Discurso de Mérida
Eugenio Montejo
I
Un sentimiento de gratitud y de honor me trae esta noche a este ilustre recinto. De honda gratitud para con las autoridades y miembros del Consejo Universitario de la Universidad de los Andes, así como para los profesores Víctor Bravo y Grégory Zambrano, para todos en fin los que hoy afilian mi nombre al de los devotos hijos de esta casa de estudios. De gratitud también para con Adolfo Castañón, admirable poeta y polígrafo mexicano, cuyas generosas palabras fraternalmente me acompañan. Y así mismo de un honor que me conmueve por la significación que para mí y para mis familiares representa este acto. Diré además que si esta noche me siento hijo de esta Universidad es porque al mismo tiempo, gracias a tan calificada distinción, puedo reconocerme también un hijo de la venerada ciudad de Mérida. Y al considerarme uno más de sus hijos bien puedo ahora, encontrándome en medio de su entrañable paisaje, sin duda con el recuerdo de las muchas veces que en el curso de mis años he podido visitar esta tierra, repetirle a nuestra querida ciudad las hermosas palabras del Cid: “Créceme el corazón / porque estades delante”.
Al hablar aquí esta noche no podría invocar por mi parte mérito alguno, salvo tal vez el que, desde mi edad temprana, más por íntima inclinación que por razonamiento fundado, me ha acercado al cuidado fervoroso de la palabra, guiándome desde el inicial deslumbramiento del alfabeto a la devoción de toda una vida destinada a servir la poesía, en la que he aprendido a ver el ápice del lenguaje humano. Una vida destinada a servir la poesía no sólo como un menester de verbal ornato y refinamientos expresivos, que también son de atender, sino como indagación de cuanto la palabra poética puede hacer para elevar a los hombres en nuestra común existencia. Recordemos que Ulises, al ser arrojado por el mar a las tierras de los feacios, una vez que allí despierta y se repone, va a preguntarse si la tierra a la cual ha llegado es de gente de palabras, de gente que tenga el lenguaje como centro de su espiritual convivencia. Poco después tendrá ocasión de escuchar la voz arrulladora de Nausicaa. Pero la primera pregunta que se hace Ulises es por el lenguaje, por el dominio de la palabra que nos singulariza en tanto que hombres. Digamos que en todas las épocas, y más aún en tiempos de crisis, la pregunta por el lugar que ocupa la palabra vuelve a plantearse en primerísimo lugar. Si la palabra no está en su puesto, afirmó en su momento Confucio, y con él muchos otros pensadores antiguos y modernos, prevalecerá el desorden y la creciente caoticidad en el diario trato de los hombres.
La poesía desde siempre ha presupuesto ese orden y se ha nutrido de él. Por eso el poeta ruso Joseph Brodsky —que bien sabía por propia experiencia a qué se refería— escribió alguna vez: “Es más difícil dominar a un pueblo que lee poesía, que a uno que no lea”. Sin duda en su recuerdo más cercano gravitaban los nombres de Ana Ajmátova, Boris Pasternak, Marina Svietáieva y Ossip Maldestam, esas cuatro voces superiores que resguardaron, con riesgo de sus vidas y muerte de dos de ellos, el alma de la poesía rusa durante los crueles años del estalinismo en el pasado siglo.
II
Estoy hablando, sin embargo, en Mérida, y al aproximarme al tema de la poesía en esta ciudad, me ha atraído el propósito de indagar la relación que su intelectual más esclarecido mantuvo con la palabra poética, vale decir, lo que en el curso de su fecunda vida literaria nos dejó Mariano Picón Salas de su comprensión, análisis crítico y lectura constante de la poesía.
Y al revisarla he constatado de nuevo que en la obra de Picón Salas los diversos ensayos sobre poetas extranjeros y nacionales se juntan con el análisis de periodos y movimientos y todo ello con la práctica de una escritura que a menudo se apoya en recursos líricos, tal como él mismo comenta con respecto a alguno de sus libros, sin que falte, además, la ocasión en que haya asumido directamente el intento de la escritura poética. No se encuentra solo Don Mariano en tan estrecha relación de poesía e indagación literaria, pues otros maestros contemporáneos de la significación de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, para no hablar de Octavio Paz, orientaron sus tentativas literarias gracias a la brújula de la poesía.
