Essay
El siglo y el verano
COLUMN/COLUMNA

El siglo y el verano

Alberto Chimal

Después de mucho tiempo de merecerlo, este año Cristina Rivera Garza recibió el Premio Xavier Villaurrutia, llamado “de escritores para escritores” y considerado el más prestigioso galardón literario de México. Instituido en 1955 por la Sociedad Alfonsina de México para distinguir “al mejor libro editado en el país”, y hoy otorgado en colaboración con el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, el Premio Villaurrutia tiene una historia dispareja, pero ha sido recibido por varios autores indiscutiblemente clásicos –Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo– y también por algunos considerados “de culto”, como Amparo Dávila, cuyo justo valor sólo se ha reconocido, y aceptado masivamente, mucho después de la concesión del premio.

El caso de Rivera Garza, sin embargo, es distinto de los dos que ya he mencionado, porque su libro premiado –El invencible verano de Liliana, publicado en 2021– pertenece a una especie rarísima: es un clásico instantáneo, un texto que desde su primera publicación se ve como influyente y memorable, claramente importante para sus contemporáneos y con el potencial de sobrevivirles. Más aún, el libro ha tenido una resonancia inmediata en el mundo real, y una tan poderosa que no estoy seguro de que tenga paralelo en toda la historia del Premio Villaurrutia.

Ni El arco y la lira, ni Terra nostra, ni la mismísima Pedro Páramo fueron adoptados, desde sus primeras lecturas, como inspiración de luchas sociales. Tampoco engendraron emblemas ni consignas. En cambio, manifestaciones recientes contra la violencia misógina han incluido pintas con el nombre de Liliana Rivera Garza: la hermana de la escritora, víctima de feminicidio a la edad de 20 años, y cuyos textos y documentos, recobrados luego de décadas, son la base de El invencible verano de Liliana. Más todavía, el círculo de la influencia se cerró en el Palacio de Bellas Artes, donde se dio el premio el martes 5 de julio, cuando numerosas asistentes corearon consignas feministas en el interior de la sala Manuel M. Ponce. En 1954, Frida Kahlo causó su última polémica al ser velada en el vestíbulo del Palacio con su ataúd cubierto por una bandera comunista; más sutilmente, a destiempo, en 1996 José Antonio Alcaraz dirigió un homenaje a David Alfaro Siqueiros en el que, por primera vez, “La Internacional” se cantó en la Sala Principal, la del telón de cristal. No ha habido muchos otros momentos, en toda la historia de ese edificio –central para la historia de la cultura mexicana–, en los que una declaración política concreta, directa, se haya podido dar dentro de sus paredes.

La propia Rivera Garza aludió al hecho (me parece) en un artículo publicado, poco después, en el Washington Post:

Si hemos escapado al encantamiento de la violencia machista, si queremos ir más allá de su cautiverio, es necesario seguir interrogando al lenguaje patriarcal y sus formas narrativas, lanzando preguntas sobre la acumulación y la justicia al mundo que nos rodea. Y, para ello, es crucial escucharlas a ellas, verlas a ellas, ponerles atención a ellas. […] Para contar esas historias de otra manera, de esa otra manera que viene desde la experiencia material de la víctima, tenemos que interrogar y reconstruir todo nuestro sistema de percepción y todo nuestro sistema narrativo.

Por eso, cuando una chica de 20 años que fue víctima de feminicidio 30 años atrás entra por pie y palabra propia al recinto de Bellas Artes, con todo y su invencible verano a cuestas, se desata tamaña algarabía entre sus nuevos hermanas y hermanos, así como trepidación entre quienes quedan atrás.

Tiene razón, por supuesto, y lo más sorprendente es que libro y premio parecen señalar, si no un verano, sí al menos un momento de brillo y de calor en la historia literaria de este país y este siglo. La algarabía y la trepidación son reales; también lo es el cuestionamiento y la recomposición del sistema narrativo nacional. A causa de la última obra que se agrega a ella, la lista de ganadores del Premio Villaurrutia se puede leer ahora de otras maneras (la más obvia: de 114 autores premiados, únicamente 27 han sido mujeres). El canon se está revisando: entre otros proyectos editoriales, la colección Vindictas, publicada por la UNAM y animada por la escritora Socorro Venegas, está rescatando la obra de decenas de escritoras hispanoamericanas previamente menospreciadas por las historias literarias, y los comentarios a su alrededor han llegado a la pregunta, sumamente provocativa y necesaria, de cuáles obras escritas por hombres se podrían quitar de la lista de los “libros eternos”, no para darle paso a las mujeres (no hace falta: el canon no es un estante con anchura limitada, la literatura no es un juego de suma cero), sino simplemente porque la calidad promedio de la narrativa en castellano sube, notoriamente, con las nuevas adiciones propuestas.

Más aún, las discusiones literarias de las dos últimas décadas, y en especial aquellas que asumían la preeminencia de cierto número de autores (hombres) y la obligación que tenían de producir obras “de fuste”, pueden archivarse ya sin que nadie necesite preocuparse por la buena salud de la narrativa nacional. Con Cristina Rivera Garza, otras notables escritoras, desde Fernanda Melchor hasta Brenda Navarro, son las que están creando esas obras necesarias y perdurables. Si algún hombre siente todavía que quiere y no lo logra, que le cuesta y se tortura, ya puede relajarse: este no es su (nuestro) tiempo, y puede hacer con libertad lo que le plazca.

(¿Alguien se acordará de aquellos debates? ¿Alguien se reirá todavía de sus emisiones de testosterona y sus bravatas por escrito? ¿Alguien extrañará el estilo machista y pedante del articulista cultural mexicano del temprano XXI, según el cual las mujeres, en general, eran poco más que la excusa para entrar –o no– a los eventos presididos por los grandes toros sagrados?)

Lo único que me preocupa es que este momento luminoso se da en un tiempo de muchas sombras: una época en la que, en muchos lugares del mundo, los derechos de las mujeres están siendo atacados, y a veces anulados de plano, por minorías extremistas que se han hecho de poder político. Nuevas ofensivas contra las mujeres, y contra las victorias que han tenido al menos desde los años sesenta, están en marcha de los Estados Unidos a Afganistán, de los sueños húmedos del partido ultraderechista español Vox a los de sus admiradores en México (especie horrenda de la que no voy a enlazar una sola palabra).

Quienes se creyeron los mitos milenaristas de fines del siglo XX (el “fin de la historia”, la “llegada de la libertad” tras la caída del Muro de Berlín, el “arco del universo moral” que tiende hacia la justicia) las trajeron al XXI y pueden haber provocado un daño terrible: muchos vemos con horror el ascenso del fascismo, de los discursos de odio, del ataque contra “el otro” como una herramienta de poder político, pero muchos más parecen no verlo en absoluto, y creen que no pasa nada: que no hay motivos de alarma o que son otros. Durante demasiado tiempo, pocas poblaciones tuvieron (en apariencia) motivos para dudar de los discursos que juzgaban irreversibles todas las conquistas.

Por otra parte, hoy podemos ver claramente que las mujeres siempre percibieron la fragilidad de nuestra situación. Y ahora, que el mundo les da la razón, quizá la fuerza revelada e impulsada por ellas, por su pensamiento y por su acción, alcance contra todas esas catástrofes. No queda mucho más por desear.

 

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: July 16, 2022 at 9:34 pm

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