Essay
Alí Chumacero a lápiz
COLUMN/COLUMNA

Alí Chumacero a lápiz

Adolfo Castañón

El nombre de Alí Chumacero tiene y tuvo para mí un resplandor legendario, como cifra salida de las 1001 noches.

Empecé a ver su apellido y nombre firmando reseñas en suplementos literarios. Casi al mismo tiempo, lo descubrí como devoto de San Prólogo y responsable de ediciones de la Imprenta Universitaria y del Fondo de Cultura Económica. Esa guía me llevó a saber que había iniciado su vocación de editor, poeta y escritor en la compañía fraternal y amistosa de José Luis Martínez, Jorge González Durán y Leopoldo Zea, con quienes fundó la revista Tierra Nueva en 1940. En el número uno de esta revista publicó sus primeros versos: “Poema de amorosa raíz”, a cuyo texto sintomáticamente (Alí era un lector pionero de lecturas psicoanalíticas, de Jung para mayor precisión) no le corrigió una sola coma a lo largo del tiempo. Ese inicio contundente lo llevaría a seguir participando en las redacciones de revistas como Letras de México, El Hijo Pródigo, Estaciones, el suplemento de “México en la Cultura” y a convivir con otros autores amigos como Xavier Villaurrutia, su casi tutor y maestro, Octavio G. Barreda, Octavio Paz, Andrés Henestrosa, Elías Nandino, José Emilio Pacheco… Una cautela: Alí vivía la literatura y la poesía no como un deber sino como un descanso y una diversión. Su pasión por las letras, en cuya cruz tipográfica supo clavarse jovialmente, no le quitó nunca el buen gusto ni el buen humor, a veces la estentórea carcajada. Ese sentido amistoso haría de él no sólo un conocedor experimentado de eso que se juega en la poesía y entre las líneas de lo escrito, sino también un crítico riguroso que fue poniéndole agua a su vino para no incordiar excesivamente a los contertulios con la alta graduación de su crianza. También lo haría un editor al cual Juan Rulfo y Alfonso Reyes le confiaron en vida sus manuscritos, y uno de los pocos a los que Octavio Paz le hacía caso a la hora de poner en cintura sus propios versos. No por nada éste le pediría a Arnaldo Orfila que Chumacero participara como fiel de la balanza en Poesía en movimiento.

No tardé mucho en toparme con el mármol pulido y limpio de sus poemas —el “Monólogo del viudo”, para citar otro ejemplo—, algunos de cuyos versos se instalaron en mi memoria como esas golondrinas que llegan a anidar bajo el techo sin pedir permiso.

Cuando entreví de lejos a ese señor alto y elegante, imponente, de radiante cabellera blanca, lentes, pude darle cuerpo a esa figura que ya se había alojado en mí como una reminiscencia, cifra recordada del hombre hecho letras medidas, del poeta y del escritor que, a mis ojos, venía de otro mundo. Alí era tanto hombre que rayaba en idea: no sólo venía de esa exótica latitud nayarita donde sentaba sus irreales reales “Acaponeta”, sino de un reino para otros perdido, que él actualizaba y donde se fundían la vida risueña y la vida dolorosa; la vida contemplativa y la vida activa, la meditación, la conversación, la poesía, la bohemia, las canciones, las bibliotecas —su biblioteca que fue alimentando amorosamente con libros y papeles durante años—, las artes plásticas, la amistad con los pintores y con su leal y verdadera musa y mujer Lourdes, que lo acompañó décadas, los toros, la política mordaz, mordida y escupida, los refugiados españoles, la editorial como forma de vida, la Biblia y las cantinas, las mujeres. Todo esto sólo podía suscitar mi timidez y pudor. Ahí, a la sombra de ese árbol llamado Fondo de Cultura Económica, en la enramada tejida por sus amigos y mis maestros —José Luis Martínez, Jaime García Terrés, el señor José C. Vázquez, el tipógrafo que acompañó a Daniel Cosío Villegas en la fundación del Trimestre Económico y luego del Fondo— fui creciendo sin casi darme cuenta.

Sólo vi una vez fuera de sí al legendario Alí Chumacero. Se acababa de publicar el libro de Mariano Silva y Aceves Un reino lejano compilado por el entonces joven Serge I. Zaïtzeff (1987): Chumacero atravesó la sala donde estábamos, dando airadas voces pues algún pliego había quedado fuera de lugar desgraciando aquella cuidada edición recién nacida. El entuerto se corrigió algunas semanas después, pero en mi memoria quedó esa imagen del hombre que salta de su lugar cuando le pasa algo a uno de sus hijos.