Antes de acercarnos a la función cumplida por Picón Salas en sus análisis de obras poéticas, cabe recordar el desempeño que en opinión del poeta W. H. Auden debemos esperar de los críticos, una tarea que según él se traduce en una serie de servicios, entre los cuales destaca, además de “presentar una lectura que ahonde la comprensión de la obra” la muy importante de “arrojar luz sobre la relación del arte con la vida, la ciencia, la economía, la ética, la religión”, etc. Creo que el desvelo de nuestro autor satisfizo las distintas tareas enumeradas por Auden, y en especial ésta de poner en relación el arte y la vida a la hora de valorar cualquier fenómeno estético.
En sus páginas sobre poetas, sobresalen sagaces estudios como los que versan sobre José Martí, Leopoldo Lugones o la obra inicial de Pablo Neruda, en los cuales la perspicacia analítica del escritor merideño va unida a una singularidad de visión poco frecuente entre los críticos. De Lugones afirma que “más que un poeta lírico, fue siempre un poeta épico, extraviado en un tiempo de decadencia de las epopeyas”. Un modo de dilucidar la marcada deriva del poeta, que de miembro de un movimiento de renovación se congela más tarde en una figura patricia, donde el rasgo moral tiende a sustituir los preliminares hallazgos verbales. “Parece querer a veces —observa Picón Salas— que la poesía cumpliera en su patria el cometido moralizador que tuvo en el siglo de Augusto”. Una acertada observación de quien, al ahondar en la figura del poeta sureño, comprueba que “el genio verbal del argentino contenía, a la vez, la revolución y la contrarrevolución, lo modernista y lo antimodernista”.
Su ensayo sobre José Martí, al tiempo que manifi esta una admiración cabal de la vida y la obra del cubano, lo lleva a subrayar el que a sus ojos constituye el más determinante de sus rasgos. Al respecto afirma: “no es sólo el arte literario ni la coherencia de una ideología, sino la religiosidad –como en los grandes místicos– lo que nos acerca a la raíz de su mensaje”. Se aprecia en sus estudios sobre las obras y las vidas de los poetas una manera peculiar con que personaliza su apreciación, la cual resulta a menudo inédita y reveladora.
Sobre el primer Neruda su estudio añadirá al entendimiento crítico el mérito testimonial de quien había conocido al poeta desde que éste era un joven estudiante en el Instituto Pedagógico de Santiago. Se trata de un ensayo sobre la obra cumplida por el chileno hasta 1935, es decir, cuando el poeta se encuentra en el mezzo camin y aún no eran manifiestos del todo los rasgos que se adueñarán de su palabra con un compromiso militante en la política, aunque no siempre sin descuido del compromiso con la forma. “Neruda –afirma entonces Picón Salas– nos conduce al encantamiento y la embriaguez dionisíaca, a ese mundo que ya no piensa ni limita porque se sumerge en el torrente de la vida creadora. Neruda es el canto puro”.
Una pieza central de sus reflexiones sobre poesía es sin duda el examen que desarrolla nuestro autor acerca de la lírica venezolana durante el lapso comprendido entre 1880 y 1940. El sagaz estudioso literario se alía en esas páginas con el historiador de la cultura y el sociólogo angustiado por las realidades venezolanas. Su ensayo pasa revista a cuatro décadas de creación que van del romanticismo a los poetas del grupo Viernes, es decir desde Pérez Bonalde hasta los jóvenes poetas del momento, como Vicente Gerbasi y Otto De Sola.
Vivimos en una edad de radical instrumentalización y mercantilización del saber y de la inteligencia, y una obra ondulante pero inconmovible como la de Eugenio Montejo es una buena medicina para bajarnos las fiebres de la movilización total, porque apunta a la conservación y mantenimiento de eso que no se puede mover ni movilizar que es la reserva de inocencia y de sentido común, la sensata razón humana que sale en busca de su bebida y alimento no a las plazas donde corean las multitudes sino a los claros del bosque donde el zumbido de la sangre se confunden con el estridular de las luciérnagas y su música. Dice el poeta:
De Pérez Bonalde dirá que “sabe dominar lo que casi ningún poeta había dominado hasta él en Venezuela: los colores sordos, cierta música discreta y asordinada”. Reconoce que en nuestra historia literaria “la poesía siempre marchó como a la zaga de la prosa”, un fenómeno comprensible si se toma en cuenta que “el alma del venezolano estaba cargada de tensiones y pasiones políticas; porque había mucho que narrar y mucho que imprecar, hemos sido un pueblo más de prosadores que de poetas”. Ve así mismo en la precariedad literaria de las primeras décadas del pasado siglo el efecto de la decadencia de los estudios humanísticos durante la dictadura gomecista.
