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Todo ocurre aquí

Todo ocurre aquí

Francisco de León

Sobre Los atacantes, de Alberto Chimal (Páginas de Espuma, Madrid, 2015)

Hay ocasiones en que lo cotidiano nos resulta lo más sorprendente. No importa cuán acostumbrados creamos estar a ciertas prácticas, a ciertas tecnologías, a ciertos lugares que han cambiado definitivamente el mundo que hoy en día habitamos, siempre habrá en ellas acontecimientos que transforman la existencia de los habitantes del mundo, tanto en lo individual como en lo colectivo. Hoy en día creemos estar adaptados a tener el mundo en un sólo click, a nuestro alcance todo aquello que deseamos, desde alimento, un taxi (Uber para los más puristas), películas o series, citas que pueden ser encuentros casuales o (al menos en aspiraciones) para toda la vida. Pero también creemos que se puede satisfacer, de forma segura, esos otros deseos, esas otras curiosidades que, tal vez, no sería fácil confesar en nuestro mundo habitual: videos violentos en que la sangre es la protagonista, en los que rostros y cualquier otra forma de expresión humanizante quedan anulados ante lo sensacional (sensacionalista, más bien) de la imagen. O bien, puede ser que en chats, tuits, correos electrónicos u otra forma de comunicación digital, se halle el modo adecuado de decir aquello que a viva voz no se atreve a confesar, o simplemente no se quiere decir. Creemos estar habituados, en fin, a esos elementos del mundo moderno que hemos aceptado en apenas unos cuantos e incesantes parpadeos. Y es que habituarse, estar adaptado a las nuevas condiciones en que el mundo se ofrece es, al fin y al cabo, una forma de seguridad. ¿O no?

Pero –se ha dicho ya– hay siempre un quiebre, un dislocamiento que abre caminos no imaginados: algunos sorprendentes, otros aterradores. En el frío silencio de aquello que se insinúa en las entrelíneas de un mensaje, en el oscuro o en el corte preciso de un video de Youtube, caben situaciones que definirán los rumbos vitales por venir. Es justo en esos quiebres que se desenvuelven los cuentos reunidos en Los atacantes de Alberto Chimal. Es desde ello que lo otro, lo extraño, se hace presente. Lo cotidiano amenaza y es que, después de todo, “¿Cómo va a saber la gente que debe tener miedo si los monstruos no son como los que ya conoce?” (p. 16). Y, ciertamente, los conocemos.

Fue Edgar Allan Poe el primero en extraer de los ambientes góticos lo terrible; los castillos, los parajes boscosos desaparecieron para dar lugar a un horror que surgía desde espacios más íntimos: la tranquilidad del hogar, la seguridad que proporcionaban las puertas cerradas cedieron su paso a una galería de sonidos y presencias que iban de los muros, de los pisos entarimados a la mente de quienes les padecían: latidos de corazón, maullidos, barriles de amontillado y un largo etcétera pueblan los espacios imaginarios creados por Poe; se trata de elementos cotidianos, sí, pero que ante determinados acontecimientos cobran sentidos inesperados. Y es en esa misma tradición que Alberto Chimal atreve nuevos caminos para nuestra cotidianidad: lo terrible despierta en apenas un mensaje, en un gesto que a simple vista –lo demuestra la experiencia– resulta inofensivo. Facebook, Twitter, correos electrónicos, YouTube, habitaciones de hotel son los umbrales de lo asombroso y de lo terrible; así, antes que tratar de configurar una geografía ajena a nuestra realidad, introduce en ésta elementos que de a poco van dominando la escena:

>>Mis mensajes eran así: le decía algo sobre ella misma, de preferencia algo llamativo e importante, y remataba con la misma frase: “Tú sabes quién eres”. Esto te parecerá raro, dado que sabes cómo se manejan las redes sociales en estos tiempos…

>>Sí eres así, ¿no? Tú eres de las que mandan con frecuencia chistes e imágenes cursis. Usas las redes como cualquiera.

>>No importa. Te explico. Decir eso: “Tú sabes quién eres”, se acostumbra en mensajes que no van dirigidos a nadie en particular, con la idea de que la persona que debe leerlos lo hará de todos modos y se reconocerá. También se ha convertido en un cliché, como otras frases o “memes” –algo gracioso y sin sentido-, pero esa que te digo es la intención original (pp. 14-15).

Palabras  simples que muchos hemos visto en algún muro de Facebook o en algún tuit; ciertamente lucen inofensivas, pero al ir creciendo en la narración dejan en claro la cercanía de lo amenazante:

>>Ella sólo te habló de una nota, pero en realidad fueron siete. Todas las rompió y las tiró a la basura, pero yo recuerdo lo que decían. Escucha.