A pesar de la diferencia de edades, fuimos compañeros de trabajo y, durante algunos años, vecinos de escritorio. Compartíamos un pequeño cubículo, el llamado Palomar. Para llegar a él había que atravesar un pasillo con paredes de cedro; tras las paredes había  cubículos que parecían jaulas o tiros de mina de donde iban saliendo las voces o los rostros del mencionado señor Vázquez, don Lauro Zavala, Wenceslao Roces, o de los compañeros trabajadores como Miguel Camacho o el inolvidable Cándido— en el anexo del antiguo edificio del Fondo de Cultura Económica donde él se divertía revisando o escribiendo solapas impecables (alguna vez rescaté una página escrita por Alí con anónima intención sobre Letras de América publicada en El Hijo Pródigo para injertarla como solapa firmada en la reedición del libro de Enrique Díez-Canedo: sólo aceptó a condición de que se estampara sin su nombre). Era la época en que otro amigo y discípulo suyo, Felipe Garrido, se desempeñaba como Gerente de Producción de la editorial. Amigo de juventud de mis maestros y luego directores José Luis Martínez y Jaime García Terrés, Alí seguía siendo el niño terrible que sabía con pícara gallardía y buen humor poner el dedo en la llaga; sabía también que la belleza es lo esencial, que la conversación, la pausa, la tregua y el buen humor —la gaya ciencia— eran una como religión secreta y no tan secreta que le permitía, en primer lugar, ser un árbitro de la elegancia, un hombre de buen gusto, un hombre bueno y simpático sin dejar de ser un profesional de la exactitud. Tuvo en esta materia buenos maestros: Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta y Gilberto Owen, cuya amistad, memoria y letras cuidó en vida y después de muertos, con un pulso sereno, un temple aéreo y una apasionada devoción por la belleza perdurable y la obra bien hecha, ya fuesen esos poemas escrupulosamente labrados como lápidas funerarias que reúnen Imágenes desterradas o Páramo de sueños; o esa suma de Momentos críticos que condescendientemente permitió que Miguel Ángel Flores le recopilara para el Fondo de Cultura Económica en 1986, obra que inicia con su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, titulado Acerca del poeta y su mundo. Desde luego, no podía pasar inadvertido de la juventud, de los jóvenes poetas y escritores que lo buscaban. Convivió con muchos. Uno de ellos, el primero, su amigo y discípulo: Vicente Quirarte. Se fue inventando un personaje paralelo, una figura imprescindible en la ciudad literaria y en nuestra Academia: la de un tábano, la de un arcipreste laico y mordaz, la de un poeta más interesado en los libros de otros que en los propios, un coleccionista de manuscritos y rarezas literarias, y un amateur de la esfera amena, la pausa y la diversión. Dio muchas entrevistas. Recuerdo aquí tres respuestas que le dio al joven poeta Jorge Asbun Bojalil: [1]

¿Qué es la poesía?

La poesía es la expresión del espíritu, es, en cierta manera, el espíritu mismo. Es la manera de proyectarse y de crear dentro de sí mismo aquello que suscita el mundo objetivo. Yo no creo que haya poesía objetiva; hay poesía subjetiva. Es una creación no de la naturaleza, sino del hombre. La poesía es, pues, una proyección sobre las cosas, sobre lo que existe; naturalmente, inspirada por la vida. No es una actividad que esté separada de la vida, sino que se alimenta de la vida, está en la vida y, en algunos casos, es la vida misma.

¿Para qué sirve?

Para nada, absolutamente para nada. La poesía es una pasión inútil; no tiene más objeto que consolidar al hombre; no tiene utilidad práctica —me refiero a una utilidad como la ciencia, que es un conocimiento aplicado—; la poesía se aplica nada más al gozo, a la diversión, a la lucha, al juego. Es un trabajo que se convierte en juego, es un esfuerzo que se convierte en delicia, es una expresión del hombre que vale por sí misma.

¿Cómo es el proceso de creación de un poema?

El poeta es, sobre todo, el hombre capaz de convertir en palabras aquello que ve, oye, siente o imagina. Yo hice un poema que se llama “Los ojos verdes”; es el fruto no de un gran amor, como podría parecer, sino de la mirada de una muchacha muy humilde que tenía los ojos verdes, naturalmente. Yo bajaba, caminaba, la vi y me impresionó muchísimo. No la volví a ver en la vida, pero llegué a mi casa y escribí el poema. Ahí está un poema surgido, nacido, promovido por un relámpago, por una mirada rápida, que es aquello que promueve todo el mundo íntimo de un escritor: un simple detalle, un simple chispazo. Ese poema está hecho a una mirada que no se ha repetido, muy hermosa, de una muchacha de ojos verdes. Como no abundan las mujeres de ojos verdes, a los mexicanos nos intimidan mucho, nos asustan y nos entusiasman al mismo tiempo. Llegué a mi casa y escribí el poema:

Los ojos verdes [2]

Solemnidad de tigre incierto, ahí en sus ojos

vaga la tentación y un náufrago

se duerme sobre jades pretéritos que aguardan

el día inesperado del asombro

en épocas holladas por las caballerías.

Ira del rostro la violencia

es río que despeña en la quietud el valle,

azoro donde el tiempo se abandona

a una corriente análoga a lo inmóvil, bañada

en el reposo al repetir

la misma frase desde la sílaba primera.

Sólo el sonar bajo del agua insiste

con incesante brío, y el huracán acampa

en la demora, desterrado

que a la distancia deja un mundo de fatiga.

Si acaso comprendiéramos, epílogo

sería el pensamiento o música profana,

acorde que interrumpe ocios.

Como la uva aloja en vértigo el color

y la penumbra alienta a la mirada.

Vayamos con unción a la taberna donde

aroma el humo que precede,

bajemos al prostíbulo a olvidar esperando:

porque al fin contemplamos la belleza.

 

*Imagen de Laura Cohen

 

Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Alfonso Reyes 2018. Twitter: @avecesprosa

 

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NOTAS

[1] Jorge Asbun Bojalil, Algunas visiones sobre lo mismo. Entrevistas a poetas mexicanos nacidos en la primera mitad del siglo XX, prólogo de Adolfo Castañón, Siglo XXI Editores, primera edición, 2007, México, pp. 20-21.

[2] Alí Chumacero, Palabras en reposo, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, p. 19.


Posted: September 28, 2020 at 8:16 am

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