El extraño encanto de la muerte
Alejandro Badillo
“Aquí yace Moliere el rey de los actores.
En estos momentos hace de muerto
y de verdad que lo hace bien”
Epitafio en la tumba de Moliere
Hay imágenes que marcan cierta etapa de tu vida, que vuelven a ti, como una advertencia. Recuerdo a un anciano caminar todos los días por la calle donde vivía, yo me preparaba para ir a la escuela y lo veía pasar, caminando trabajosamente frente a mi ventana. Era familiar de una vecina y por oídas sabíamos que estaba de visita. A pesar de tener poco tiempo de verlo, me fui acostumbrando a su andar lento y su bastón tembloroso. Admiraba su constancia de levantarse temprano para caminar hasta la tienda y comprar pan o huevo. Un día ya no salió, pensé que había regresado a su hogar, después me enteré que había muerto. Esa muerte fue especial para mí, tenía alrededor de unos doce o trece años, a esa edad ya se sabe que el fin de nuestra vida es algo inevitable, como un reloj de arena que corre lentamente y que algún día estará vacío. Lo relevante era que yo no conocía a nadie que hubiera muerto, ni un familiar, ni un conocido; me consideraba afortunado de no tener que lidiar con tales cosas. Mi contacto con la muerte era lejano, y eso me mantenía en una burbuja, en un mundo artificial, que se vino a derrumbar con un anciano casi anónimo, una persona que caminaba cerca de mi ventana. No sentía tristeza, ni alegría. La muerte del anciano, en vez de quitarme algo, me regaló un vacío que nunca iba a desaparecer.
Dicen que el gran problema de la muerte no es ella, sino la actitud del hombre ante ese sueño irreversible, ese cerrar de ojos para siempre. En todas las culturas la muerte va acompañada de ritos funerarios, la mayoría de ellos bastante elaborados. Estos funcionan como un conjuro contra la muerte, una manera de disfrazar el temor ancestral ante lo inevitable. Para ilustrar la sobrevivencia del alma, la religión cristiana se ha valido de muchos recursos: las escrituras interpretadas como paraísos, infiernos, purgatorios, atroces castigos para los pecadores y la salvación para los fieles. La salvación es un punto fundamental en la doctrina cristiana. Asegurar la vida eterna era una promesa jugosa que en la Edad Media se comercializaba con indulgencias. La esperanza del Evangelio era literal: el cuerpo volvería, de alguna forma, a ser carne. San Agustín afirmaba que “cada cabello caído durante la vida y cada uña cortada serán restituidos en su totalidad, aunque de modo invisible, en el nuevo cuerpo celestial”. La religión cristiana es una religión de sobrevivencia.
Otro concepto acerca de la muerte es el que tiene el budismo. En él no hay cabida para infiernos, ni paraísos dantescos. Es la reencarnación, la rueda de la vida (samsara) en ella la existencia es una escuela para aprender, las lecciones son duras y la muerte es sólo una transición, un nuevo nacimiento. La idea del fin como liberación puede llegar a ser tan tentadora que la naturaleza ha tomado sus precauciones y ha instalado en el hombre el miedo a morir como un enorme candado, una cerca que nos mantiene en las arduas jornadas de nuestra vida.
El temor de la muerte tiene mucho que ver con su constante presencia, con verse reflejado en ella, en un espejo macabro. En la Edad Media, durante las pestes, la muerte era vista como un castigo divino al comportamiento pecador de la humanidad. Las epidemias diezmaban a muchas poblaciones. En Diario del año de la peste, Daniel Defoe narra cómo los muertos eran enterrados con rapidez pues la gente quería deshacerse de ellos lo más pronto posible, incluso familiares abandonaban a sus parientes temerosos de un contagio inminente. Los encargados de sacar los cadáveres eran llamados “cuervos”, y se contaba que mezclaban gente aún moribunda con los ya fallecidos; también que robaban en las casas a donde eran llamados. Ante la amenaza constante, la gente tomaba direcciones opuestas: desde los que seguían el consejo de los sacerdotes que recomendaban un total ascetismo, templanza y continuos rezos, hasta los que se entregaban a la bebida y el desenfreno puesto que ya nada importaba.