Acaso por ello, al referirse a las dos dictaduras que coparon las primeras décadas del siglo XX, y en especial al país petrificado bajo la sombra de Gómez, Picón Salas escriba en 1940, pensando en nuestros hombres de letras: “Cómo se encuentran con el país; cómo lo sienten; cómo se defienden; cómo marcan su presencia en el alma colectiva, es este el problema más serio de los escritores y artistas venezolanos en los seis últimos lustros”. Estas y otras inquietudes de inteligencia apasionada recorren el examen de Picón Salas sobre nuestra poesía, al punto de llevarnos a lamentar que en el corpus de su obra los ensayos sobre libros y creadores de poesía ocupen un espacio menor que el dispensado por el autor a las meditaciones históricas, a la pasión del memoriante o al analista de las culturas.
III
Pero no sólo en los estudios sobre poetas y movimientos cumple nuestro autor su vivaz aproximación al fenómeno lírico. Hay que decir que buena parte de los hallazgos de su estilo arraigan en sus frecuentes lecturas de poesía, una práctica asidua en su vida desde su adolescencia merideña. Los rasgos de su prosa fueron reconocidos en su hora por Ángel Rosenblat, que ponderó la excelencia de su escritura como fruto de una oposición entre una fluyente vena poética y la tendencia al enunciado conjetural o dubitativo. Por su parte, Guillermo Sucre ha observado que “ni el refi namiento estilístico ni el atildado casticismo forman parte de su estilo (…) La agilidad para moverse en todos los niveles de la lengua; la ironía y la duda interrogativa con que atenuaba toda grandilocuencia; el improntu vivísimo y la metáfora que ilumina toda una situación o un espacio: eso sí distinguió su prosa. (…) Se siente que el aire y la luz pasan por sus palabras”. Pues bien, que el aire y la luz atraviesen la palabra, ya es claramente un asunto de poesía, un arte de magia verbal que faculta a quien lo posee para que las ideas y los sentimientos pasen de la orilla del habla diaria a la orilla de la memoria y en ésta se conserven, que es el deseado fin de toda escritura. Picón Salas es conciente de esa íntima relación que con la poesía guarda su estilo, como se comprueba, entre otras ocasiones, por la calificación que hace de uno de sus libros enviados a Alfonso Reyes en 1934: “A Río de Janeiro le envié un librito mío, entre lo poético y lo narrativo: Registro de huéspedes”.
Y ya que mencionamos una compenetración estilística con la escritura poética hemos de desechar cualquier rasgo melifluo que se asocie con el término, como si se tratase de un propósito capaz de añadir a la frase vaguedades y falsos atavíos retóricos. Tal ha sido quizá la peor herencia dejada por cierto falso romanticismo criollo, que propaló la imagen de un escritor mal formado y sin referencias válidas, limitado a la impericia de un idioma adúltero, casi siempre al servicio de un caudillo más o menos ágrafo. Nada más lejos de la precisión del estilo de un poeta, ya se trate del irlandés W. B. Yeats, del español Antonio Machado, del argentino Jorge Luís Borges o del venezolano José Antonio Ramos Sucre. Por eso, al referirse a nuestro escritor, subrayó Ángel Rosenblat: “Era enemigo de todo énfasis, de toda ampulosidad o grandilocuencia, de todo lo cursi”.
En cualquiera de sus páginas está presente la impronta del prosista experto, cuyo dominio estilístico guarda correspondencia con el laconismo y la precisión que a la poesía resultan indispensables. Hay, sin embargo, un momento especial en que la palabra de Picón Salas adquiere una vibración más intensa, como si nos indicara que proviene del centro de su íntima verdad. Un momento en que claramente percibimos que la dirección de la voz va de dentro hacia fuera, más implicada con los sentimientos que con el intelecto. Me refiero a esos privilegiados instantes en que nuestro autor se refiere a la ciudad que amó a lo largo de su vida por encima de todas las demás que conociera. Así pues, si hay poesía en la escritura de Picón Salas, debemos reconocer que se trata sobre todo de la poesía de un merideño, de un hombre deslumbrado por la luz y el paisaje de su ciudad nativa. La ciudad no lo seguirá por el mundo, como reza un famoso verso del griego Constantino Cavafis, no será necesario, pues la llevará tatuada en los ojos y por lo tanto podrá describirla y reconocerse en ella, como en efecto pudo hacerlo en tantos escritos memorables.
