Vacunas, bien común y la ética de la cola
Alejandro Badillo
Hace tiempo una amiga, maestra en una universidad privada, me contó la siguiente anécdota: una tarde decidió llevar a sus alumnos a una de las cafeterías que la institución había concesionado en diferentes puntos del campus. La idea era tener la clase en un lugar diferente del aula tradicional. El grupo ocupó una de las mesas y, cuando estaban a punto de empezar, uno de los meseros se acercó y les dijo que tendrían que asegurar un consumo mínimo para poder estar ahí. Algunos alumnos tomaron la indicación como algo normal, pero otros se preguntaron si no era suficiente la colegiatura que pagaban sus padres para tener acceso a todas las áreas de la universidad. Quizás algunos comprarían café, pero la obligación de asegurar una especie de “renta” para estar ahí, los molestó. Yo pensé que, quizás, los directivos tendrían que diseñar una especie de membresía de lujo –una tarjeta VIP, por ejemplo– para que pagando un poco más el estudiante tuviera acceso y consumo a una oferta exclusiva de la universidad, ya fuera estar en una cafetería, usar los salones de conferencias y otro tipo de privilegios para quien esté dispuesto y pueda permitirse un gasto extra.
Refiero esta historia por el conflicto que existe muchas veces entre un bien, en este caso la educación, cuyo valor social va más allá del tabulador mercantil y la asignación que haga la ley de la oferta y la demanda. En el caso de la escuela hay un límite problemático entre la educación y un negocio que cataloga a una persona por su poder de compra. Un estudiante de una institución privada se mueve todo el tiempo en este dilema: lo educan en el discurso del bien común, pero es parte de un sistema que –quiérase o no– funciona gracias al lucro. Los estudiantes de la historia que conté se sorprendieron porque, de manera directa, los situaron en su papel de consumidores en un entorno que disfraza todo el tiempo esa condición. Sin embargo, la educación no es una mercancía como un par de zapatos o una pantalla nueva. En la educación intervienen relaciones humanas a las cuales no se les puede poner precio. La preocupación de un maestro por sus alumnos es algo que va más allá del sueldo que recibe.
A últimas fechas, con la llegada de las vacunas a nuestro país, ha aparecido una variante de esta problemática: un bien común tratado, por muchos, como una mercancía. Cualquier persona informada ha podido atestiguar posiciones a favor o en contra de la venta de la vacuna. Por supuesto, la escasez de ésta hace que el debate, en términos prácticos, sea aún estéril: los países han tenido que echar mano de recursos y poder de negociación para acceder a la muy limitada cantidad de vacunas. También se ha criticado que la información de la vacuna, la patente, sea propiedad de unas cuantas farmacéuticas. El llamado Sur Global ha sufrido al no tener suficiente capital, influencia política ni, muchos menos, tecnología para disminuir contagios y muertes entre su gente. En este contexto, los columnistas que defienden ideológicamente el libre mercado y la élite de países como México, han insistido en la participación de la Iniciativa Privada en la comercialización de la vacuna cuando haya suficiente disponibilidad. Tampoco ven con malos ojos el oligopolio que se ha formado en torno a la patente. Este mismo sector, a la postre, ha intentado viajar a otros países –principalmente Estados Unidos– para obtener la ansiada vacuna. Los que no han podido se resignan y, a regañadientes, tratan de obtener un lugar en la fila del centro que les corresponde. Ya han salido a la luz intentos de sobornos o el uso de influencias políticas para obtener la inyección antes de tiempo.
Este tipo de conductas, además de la condena que provocan en las redes sociales y opinión pública, son coherentes con el modelo social que se ha impulsado durante las últimas décadas. Lo que se ha normalizado desde hace mucho es el individualismo a ultranza, una especie de sálvese quien pueda. También nos hemos acostumbrado a una idea problemática: cualquier cosa se puede comprar y vender. Michael Sandel profundiza este fenómeno en su libro Lo que el dinero no puede comprar. Los límites morales del mercado. El filósofo muestra, a través de varios ejemplos sacados de la vida real, cómo las reglas del mercado han inundado nuestra vida cotidiana. Para la ideología neoliberal siempre hay una asignación eficiente de los recursos y se deben poner las menos trabas posibles para que compradores y vendedores satisfagan sus necesidades en el libre intercambio. Pero ¿qué pasa, como describe Sandel, cuando gente con recursos paga a través de una aplicación para que indigentes hagan fila por ellos y así conseguir los mejores lugares en un concierto público o gratuito? El autor menciona, en otro ejemplo, un caso similar en Japón: personas pagan a “profesionales” para que ofrezcan disculpas a domicilio a alguien a quien hayan ofendido. Hace unos días leí que el Banco Mundial oferta un “bono silvestre” para proteger a los rinocerontes. El rendimiento del bono aumenta o decrece según el número de animales. En todos estos casos se le pone precio a conductas o intereses que deberían permanecer al margen porque son parte de nuestro bien común y fomentan lazos benéficos de convivencia. La democracia –eso que algunos ideólogos liberales asocian sólo a elecciones o puestos de poder político– es algo que, en realidad, debería fomentar una interacción más cercana, incluso solidaria, entre las personas. ¿Qué pasará –volviendo a uno de los ejemplos que mencioné– cuando los rinocerontes dejen de ser redituables para los accionistas?
Poner un precio comercial a las vacunas o la queja reiterada de que el gobierno maneje un asunto de salud pública, representa, además, el ideal meritocrático que nos rige. En una situación de emergencia las personas con recursos deberían “saltarse la fila” porque tienen una ventaja merecida y correctamente ganada. Para ellos la igualdad de oportunidades es sólo retórica que se evapora cuando aparece el poder de compra. Por supuesto, la igualdad de la fila tampoco debe romantizar la pobreza y el sufrimiento de cientos o miles de personas víctimas de una mala organización para recibir la vacuna. La fila que hacemos muchas veces en nuestras vidas es una molestia que evitan los escasos ganadores de nuestras ciudades y países. Saltarse la fila, para ellos, es no usar el transporte público; vivir en fraccionamientos amurallados; acceder a hospitales y educación privada, incluso en el extranjero. Esa oferta completa está lista en un menú de compra. La pandemia ha mostrado un concepto al que no está habituada la élite: la escasez. Un bien escaso, para la sociedad mercantil en la que vivimos, tiene un costo más alto. Sin embargo, ante la emergencia la vacuna se volvió un bien común y eso no ha sido asimilado por los que piensan que todo está a la venta.
Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc
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Posted: April 6, 2021 at 10:06 pm