La muerte es efímera, llega con su guadaña y cercena vidas con rapidez; pero a pesar de su eficacia, no es perfecta, porque deja un gran problema: abandona un cuerpo vacío, unos ojos sin movimiento, materia sometida a una lenta descomposición. El fin deja una nota cruel e irónica pues nos recuerda que somos aún frágiles a pesar de todos los avances tecnológicos y la medicina de última generación. Por eso aún nos enfrentamos al dilema de separar alma y cuerpo. Para el último adiós, a los muertos se les viste con elegancia, se les maquilla para que estén presentables, les juntan las manos en el pecho con los dedos entrelazados, como si estuvieran rezando. Otro aspecto que ha olvidado la muerte al dejar un envase vacío, es el morbo que provoca, la fascinación de ver el cuerpo humano en su estado más difícil de asimilar. Francisco González Crussí relata que a fines del siglo XIX, atrás de la afamada Catedral de Notre Dame, en París, se ubicaba la morgue municipal. Este recinto abría sus puertas a la multitud que se acercaba a contemplar a la muerte de cerca. Era un verdadero espectáculo que llegaba a todas las clases sociales y los mejores lugares siempre estaban peleados. El autor refiere: “Verdaderas multitudes de espectadores se apretujaban contra los cristales; se indignaban cuando las planchas estaban libres y no había muertos que contemplar; insultaban al encargado cuando, debido al gran número de asistentes, se les instaba a circular; vociferaban su enojo cada vez que, habiendo esperado mucho tiempo, llegaba la hora de cerrar. ¡Apenas lo dejan a uno ver!, ¡qué fastidio!, ¡siempre la mala organización!”.
Aún nos determina la mirada obsesiva al cuerpo, ese no querer ver pero voltear continuamente a lo misterioso e indescifrable, aunque sea sólo un pequeño fragmento, un atisbo de lo que somos. No se puede negar la curiosidad humana, la gente que se amontona alrededor de un accidente es plena muestra de ello, también los cementerios y las innumerables supersticiones que cobijan. Parecería que a la gente le gusta coquetear con la muerte. Ahora los noticieros, para elevar la audiencia, se empeñan en mostrar más muertos. Se apela a lo trágico sin profundizar en la reflexión. Por eso un cadáver televisivo o compartido en las redes sociales se ha convertido en una imagen irreal, en un maniquí que cumple una función de escaparate. Ante el bombardeo constante de información llegan a diario noticias de muertos en accidentes de avión, en actos terroristas, en asaltos, pero en una sociedad cada vez más individualista, estos cuerpos sin vida nos son lejanos, nos afectan cada vez menos.
La muerte tiene muchas facetas, para mí el temor a la muerte no es a dónde voy a ir sino el miedo a una transición dolorosa, al sufrimiento. Dicen que la muerte más dulce es la que llega mientras se duerme pues uno se interna en las tinieblas de los sueños para no volver a despertar. Me gusta pensar que moriré dentro de muchos años, dormido, después de haber presenciado un buen partido de futbol y de haber bebido una buena cerveza. Pero sé que sólo es un buen deseo. La muerte es impredecible y uno de sus encantos es que puede deparar muchas sorpresas: la noche anterior a su asesinato el emperador romano Julio César había cenado en casa de Emilio Lépido y en el transcurso de la velada la charla había tratado del tipo de muerte que cada quien prefería. César declaró que la deseaba rápida e inesperada. Al día siguiente, acometido por todas partes por puñales desenvainados, se cubrió la cabeza con la toga estirando sus pliegues con la izquierda, y así, ante esa defensa inútil, fue atravesado por veintitrés puñaladas.
Alejandro Badillo es narrador y reseñista. Ha publicado los libros de cuentos Ella sigue dormida (Tierra adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP),Tolvaneras (Cuadrivio) y la novela La mujer de los macacos (Libros Magenta). Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca en la disciplina de cuento. Ganó en 2015 el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela 2015 por su libro El clan de los estetas y en 2016 el Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo por su obra Por una cabeza.
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Posted: November 9, 2016 at 12:35 am