>>Uno: “en general me gusta meterle miedo a la gente. Tú sabes quién eres”.

>>Dos: “En general me gusta meterle miedo a la gente, pero contigo es distinto. Tú sabes quién eres”.

>>Tres: Estoy descubriendo que no quiero sólo una noche de locura contigo. Tú sabes quién eres”.

>>Cuatro: “Me estoy sintiendo más y más atraído por ti. Tú sabes quién eres”.

>>Cinco: “Creo que voy a quedarme contigo para siempre. Voy a entrar y no voy a salir. Tú sabes quién eres”.

>>Seis: “¿Tú sabes quién eres? ¿Lo sabes de veras, Sonia, mi amor? Tú sabes quién eres. ¡Tú sabes quién eres! ¿Tú sabes quién eres? Tú sabes quién eres” (p.19).

Las redes sociales, y en particular redes como Facebook, han construido diversos tipos de identidades: se expone, tal vez, un ser que en poco se parece a los individuos que se muestran en el mundo; permiten también hacer confesiones que difícilmente se harían personalmente, pues quedan cobijadas en el relativo anonimato de la pantalla; pero también han creado presencias que tienen una permanencia “extraña”. Abundan los muros de gente fallecida que se mantienen activos, que reciben visitas y comentarios constantemente. Muros digitales que generan una especie de espectro, de recuerdo atrapado que se niega a irse del todo o a hacerse de nuevo presente. Pero también están esas otras presencias, esos otros espectros: esos que es imposible definir, pues se trata de individuos cobijados en nombres falsos, en identidades creadas sólo para esa red. Es este tipo de presencia la que acecha a Sonia, protagonista del cuento “Tú sabes quien eres” (al cual pertenecen los fragmentos citados); esa presencia de a poco invade, todo lo posee, hasta que logra materializarse y penetrar el cuerpo (y la vida) con toda dureza. Además extiende su mortal juego más allá de lo aparente y es que es esa presencia quien narra a Lina las desventuras de su amiga Sonia. El acecho toca una víctima más, de ahí toca al lector. La identidad se fragmenta, queda cuestionada y cobra voces inesperadas.

Esta clase de presencia aparecerá de nuevo en el cuento “Connie Mulligan”, en el cual una serie de correos electrónicos acechan a Miguel Ángel Florencia. Esos mensajes le recuerdan lo infranqueable de su condición social frente a familias que ejercen determinadas formas de poder, lo fácil que se derrumban los títulos (durante todo el relato Miguel Ángel debe aclarar que es “maestro” y no licenciado”) ante el acecho y sus sutilezas:  en los correos primero se pide y luego se exige a Miguel Ángel editar el libro de Connie Mulligan, una niña prodigio con extraño origen. Los ligeros cambios en el lenguaje, en la elección de palabras para expresar la “petición”, hacen que el protagonista quede poco a poco sin defensas frente a personas desconocidas, difíciles de asir incluso como imagen mínima, pero cuyas influencias y poder se dejan sentir:

¿Quién era esa mujer? ¿Quién era? Hasta la cuarta o quinta repetición de la misma frase tuve la idea: podía hacer lo que ella (evidentemente) había hecho e investigar un poco. Abrí el navegador en mi computadora y encontré gran cantidad de fotos suyas en sitios que (según vi) eran de revistas de sociales. Casi todas las fotos estaban tomadas en Chetumal, su ciudad. Al parecer la tal Connie Grande estaba cerca de los sesenta años. Era rubia y flaca: se veía ajada. De hecho tenía el aspecto de una dama promedio de sociedad, aunque (pensé) un ojo se le iba un poco hacia fuera. No sé por qué el detalle me pareció siniestro. Por otro lado no había foto, ni mención alguna, de su hija. ¿Sería una niña pequeña? ¿Existiría siquiera? (pp. 39-40).Los atacantes

De nuevo predomina durante casi toda la narración la presencia ausente del “atacante”. Las imágenes de red, los correos electrónicos poco delatan la identidad de los que oprimen a Miguel Ángel, pero dejan en claro que  se ha entrado en un mundo en que las jerarquías han de imponerse: El título de “doctor” del jefe de Miguel Ángel se impone al de “maestro” que él porta y debe defender porque su “trabajo le costó”; el peso de la familia Mulligan se impone al humilde pasado familiar de los Florencia; una dirección de correo electrónico (Cucurrucu19701) delata la posible participación de esferas gubernamentales en el asunto de la publicación del libro de Connie Mulligan y, finalmente, se dejan ver los trazos de razas superiores que se muestran como unos Ellos, así, mayúsculos, que ejercen un control ineludible:

E.L.L.O.S. tienen el poder de tomar la información de las mentes y las máquinas. Dan vueltas alrededor de la Tierra en sus naves O.V.N.I. Alienos de sapiencia cósmica. Un día harán de la Tierra la T.I.E.R.R.A. y de la T.I.E.R.R.A. el C.O.S.M.O.S. Tú mamá también lo sabe (p.56).

