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El agua y el aceite sí se mezclan: Atrios, de Silvia Eugenia Castillero.

El agua y el aceite sí se mezclan: Atrios, de Silvia Eugenia Castillero.

Gabriela Torres Cuerva

*Atrios de Silvia Eugenia Castillero. Editorial Bonobos/ Editorial Universitaria UdeG.  

 

Hablar de poesía sin ser poeta es un asunto de locos. O de distraídos. De los dos no se hace uno. Los locos no saben lo que hacen o al menos les resulta difícil explicarse, ser creíbles para los demás; los otros distraídos son criaturas que tropiezan con su sombra por la simple razón de que se les olvida que -aladas, luminosas, felices- son capaces de crear la luz y la opacidad. Desde esos dos faros hundidos en la incertidumbre del poema, intento expresar, como si eso fuera de verdad posible, la experiencia con este tránsito entre el enigma y la zozobra desde los ojos de una narradora que tal vez poco se acerque a la poesía y mucho vive en la narrativa. Pensé en ambas como en el agua y el aceite: así, en una de esas insospechadas asociaciones en las que una cae a veces, cuando no puede expresar a cabalidad lo que se avecina y solo ve con excitación el anuncio de la lluvia. 

Fue en lo primero que pensé cuando recibí Atrios en qué tan posible era dar en el blanco y unir en una experiencia de lectura ambas expresiones. Con el ánimo de brincar esa cerca me hundí en la triada de “Tramas”, “Desmesura” e “Intemperie” de cuerpo entero, para sentir la piedra en el cuello del ahogado de Rosario Castellanos y aspirar el placer de las palabras a punto de la asfixia, esa opresión en la que el goce se desplaza por todos los sentidos a golpe de sinestesia. Leer es democracia. Nada hay que hacer más que arrojarse en el texto en absoluta libertad y con los sentidos despiertos. Escuchar a las palabras como si fueran sirenas o viento, olerlas, palpar la rugosa y tenue densidad de Atrios: los tres lados de un triángulo isósceles, cuyas dos líneas iguales son la anécdota y la poesía, dos aristas destinadas a confluir en un lado común, la línea desigual: la literatura.

La mujer en estos poemas es la que carga a otras mujeres y sigue caminando con el peso de otras ellas en la espalda. La mujer siente, ante los ojos del lector bien puestos en su belleza, violencia contra la comodidad de ser simplemente esencia y se deja ver en capas: “Es la mujer atiborrada, angelical, la que elucubra, que araña y por fin se descubre” (p.29). Es ella, Frieda, la que dibuja lo que ve: “Dentro hay un bosquejo de hombre” (p.30), la que es puesta al filo del cuchillo de propia mano, la que, al igual que Asherah, recuerda haber sido otra y como de vuelta de un largo viaje, se percibe al fin capaz de percibir el todo en los “entornos permanentemente cambiantes” tan mencionados por Fogwill.

En Atrios se abre la oportunidad de verter al aceite haciendo brotar ámpulas en la superficie del agua. De tocar los mundos minerales, vegetales, animales, fraseados, de concentrarse en el agua, tan reina en su turbulencia, tan dueña de su transparencia, dejando entrar algunas gotas para dejar pasar la luz. La poesía traslúcida, entreverada en imágenes, deja entrar el torrente de luz que es violencia por inalcanzable, por inasible. Porque la luz, a fin de cuentas, es de nadie y se basta a sí misma. 

Nada es cierto cuando una puerta desconocida se abre. En Atrios no se encuentra una lectura fácil. No hay certezas. Sin acordarlo sabía que, si este libro y yo estábamos destinados a ser y hacer algo, era a dar con la vida y la muerte en el filo de las palabras y en la rabia de los silencios. Parece de bajos vuelos el propósito. No lo es: se trata de llegar al vértice: la mota de polvo en la que confluyen los vientos, el cénit de la montaña, la precisión del ángulo donde las líneas se tocan y se convierten en la gran línea de la interpretación, donde el lector por fin llega, siente en la garganta al agua y al aceite juntarse en una idea de la cual surge la historia. Nada es dado, nada existe: “No hay rostros, solo frazadas abrasándose en el impacto de esa flama-fuego, antorcha, fogata-fauna-furia-falsedad” (p.19).

La mejor ruta para llegar a Atrios fue desde mi lectora común y corriente. La que deambula por la vigilia del vértigo y el goce: ese sitio donde nada y todo puede ser posible, adonde con pasos de duende se atraviesa el campo minado del enigma. Y con un cúmulo de disfrute por delante, le abrí paso a la literatura, al viaje de 69 páginas, 69, seis, nueve, el número que sesean y sisean las lenguas de los amantes, abriéndose paso entre la carne para llegar, claro, al vértice.


Posted: April 13, 2019 at 10:10 pm

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