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El asedio
COLUMN/COLUMNA

El asedio

José Antonio Aguilar Rivera

La metáfora del foro, un lugar abierto, público, donde se expresan en libertad ideas y posiciones es increíblemente poderosa en la civilización occidental. Ha sido modernizada en la imagen del “mercado de las ideas”. Su valor epistemológico parecería estar fuera de discusión. Para descubrir la verdad es necesario contrastar hipótesis, discutirlas, descartarlas, apoyarlas. Someter al escrutinio racional nuestras creencias es fundamental para la formación de juicios informados. Esa es la potente idea que el filósofo británico John Stuart Mill aportó a la cultura liberal.  La pregunta, sin embargo, es si una esfera pública que privilegia la libertad de expresión es autosustentable. Los últimos años parecerían indicar que no es así. Tal vez existen precondiciones sociales para que surja y sobreviva.   

La irrupción de las redes sociales, paradójicamente, ha hecho menos libre la expresión de las ideas. Como argumenta Jonathan Rauch en su reciente libro The Constitution of Knowledge (Brookings, 2021), nuestra conversación pública está mediada por diarios, medios masivos de comunicación y las redes. Las expresiones en una esfera, por ejemplo el aula, ahora pueden ser exhibidas en el internet, que se convierte en una picota digital para el linchamiento. No es extraño que estos actos de vigilantismo disuadan a las personas de exponer sus ideas con franqueza. El temor a ser sometidos al escarnio en el ciberespacio produce una perniciosa autocensura. ¿Son los linchamientos digitales manifestaciones de la libertad de expresión? Claramente no es eso lo que tenía en mente Mill cuando defendía la idea de un mercado de ideas que ayudara a los participantes a desbrozar la paja para hallar, de manera conjunta, la verdad. Paradójicamente, el puritanismo reinante semeja el ambiente moral de la Inglaterra victoriana. Seguramente muchos estudiantes y profesores se sentían más confiados cuando sus opiniones se quedaban en el aula. Entonces no temían ser exhibidos en internet por la cultura de la denuncia. Ahora cuidan celosamente lo que dicen o escriben en público. Cada vez es más raro encontrar voces que se atrevan a romper con las visiones aprobadas por la mayoría. La voluntad de discutir opiniones contrarias de manera franca y sin apelar a la condena moral es una rareza en estos días. Hay en estas dinámicas un componente totalitario, no solamente en el temor endémico a ser exhibido y linchado sino en la erosión de la base factual de las opiniones que compiten en la esfera pública. La mentira ha dejado de ser uno de los recursos de los políticos para convertirse en su modo natural de operación. La discusión pública muchas veces ya no sirve para distinguir la verdad del error, como querría Mill, sino para potenciar falsedades de diferentes estirpes. Por ejemplo, se ha vuelto imposible recurrir a los hechos para desmentir creencias como los supuestos fraudes electorales. La base compartida de racionalidad se ha erosionado. 

La vieja amenaza de la intervención política de las universidades está de vuelta. Los académicos son denunciados, exhibidos y difamados desde las alturas del poder. Son caracterizados como una “mafia” y algunos son perseguidos judicialmente. El Estado recurre hoy a la intimidación y a amedrentar a los críticos en las universidades. Hacía décadas que algo así no se veía. Ciertamente no en las postrimerías del régimen autoritario posrevolucionario. Hoy el pensamiento crítico y libre está bajo asedio como no había ocurrido en la historia reciente.

Este ambiente es tóxico para la academia. La crítica es la razón de ser de las universidades. Hoy se hayan asediadas por nuevos y viejos enemigos. El activismo, a veces con muy buenas causas, difícilmente es compatible con la mirada, necesariamente escéptica, de la universidad. Las universidades son para pensar: les piden a los alumnos que duden de sus intuiciones y los alientan a ser escépticos de sus creencias. Les exigen tomar en serio el argumento contrario, en su mejor y más robusta versión, para trabar batalla intelectual con él. Las razones y no el número de likes es el argumento.  El activismo encuentra todo este proceso innecesario y moralmente indeseable. ¿Para qué? La verdad moral es autoevidente, lo que hay que hacer es actuar. De ahí que se pidan muestras de conformidad moral a los pares: en el lenguaje, las opiniones y las acciones colectivas.  “No tengo pruebas, pero tampoco dudas” es el grito de batalla que captura una certeza moral que prescinde del examen crítico. El pensamiento original y creativo se marchita cuando reina la autocensura y el temor a expresarse. El “tendedero” anónimo, parodia del escrache en las dictaduras, es la expresión de una cultura de la calumnia que se ha normalizado rápidamente. 

Por otro lado, la vieja amenaza de la intervención política de las universidades está de vuelta. Los académicos son denunciados, exhibidos y difamados desde las alturas del poder. Son caracterizados como una “mafia” y algunos son perseguidos judicialmente. El Estado recurre hoy a la intimidación y a amedrentar a los críticos en las universidades. Hacía décadas que algo así no se veía. Ciertamente no en las postrimerías del régimen autoritario posrevolucionario. Hoy el pensamiento crítico y libre está bajo asedio como no había ocurrido en la historia reciente. Es una prueba de fuego. 

 

 

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos y Amicus Curiae, en Literal . Twitter: @jaaguila1

 

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Posted: October 10, 2021 at 8:23 pm

There is 1 comment for this article
  1. Andres Rodriguez at 3:45 pm

    Se habla aquí de los académicos como víctimas. Pero falta decir que son victimarios, en primer lugar de sus alumnos y luego, de los outsiders. Se ponen de acuerdo sobre ciertas “verdades” y las imponen al cuerpo social. Nos mienten

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