Así, el acecho que en “Tú sabes quien eres” se proyectara como una forma de invasión, es en “Connie Mulligan” una opresión que terminará por borrar a quien se encuentre más abajo en las cadenas de poder.

En el cuento “Aquí sí se entiende todo” se traza una última línea en este sentido de acecho que vale la pena explorar. Chimal parte de una pregunta que seguramente todos nos hemos planteado: ¿Qué ocurre en el antes y el después de esos videos perturbadores de YouTube en los que la muerte, aparentemente falsa, distante, ocurre? ¿Qué pasa luego de que la pantalla va a negros?

Parte el autor del acercamiento a las leyendas urbanas que pueblan el imaginario de las comunidades virtuales. Se trata incluso de dar una explicación (a partir de la voz de un “experto” en el tema) a la aparición y permanencia de seres como El Hombre Delgado, Payasos Asesinos y otras criaturas:

Pero el punto, según el tipo este, es que los monstruos gustan no sólo porque entretienen, sino también porque en el fondo son un consuelo. A sus víctimas siempre se les ve de lejos, siempre les va peor que a uno, y además uno puede entender lo que les pasó, cómo se pusieron en peligro, qué error cometieron. Se podría decir que lo mismo pasa en los videos de ejecuciones, de decapitaciones: “qué está haciendo ese tarado en Siria”, “para qué se mete con narcotraficantes” –la editora hace una mueca y el reportero marca las comillas en el aire–… Así piensa la gente. Pero se ve mal admitir que uno se entretiene viendo una muerte verdadera. Mejor ver muertes igual de violentas pero que uno pueda defender diciendo que son falsas. Hay otra cosa que dice esta persona… –El reportero busca de nuevo el archivo–. Aquí está. En la vida real uno no entiende por qué le va mal, por qué no tiene dinero, por qué lo deja la pareja, por qué los que tienen poder hacen las cosas que hacen. Pero aquí si se entiende todo (p. 72).

Efectivamente, se cree que ahí, donde la cámara está puesta, sí se entiende todo, se confía en su “objetividad”, en su posibilidad de ofrecer una mirada que se coloca por encima de la mirada humana ante algún suceso determinado, imagen clara (por más que la calidad de la misma resulte dudosa) que  elimina toda duda de si algo es real o falso y permite, de nuevo, juzgar desde la seguridad de la pantalla, desde la firme convicción de que el mal se encuentra afuera y no tendrá acceso a la vida si no se le permite. Pero, ¿y si lo terrible se pone en juego justo ahí donde la cámara ya no tiene alcance?, ¿en ese lugar en que ni la cámara del teléfono celular, ni la de más avanzada tecnología HD puede descubrir? Lo terrible puede habitar en el afuera de cuadro, ahí donde la certeza e infalibilidad del universo digital se suprime, en el silencio de la imagen en negros que obliga a la realidad.

Pero creo que en Los atacantes hay un registro más que me interesa destacar: el acontecimiento. Si bien la filosofía contemporánea (pienso en autores como Gilles Deleuze o Giorgio Agamben, entre otros que han tocado el tema) deja ver que se trata de un concepto complejo que debe ser analizado muy a detalle, se entenderá aquí cómo ese instante que quiebra todos los límites; el pasado y el futuro actúan a una vez sobre un presente que ve anulados todos sus sentidos, se trata de un instante que todo lo atraviesa, todo lo trastoca. Así, veo esta forma del acontecimiento en dos de los cuentos de Los atacantes: Arte y Él escribe su nombre. Me referiré primeramente al último de los mencionados.