Recordemos que la figura de Ulises será uno de sus emblemas reiterados, que él mismo se definirá como un Odiseo sin reposo. En Viaje al amanecer, el hermoso libro en el cual se entretejen la voz del narrador lírico con la del memoriante, evoca las clases de francés de Monsieur Machy, que se valía de un libro sobre Telémaco de Fenelon para introducirlo a tan tierna edad en la creación homérica. Gracias al influjo del texto francés se siente, como el célebre laertíada, conmovido por el reclamo de Calipso, la diosa prendada del ingenioso mortal. De este modo, poco a poco Mérida va a convertirse para él desde muy temprano en la concreción de su idolatrada Ítaca, la patria tierra de su añoranza viajera.
IV
Hemos visto que el estudioso de la cultura y de la poesía venezolana, el crítico avisado de algunos poetas eminentes, es también el prosista formado en la precisión de la lectura poética, el que guarda sus mejores palabras al momento de reconocerse como un agradecido hijo de su ciudad nativa. Debemos señalar en estas consideraciones un elemento aun más implicante en su relación con el menester lírico. Nuestro autor es también el que, a solas, tal vez para sí mismo, compone algunos poemas, como lo revelan sus Tres sonetos del desengaño, composiciones inspiradas en el paisaje espiritual de la España del siglo XVII.
Quien se haya adentrado en la escritura del soneto, en la entonación y diseño de su verbal geometría, sabe que su dominio no cede antes de un aprendizaje minucioso cumplido a veces durante años. Me inclino a creer que la composición de estos Sonetos del desengaño revela una pericia verbal que no pudo domeñarse sin un largo ejercicio, lo que nos lleva a suponer por parte suya una práctica más o menos frecuente de la escritura poética.
De los tres poemas, cuya lectura debo a Simón Alberto Consalvi, biógrafo de nuestro autor, voy a permitirme leer el tercero, en el que la máscara del desengañado caballero español del siglo XVII sirve a nuestro autor para acompañar, ya en sus últimos años, algún íntimo e indeterminado desengaño:
III
Señora Muerte, ya a su cita acudo.
Caballero formal, pago promesa
y lanzo con alegre ligereza
en la apuesta final, mi último escudo.
¿Por qué, si convidado de su mesa
me ofrece Su Merced trato tan rudo,
un pan de piedra en la vecina huesa;
para el largo dormir, lecho desnudo?
Lánguida hiedra o ácida retama,
aquí la nada empieza y voy con ella,
roto muñón o desgarrada rama.
Hundo en arena la cansada huella;
ingrávido en la lengua de la llama
volar quisiera a la lejana estrella.
V
Los estudios de Mariano Picón Salas sobre poesía, la atención privilegiada que a lo largo de su obra por ella manifiesta, resultan a la vez centrales y poco valorados en el conjunto de su obra. No arraigan en una noción indeterminada de vagos aciertos vinculados a los efectos verbales; nuestro autor se muestra percatado de la fuerza necesaria de la poesía y de su centralidad en todas las culturas conocidas, de su poder en el punto más ardiente del Logos. En tal sentido, creo que la poesía no se encuentra muy distante de sus angustiosas consideraciones sobre nuestra historia y nuestra memoria social. Al contrario, éstas identifican en la palabra poética su fuerza raigal. Así lo deja explícito en varias de sus páginas, como en su Mensaje a los merideños con motivo del IV Centenario de la ciudad, donde subraya con cierto orgullo que “Fue característico de Mérida preferir siempre el jurista al caudillo”, y al mismo tiempo recomienda a sus coterráneos, en otro párrafo de ese mismo escrito: “que comprendan que también la poesía y la belleza son intrínsecas necesidades humanas”.
He querido asociar la celebración de este acto que tanto me honra a la atención que nuestro eminente humanista dispensó a lo largo de su vida a la poesía, pues al fin y al cabo ha sido la poesía la que me ha traído ante ustedes. Al reiterar, en mi nombre y el de mi familia mi más honda gratitud, deseo concluir con las memoriosas palabras con que finaliza el libro Viaje al amanecer, que vienen a ser un afectuoso mandato al que en esta noche le hemos dado cumplimiento: “Otro muchachos —como lo impone la cambiante civilización— escucharán otros cuentos y tratarán otros personajes; no conocerán el miedo al Diablo, a la próxima visita del cometa Halley, a las señales del fin del mundo, pero siempre habrán de gozar —¿por qué no?— con las mariposas, los pájaros y la luz de Mérida. Para entonces ya yo estaré muerto y me gustaría que me recordasen”.
– 20 de septiembre de 2007.
Posted: April 11, 2012 at 7:07 pm