, sobreexplotación de recursos, contaminación, talas incontroladas, por agujerear sin control, por la emisión de gases, …la avaricia y la sinrazón. Llevamos siglos exprimiendo a nuestro planeta para arrancarle materias primas de sus entrañas, hasta dejar a la Tierra sin entrañas; por mucho que los científicos digan «ya basta, ya no se debe quitar más o la tierra se secara como una pasa gigante…». Lo que llamamos catástrofes naturales cada vez parecen menos naturales. Esas inundaciones, incendios, terremotos, olas de calor, volcanes, tsunamis, huracanes… son cada día más la cara visible del calentamiento global y el cambio climático. Y una de las más terribles consecuencias es lo que se conoce como «refugiados climáticos» o «desplazados ambientales», que ni siquiera están reconocidos como tal en el Estatuto de los Refugiados de 1951 vigente. Las leyes, como siempre, van muy por detrás de la realidad. Según la ONU el número de desplazados se ha duplicado en los diez últimos años.  En 2019 se produjeron 33 millones de desplazados, de los que 24,9 millones lo fueron por desastres naturales. Por eso podría parecer frívolo centrar todas las miradas en un volcán, que ni siquiera ha causado víctimas mortales, sin mencionar a esos millones de personas víctimas de tantos desastres dantescos en los últimos años. Según la ONU, los efectos del cambio climático ya están aquí y desde el año 2000 este tipo de catástrofes aumentaron en un 80 %, con más de 1,23 millones de personas fallecidas, y eso sin contar pandemias y epidemias. Y, según sus perspectivas, el calentamiento global podría llegar a afectar a un tercio de la población mundial. El Banco Mundial calcula que serán 140 millones de personas desplazadas por razones climáticas en 2050. Esas víctimas tienen un rostro humano, que para mí se concentra en una imagen: la de aquella niña que no pudo huir, Omayra Sánchez, atrapada aquel 2 de septiembre de 1984, tras la erupción del volcán Nevado del Ruiz en Colombia. Su rostro sigue siendo el símbolo dantesco, de todas esas personas atrapadas por los desastres naturales.

 

Amalia Iglesias Serna es una filóloga, poeta y periodista cultural española. Ha publicado más de 10 libros de poemas y dos en coautoría. Entre algunos de sus reconocimientos está el Premio Francisco Quevedo de Poesía 2006, la Medalla de Oro Don Luis de Góngora de la Real Academia de Poesía de Córdoba (España) 2004, el Premio Villa de Madrid Francisco de Quevedo 2006 y el Premio Ciudad de Salamanca de Poesía 2016 por La sed del río entre muchos otros.

 

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Posted: November 8, 2021 at 9:41 pm

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