En él Alberto Chimal vuelve a una clase de espacio que es familiar en su obra: la habitación de hotel y, en especial, la cama de hotel. Sin embargo, en ese cuento es ya muy distinta a aquella serie de camas en las que Horacio Kustos pasara aventuras y desventuras, se trata ahora de un lugar en el que los cuerpos, ante el caer de la luz, se convierten en receptáculos de sucesos de otro tiempo. No se trata de un viaje al pasado, sino de la fusión del tiempo y sus acciones, y también sus consecuencias: dos amantes que entran, más movidos por la costumbre que por el deseo son invadidos por dos formas de ser que no son las propias, como si con la oscuridad se convirtieran en sombras desconocidas y violentas:

Todo lo que hacía falta era que comenzara a apretar. Puse mis dos manos sobre su tráquea. Luego tendría miedo. Yo. Ella no volvería a tener miedo jamás, pero yo sí. Sólo un poco. Iba a apretar, apretar, apretar, y luego la iba a tener allí, sobre la cama (p. 96)

Pero todo se transforma con apenas un ligero paso de luz:

Entonces abrí los ojos. Había una luz que se colaba por atrás de las cortinas, desde la avenida. Luces de farolas y el fondo anaranjado del cielo nocturno. También se escuchaba el ruido de los autos, la música de una cantina cercana. Vi la cara de Silvia y la reconocí. Tenía una marca roja en la frente, de cuando la había golpeado con la cabeza (p.97).

Es como si el mundo exterior anulara lo que la oscuridad hizo existir. La posesión, entonces, más que un suceso espectral es un punto de quiebre en que los tiempos (y los cuerpos) convergen, donde el acontecimiento que captura lo que se es, pero también lo que fue, es abarcador.

Es en “Arte” donde la forma de acontecimiento que he tratado de esbozar aquí brevemente halla su máxima expresión. Todo comienza con el fin del mundo: “Qué dolor que el planeta acabe violentamente justo a las siete de la mañana cuando todo mundo se ha despertado y sale a trabajar” (p. 75). Se trata de apenas un instante, algo que deja a todos los humanos sin poder siquiera contemplar (mucho menos comprender) la terrible belleza del final. Nuestros protagonistas son Rafael y Jauza, el último hombre y la última mujer en morir. El primero será propulsado por un estallido bajo sus pies que no lo matará al instante sino que le hará iniciar un ascenso en el cual todos los instantes (así, todos) serán congregados. Por su parte, Jauza, quien, en otro huso horario, se encontraba en un avión en pleno vuelo, iniciará una caída. La hermosa simetría es narrada en este fragmento:

5. ¿Por qué puede verse como significativa la separación de Rafael y Jauza, anti-Adán y anti-Eva, encargados (en sentido figurado, claro) de cerrar la puerta y apagar la luz? Primero porque decir que el fin del mundo es a las siete de la mañana, como se dijo, o a las siete de la tarde, como se dijo después, es omitir que el mundo también se acaba, en otro uso horario, a las seis, o bien a las dieciocho. Y en otro, a las nueve, y también a las veintiuna. Y en otro más a las tres o a las quince, o a las once o las veintitrés, y así sucesivamente en virtud de la redondez de la tierra y su girar y su girar, sobre su propio eje, en lo profundo del espacio frío y hostil. El mundo, pues, se termina a todas horas (p.78).

Ciertamente, todo queda congregado en ese momento imposible, sublime ¿se podría decir?, en que las horas y sus usos pierden todo sentido, en que aquello que pasa por la mente de ese último hombre y esa última mujer esta realmente en la mente de todos nosotros, hombres y mujeres, que apenas nos atrevemos a imaginar ese final, instante previo a que nuestro único nombre posible sea olvido. Los tiempos ya no tienen límite, todo es caída y elevación, vida y muerte. Simetría de lo imposible. Acontecimiento.

En esa y muchas otras formas Los atacantes convoca al lector a postrarse en cada relato con la mirada atenta. La lectura que aquí atrevo es apenas una breve muestra de lo que en la imaginación y desde la imaginación puede despertar gracias a cada texto reunido en este título. Es un infinito gusto saber que en tiempos en los que la cultura popular se ve plagada de refritos, de obras de fórmula sabida, de intentos por domesticar los monstruos que habitan la literatura más cara a cierta tradición fantástica, aun existen obras que consiguen dar libre entrada a nuevas configuraciones del miedo y de lo monstruoso, confirmando así que ellos (el miedo y los monstruos) son parte fundamental de nuestra condición de vida. En Los atacantes Alberto Chimal nos recuerda que todo ocurre aquí, en este mundo, en esta vida, en estas formas de imaginación de las que todos participamos. Todo ocurre aquí, en los cuerpos y las voces que habitamos. Todo ocurre aquí, en la cotidianidad que hoy en día tanto nos empeñamos en negar.

Ciudad de México, diciembre de 2015.

1517652_10152140544779060_202054015_nFrancisco de León es autor de diversos libros, entre ellos la biografía del Marqués de Sade.


Posted: January 26, 2016 at 11:04 pm

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